DEL VIAJE O LOS LUGARES DE LA MEMORIA
Odiseo |
Aún antes de ser una metáfora del cambio, el viaje es la peripecia de la mente, la ocasión que se concede la ilusión deseante para recorrer los lugares vinculados a la memoria, no importa si reales o imaginarios, ya que aunque parezca imaginario, el traslado físico se refiere siempre a enclaves reales que asumen una relevancia concreta e ideal. Los lugares del recuerdo, de la memoria y del olvido se identifican con los espacios de la peregrinación del hombre a lo largo del tiempo, el cual observa las cosas, las dispone en un determinado orden y trata de modificar ese orden para extraer de los objetos de su atención algunas connotaciones ocultas, sagradas a veces cuando el viajero es también buscador de lo trascendente que se esconde tras los velos de las apariencias. El viaje, en suma, resume la curiosidad humana, desde el momento en que el significado de las mismas parece prestarse tanto a la representación escénica como a la argumentación lógica, en tanto en cuanto los mapas físicos del viaje a emprender se corresponden también con una cartografía del espíritu.
Odiseo y Penélope |
Los viajes de Odiseo |
Del mismo modo que el hecho de nacer en el seno de una determinada cultura y no en otra condiciona nuestras vidas, también ejerce su influencia en las referencias y adhesiones personales que sustentan nuestras decisiones para visitar unos lugares por encima de otros, ya que nuestra memoria personal no es solo una cualidad individual, sino que, precisamente por ser seres culturales, se inscribe en una larga y riquísima tradición que influye en nuestros recuerdos e ilusiones deseantes, así como en nuestra esperanza de recibir una gratificación que premie el esfuerzo que siempre implica moverse hacia un espacio diferente al que normalmente ocupamos. Es indudable que la idea de “viaje” implica desplazamiento (deriva de vía:camino) y sobre todo supone “partida” desde un punto que se considera estable o habitual, por lo que a la connotación geográfica de naturaleza espacio-temporal es preciso añadir la mudanza mental que todo auténtico viaje debe suponer y que encuentra su correlación en una transformación espiritual, siempre deseable por converger en un estado del ser más pleno o abarcador, más sabio, en una palabra, que cuando partió de su Itaca natal: en este sentido, todos los verdaderos viajes son iniciáticos. Esta percepción la expresa el gran poeta alejandrino Constantino Cavafis en su inmortal poema Itaca:
Cuando emprendas el viaje hacia Itaca
pide que tu camino sea largo,
rico en aventuras y conocimiento.
A Lestrigones, Cíclopes
y al furioso Poseidón no temas,
en tu camino no los encontrarás
si alto es tu pensamiento y limpia
la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.
A Lestrigones ni a Cíclopes
ni al fiero Poseidón nunca hallarás
si no los llevas en tu alma,
si no es tu alma que ante ti los pone.
Pide que tu camino sea largo.
Que muchas mañanas de verano hayan en tu ruta
en que con placer, felizmente
arribes a puertos nunca vistos.
Detente en los emporios fenicios
para comprar finos objetos:
madreperla y coral, ámbar y ébano,
sensuales perfumes, -tantos como puedas-
y visita numerosas ciudades egipcias
para aprender de sus sabios.
Lleva a Itaca siempre en tu pensamiento,
llegar a ella es tu meta.
Mas no apresures el viaje,
mejor que dure muchos años
y viejo seas cuando a ella llegues,
rico con lo que has ganado en el camino
sin esperar que Itaca te recompense.
A Itaca debes el maravilloso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino
y ahora nada tiene para ofrecerte.
Si pobre la encuentras, Itaca no te engañó.
Hoy que eres sabio, y en rico en experiencias,
comprendes qué significan las Itacas.
El sueño de Polifemo |
Constantino Cavafis |
Anteriormente he mencionado la palabra memoria y, desde luego, no es una alusión banal. Nuestras vidas y las decisiones que a lo largo de ella adoptamos encuentran su sustento en la memoria, ese don tan mal valorado en los tiempos que corren, porque sin memoria no vamos a ninguna parte. Olvidarse de la memoria es quedarse sin la propia sombra, como aquel personaje de Adalberto von Chamisso. El gran novelista, insuficientemente valorado hoy, que fue Gonzalo Torrente Ballester, a quien tuve el privilegio de conocer y tratar, dijo alguna vez que “la memoria no inventa; sobre la memoria se inventa”. Y así es. La memoria es el depósito aluvional, la materia bruta sobre la que la imaginación, aliada de la experiencia personal, construye nuestras expectativas vitales y decide el rumbo de los viajes que acometemos, sean estos interiores o exteriores, aunque para mí tengo que, para cualquiera que sea consciente de su propia memoria, todos los viajes son, al mismo tiempo, exteriores e interiores. Yo pienso, siento y vivo instalado en mi memoria, proyecto o selecciono desde mi memoria. Así pues, no me cabe duda de que la memoria es el factor desencadenante de la curiosidad y de los intereses culturales que nos llevan a embarcarnos en unos viajes determinados y no en otros. En el transcurso de cada itinerario uno va consolidando, seleccionando y aprovechando la memoria, que constituye el eslabón que enlaza entre sí todos los viajes concretos que podamos realizar, de tal modo que, a la postre, todos son recorridos de un único viaje: aquél que nos lleva a un mejor conocimiento de nosotros mismos, lo que puede equivaler a ser más “personas”, en el sentido auténtico de este concepto según el vocablo griego del que en nuestra lengua deriva.
No quiero dejar de señalar que en esa calamidad nacional llamada “educación pública”, el ejercicio de la memoria está proscrito en la práctica docente por psicólogos y educadores, como si de una enfermedad se tratara. Y así nos va. Para mí no existe peor cochambre colectiva que esa desmemoria en la que vivimos instalados y que los medios de comunicación no dejan de fomentar con tantos subproductos generados directamente desde las cloacas del sistema. Un espanto para cualquier conciencia medianamente despierta.
Desde esta razonable perspectiva, parece evidente que para mí no tenga las mismas resonancias una palabra derivada de una lengua romance que tiene su base en la lengua latina, que otras palabras pertenecientes a lengua eslavas o polinesias, pongamos por caso. Esta apreciación no cabe deslegitimarla en base al relativismo paleto que hoy se estila y que solamente es atribuible a la ignorancia. A este respecto viene a mi memoria una anécdota muy ilustrativa. Ocurrió en un Consejo de Ministros, presidido por Franco, en el que se discutía la procedencia de eliminar o no el latín de nuestros planes docentes. D. José Solís, natural de la localidad cordobesa de Cabra y por aquel entonces Ministro Secretario General del Movimiento era firme partidario de suprimir la lengua latina, porque, en su opinión, no servía para nada, postura a la que se oponía con firmeza el Ministro de Educación, creo que se trataba de D. Manuel Lora Tamayo. Para darle fuerza a su argumento, Solís requirió a Lora Tamayo para que le explicara para qué servía el latín. Sin alterarse, el Ministro de Educación lo fulminó con la siguiente respuesta: “Pues mire usted, don José, el latín sirve, entre otras cosas, para que los nacidos en Cabra se llamen egabrenses y no de otro modo”.
Si es propio de la cultura sentir predilecciones en un terreno tan íntimo y profundo como es el campo lingüístico, no me cabe duda que la misma validez sirve para los lenguajes del arte. La expresión, comprensión y valoración de la obra de arte corresponde a un elemento tan definitorio del ser humano que es válido para señalar la frontera, esquiva a veces, que separa el ser del hombre de la pura animalidad. Abundando en esta línea de razonamiento, tampoco me parece discutible que las metas volantes que preferimos visitar en nuestros viajes tengan que ver con esas coordenadas culturales que hacen de nosotros seres civilizados y no bárbaros. No es lo mismo apuntarse como turista a los viajes organizados por las agencias de viajes y decididos a boleo que elegir un destino y organizar el viaje por uno mismo, utilizando mapas, guías y todos los recursos que hoy nos ofrece Internet. Tampoco lo es viajar a Benidorm que hacerlo a Florencia o preferir Disney World a los Museos Vaticanos: las diferencias señalan no solo referencias culturales distintas, sino también la existencia de una jerarquía, que en esta España nuestra, abarrotada de gente montaraz, casi nadie está dispuesto a aceptar porque eso les colocaría sin remisión posible ante el espejo de su ignorancia o, lo que es peor, de su irremisible idiocia. Cuando el viajero escoge y prepara su propio viaje, recorre el camino al menos tres veces: al idearlo, cuando lo lleva a cabo y cuando al regreso lo reconstruye a través de la memoria, muchas veces apoyado por el material fotográfico o literario recopilado.
Arte maya. Friso de Cancuen |
Dioses Olímpicos. Friso del Partenón, de Fidias |
Ante el Galo moribundo, de los Museos Capitolinos |
Cabeza del Galo moribundo |
Arte azteca. Coatlicue |
Para justificar despropósitos es, por desgracia, demasiado frecuente oír que todas las opiniones son válidas, dichas por los mismos que cuando se ponen enfermos siguen las prescripciones del médico y no los consejos del tendero de la esquina o del vecino del segundo. En una reciente edición del concurso de Miss España, las finalistas fueron sometidas a una sencilla batería de preguntas para saber el nivel aproximado de su formación cultural. Reciente todavía el último tsunami que asoló Japón, a la pregunta de “¿qué cree usted que hubiese pasado si el epicentro hubiese estado en el mismo Tokyo?”, Miss Donostia respondió sin titubear: “Bueno, pienso que ellos también tienen derecho, pues si Donostia tiene un Multicentro, Durango tiene un Megacentro, entonces, ¿por qué Tokyo no puede tener un Epicentro?
Miss Almería no se quedó atrás cuando a la pregunta de qué opinaba sobre los últimos acontecimientos ocurridos en el Japón, respondió sin cortarse un ápice: “Lamentable, muy lamentable. No entiendo cómo se metió tanta agua en Japón teniendo allí la muralla china”.
No se trata de chistes fáciles, sino de la constatación dramática de los niveles de barbarie acultural en los que se mueve una parte nada despreciable de la juventud española, esa misma juventud de la que los políticos no se cansan de repetir que “es la mejor preparada de nuestra Historia”. Así que cuando alguien trate en nuestra presencia de dejar sentado ese relativismo consistente en declarar que todas las opiniones son igualmente válidas, ya sabemos entre qué clase de ganado lo podemos estabular. Como decía Einstein, “tal vez todos seamos ignorantes, lo que pasa es que no todos desconocemos las mismas cosas”.
Y, añado yo, que hasta hay un género de palurdos, muy abundante por estos pagos, que sin saber nada de nada, opina de todo lo divino y humano, casi siempre coincidente en la denostación con calificativos terribles de nuestra Historia y de la cultura que a lo largo de ella ha desarrollado la civilización Occidental, a la cual pertenecemos todos los que, a causa de la información recibida y procesada, somo capaces sentir con orgullo esa noción de pertenencia. El desprecio a lo propio es lo que, por ejemplo, hace que tanto jumento vaya pregonando admiraciones propias de converso después de haber visto los frisos escultóricos de los mayas o aztecas en su último viaje exótico, sin tener ni puñetera idea del trasfondo que representan ni de la mayor excelencia técnica, simbólica, artística y hasta moral de los del Partenón de Atenas que guarda el Mueso Británico o los del Ara Pacis de Roma, emplazados ambos en nuestra vieja Europa y no en continentes lejanos, cuya visita, por distante, resulta mucho más onerosa para nuestros bolsillos. Y es que no hay apuesta ética si no se sustenta en un afán de unidad y de equilibrio, que no es otra la razón última de la estética: es el concepto del areté, tan empleado por Homero, una palabra que podría significar “virtud”, pero en un sentido laico, desprovisto de matices morales de índole religiosa. Esta fue la gran aportación espiritual de la Grecia clásica, que proyectó su luz y su aliento a la civilización romana, para fundirse a lo largo de dos milenios en el ancho río de nuestra civilización cristiana occidental, integradora también de las aportaciones musulmana y judía. Despreciar el filón que supone esta excepcional herencia cultural para buscarla en inconsistencias exóticas es, sin duda alguna, una alienación, un expolio. Una cosa es la aventura y otra bien distinta el “aventurismo” rampante que hoy se estila. Con toda razón, la sentencia pindárica comenta: “La raza más loca entre los hombres / es aquella que desprecia lo que tiene en torno y dirige la mirada más allá / persiguiendo lo inconsistente con vana esperanza”.
Albert Einstein |
Y, añado yo, que hasta hay un género de palurdos, muy abundante por estos pagos, que sin saber nada de nada, opina de todo lo divino y humano, casi siempre coincidente en la denostación con calificativos terribles de nuestra Historia y de la cultura que a lo largo de ella ha desarrollado la civilización Occidental, a la cual pertenecemos todos los que, a causa de la información recibida y procesada, somo capaces sentir con orgullo esa noción de pertenencia. El desprecio a lo propio es lo que, por ejemplo, hace que tanto jumento vaya pregonando admiraciones propias de converso después de haber visto los frisos escultóricos de los mayas o aztecas en su último viaje exótico, sin tener ni puñetera idea del trasfondo que representan ni de la mayor excelencia técnica, simbólica, artística y hasta moral de los del Partenón de Atenas que guarda el Mueso Británico o los del Ara Pacis de Roma, emplazados ambos en nuestra vieja Europa y no en continentes lejanos, cuya visita, por distante, resulta mucho más onerosa para nuestros bolsillos. Y es que no hay apuesta ética si no se sustenta en un afán de unidad y de equilibrio, que no es otra la razón última de la estética: es el concepto del areté, tan empleado por Homero, una palabra que podría significar “virtud”, pero en un sentido laico, desprovisto de matices morales de índole religiosa. Esta fue la gran aportación espiritual de la Grecia clásica, que proyectó su luz y su aliento a la civilización romana, para fundirse a lo largo de dos milenios en el ancho río de nuestra civilización cristiana occidental, integradora también de las aportaciones musulmana y judía. Despreciar el filón que supone esta excepcional herencia cultural para buscarla en inconsistencias exóticas es, sin duda alguna, una alienación, un expolio. Una cosa es la aventura y otra bien distinta el “aventurismo” rampante que hoy se estila. Con toda razón, la sentencia pindárica comenta: “La raza más loca entre los hombres / es aquella que desprecia lo que tiene en torno y dirige la mirada más allá / persiguiendo lo inconsistente con vana esperanza”.
Fachada del Panteón |
Fachada de la Basílica de San Juan de Letrán |
La elección impecable del viaje y la superación de las seguras dificultades que encontraremos en el camino forman parte de la recompensa que nos espera al regreso tras su feliz realización y que conlleva el acceso a un nuevo tipo de excelencia en la que se funden la perfección moral y el anhelo de una perfección formal que no cuenta su propia historia, sino que se ofrece a la mirada que ve su propia realización.
De todo lo ya dicho se desprende que, desde luego, ante nosotros se abre un enorme abanico de desplazamientos posibles que solo en sentido turístico pueden denominarse "viajes", de los cuales muchos son irrelevantes y hasta negativos de cara a profundizar en las señas de identidad que nos son propias y, por eso mismo, en nosotros mismos: el esplendor, si existe, está en la mente, por eso cada viaje auténtico supone también un camino iniciático que convierte al viajero, o acaso más bien peregrino, en iniciado, esto es, portador de una verdad que para los demás es insostenible, porque no cabe enmarcarla en los límites de la pura racionalidad. Tal vez por eso, Henry Miller escribió en El coloso de Marusi: “Si los hombres dejan de creer que un día se convertirán en dioses, entonces con toda seguridad no pasarán de ser gusanos”.
La Artemis de los Museos Capitolinos. Roma |
Mientras consulto nuevamente libros ya leídos, realzo con el rotulador vías, monumentos o carreteras en los mapas recientemente adquiridos que aparecen desplegados en mi mesa de trabajo y acumulo anotaciones detalladas sobre los lugares que me propongo visitar en mi próximo y casi inmediato viaje, que será a Israel, pienso en la sociedad de alma seca y espíritu dormido desde la que parto y que tanto me anima a salir, siquiera sea para olvidarme durante un tiempo de los fantasmas y odios viscerales que emponzoñan los aires de este lóbrego patio de vecinos mal avenidos en el que se ha visto convertida España. Por eso, y porque ya no me queda mucho tiempo para seguir aprendiendo, un cosquilleo nace de mi alma cuando compruebo el camino ya recorrido en la preparación adecuada para la aventura de conocimiento que me espera, sobre todo en mi sueño de Jerusalén, cruce de culturas, de religiones, de ángeles y de demonios, botín de guerreros, atalaya de visionarios y meta de peregrinos desde hace miles de años: Jerusalén, la ciudad más sagrada, la ciudad más impía. ¡Oh, Jerusalén...!
El Valle de Josafat o del Cedrón y el Domo de la Roca desde el Monte de los Olivos |
Judío ortodoxo leyendo la Torah ante el Muro de las Lamentaciones |
Duomo de la Roca y Explanada de las Mezquitas. Jerusalén |
Lugar señalado como del nacimiento de Jesús en la Basílica de la Natividad. Belén |
En el fonicular, subiendo a la Fortaleza de Masada, con el Mar Muerto al fondo |
El río Jordán en Yardenit, a su salida del Mar de Galilea |