CATALUÑA
O EL GOLPE DE ESTADO PERMANENTE
Hace
mucho, mucho tiempo que habría sido exigible a los políticos
catalanes de cualquier pelaje que se ilustren, que dejen de pregonar
como verdades de fe lo que cuentan en los colegios a los niños y que
proclaman cada día sus druidas mediáticos. No lo harán. El suyo es
un estrecho mundo bipolar: blanco o negro, los míos o los otros,
conmigo o contra mí, escogidos o vituperados, en catalán o en
castellano. Desconocen los honrosos términos de la convicción
aseada, de la convivencia educada, de la pluralidad plural, valga la
redundancia. También hace mucho que la obediencia a las leyes no
debió dejarse al arbitrio personal de representantes políticos
desleales con la Constitución, la misma que justifica su simple existencia y la ocupación de unos cargos públicos que han utilizado para enriquecerse a la
manera siciliana.
Si
estudiaran la historia de los siglos XIX y XX se verían reflejados
en ella, siendo como son herederos genuinos de la política más
rancia y casposa, latente desde entonces, entre proclamas y
espadones. El oscurantismo retrógrado que hoy resquebraja España
está siendo protagonizado por ellos. Sus masas inertes y
adoctrinadas, con el bochornoso espectáculo reciente de los alcaldes
cercando a la Justicia, son impropias de un país europeo civilizado
y supuestamente culto. Harían bien en mirarse en el espejo de
Venezuela para que husmearan la villanía que les aguarda si
persisten en avanzar por ese camino. Renegando de la mesura solo
conseguirán ahondar la tumba de la razón, la suya, la de los que
arrastrarán y la de los que desde presupuestos solo nominalmente
democráticos están dispuestos a transigir con lo que sea.
Convertirse en parias descamisados a extramuros de una Europa que no
es la suya y en la que no tendrán acomodo. La llave debería de
estar cerrada para aquellos que aplastan la verídica pluralidad, la
palabra convivencia y utilizan a la manera fascista el concepto mismo
de democracia, porque fascista es la violencia institucional que
vienen empleando para imponerse sobre todos los que no piensan como
ellos.
En
Cataluña existen suficientes elementos totalitarios para
considerarla, sin más, una sociedad democrática normal, el primero
de los cuales es, sin duda alguna, el incumplimiento de las leyes que
nos afectan a todos los demás españoles. ¿Acaso la ignorancia
ofensiva de las sentencias del Tribunal Supremo respecto a la
obligatoriedad de poder optar por una enseñanza en español no es
violencia? ¿No atenta esto contra uno de los fundamentales derechos
humanos? ¿No es violencia la enseñanza de una Historia falseada tan
desde su raíz que puede denominarse Formación del Espíritu
Nacional? ¿Tal vez no lo es que los escritores catalanes cuya obra
está en español sean excluidos sistemáticamente como apestados de
la vida cultural catalana? ¿Es explicable, sin mediar la violencia,
que la docencia pública esté recluida en el “apartheid”
lingüístico patrocinado por los sucesivos gobiernos de la
Generalidad? ¿Tampoco es violencia que un hombre que ha defendido
como pocos las libertades democráticas como Albert Boadella haya
tenido que exiliarse de Cataluña para poder vivir sin ser perseguido
y atacado? ¿Por qué razones no llamamos violencia a esta política
exclusiva y excluyente y sí a, la posibilidad de ejercer toda la
fuerza que, según la razón, otorga al Estado la posibilidad de
imponer la ley? ¿Es que las leyes no amparan el recurso de la fuerza
legítima cuando las razones no bastan? ¿Desde cuándo y dónde
existe un solo Estado sin poderes coercitivos? Cataluña se ha
constituido en problema porque su clase política así lo ha querido
y los sucesivos gobiernos nacionales no han hecho nada por impedirlo.
Tantas cesiones a la minoría dirigente catalana es humillante para
el resto de España y una nación puede y debe defenderse de ese
“golpe de Estado permanente” (la denominación es de Mitterand)
que es el independentismo catalanista.
En
su “España invertebrada”, escrita en 1921, Ortega explica con
manifiesta claridad que un fenómeno característico de la política
española es, desde comienzos de siglo pasado, el de los
regionalismos, los nacionalismos, los separatismos y, en general, de
los movimientos de secesión étnica o territorial. Textualmente
escribe: “Hablar ahora de regiones, de pueblos diferentes, de
Cataluña, de Euzkadi, es cortar con un cuchillo una masa homogénea
y tajar cuerpos distintos en lo que era un compacto volumen”.
También señaló a los culpables de la situación advenida: “Unos
cuantos hombres, movidos por codicias económicas, por soberbias
personales, por envidias más o menos privadas, van ejecutando
deliberadamente esta faena de despedazamiento nacional, que sin ellos
y su caprichosa labor no existiría”.
Es
necesario cuestionarse absolutamente todo de nuevo, empezando desde
la Constitución misma, con pulso firme para que no tiemble el mazo.
Analizar cada función. Levantar un nuevo andamiaje patrio justo,
racional, coherente y presupuestariamente sostenible. La clase
política ha convertido a la nación española en un erial cívico y
moral. La trapisonda catalana es una de sus muestras más palpables y
dolorosas. Podríamos entrar al trapo en argumentos que desmontaran
el victimismo rastrero añadiendo la variable tiempo, para variar, a
las presuntas afrentas pecuniarias. Se trata de un asunto largo de
explicar, pero no quiero desaprovechar la ocasión para dejar claro
que el catalanismo no es una corriente de opinión ancestral, sino
que fue elaborada por un pequeño grupo de intelectuales a raíz del
desastre del 98, que convirtieron la sede episcopal de Vic en el polo
iluminista que elaboró la mitología histórica que hoy persiste, una mezcla entre las novelas de Walter Scott y los mundos de Walt Disney.
Lo
que subyacía en el fondo eran los intereses de la gran burguesía
catalana, proteccionista desde antiguo, que se agitó con los
presupuestos librecambistas de de 1869, obra de un catalán
precisamente, Figueroa. Las presiones fueron tan fuertes que Cánovas
abandonó en 1891 el librecambio e impuso una tarifa arancelaria que
a los catalanes les pareció poco menos que perfecta. Esta larga
lucha económica había creado en el resto de España la imagen de
una Cataluña egoísta e interesada, decidida a salirse con la suya a
expensas de cualquier interés español. Para los teóricos del
catalanismo, el “menosprecio” convirtió la defensa de sus
privilegios en sentimiento de virtud ultrajada por el Estado
“castellano”, como gustaban de llamar al gobierno nacional de
España. Fue Admirall quien sentó las premisas del catalanismo, que
no dejó de ser un movimiento propio de unos cuantos intelectuales
iluminados.
Fueron, según expresión de Cambó, “las estridencias”
de Prat de la Riba las que hicieron cada vez más difícil a los
españoles creer que las reivindicaciones catalanistas eran
conciliables con el mantenimiento de España como Estado nacional
unitario. Hay un coro numeroso repitiendo que el problema nacionalista no fue creado por una
élite política, sino que obedece a causas históricas que vienen de
lejos. En mi opinión, ni en su génesis, ni en su ulterior
desarrollo, las cosas fueron así. Dando un gran salto hasta 1931 o
1936 (como se prefiera), hay que dejar sentado que la gran burguesía
catalana apostó por el Movimiento Nacional para afianzarse en sus
tradicionales privilegios ante el temporal revolucionario
representado por comunistas y anarquistas.
Paradójicamente,
fue el Régimen de Franco quien volvió a apostar por la
industrialización de Cataluña, en menoscabo de casi todas las demás
regiones españolas. Tal vez sea Monserrat Roig en su novela “Tiempo
de cerezas”, quien mejor retrata la adhesión de las clases
dirigentes catalanas al franquismo triunfante, algo que hoy casi
ningún catalán estaría dispuesto a admitir. Quiero recordar que el
nefasto Pacual Maragall fue el protegido favorito durante casi una
década de José María de Porcioles, nombrado por Franco alcalde de
Barcelona, puesto que desempeñó desde 1957 a 1973.
Franco es aclamado en Barcelona durante su visita de 1970 |
El Alcalde de Barceona, José María de Porcioles, acompaña al Caudillo |
La
Historia nos enseña que cuando las ideologías son forzadas en el
lecho del Procusto social y la racionalidad deviene en
sentimentalismo prefabricado de signo totalitario, se vuelven
religiones ateas, obstruyen el progreso y desencadenan desastres. En tal caso, el Estado ha de actuar contra viento y marea. Lo siento, pero, al
menos, creo que mi opinión de no transigir ni un ápice
con el iluminismo catalanista, en base a una concepción más nominal
que real de la palabra democracia, está mucho mejor fundamentada que
las de aquellos que, frente al terremoto institucional, social y
económico que plantea al conjunto de la nación española el órdago
independentista, vuelven una y otra vez a sacar de sus chistera de
prestidigitadores la palabra “diálogo”. Intentar el diálogo con
el disparate institucionalizado y el totalitarismo independentista
supone rebajarse a un nivel donde no debe bajar ningún presidente
del Gobierno de España, porque humillaría a la mayor parte de los
españoles.
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