sábado, 17 de noviembre de 2012




 PEREGRINO POR LA STRADA DELL' ARCHITETTURA  
  3. La Arcadia feliz de Villa Barbaro
           y la belleza de Asolo                 
                                      
Crespano del Grappa

Una vez iniciada la marcha por la tranquila y bien asfaltada carretera, poco antes de llegar a Paderno me desvié hacia el contiguo Crespano del Grappa, otro tranquilo pueblecito que esparce su vecindario entre casas unifamiliares precedidas del inevitable jardín y las alquerías que demarcan el terreno con sus muretes de piedra grisácea, oscurecidos por líquenes y trepados por enredaderas, que enmarcan la esbelta torre de su iglesia parroquial dedicada a los santos Marcos y Pancracio. 

Como apenas si había perdido tiempo en mi almuerzo campestre y el día invitaba a disfrutar de la otoñal solana, no resistí la tentación de subir al Santuario de la Madonna del Covolo (la Virgen de la Cueva, para entendernos), situado a muy poca distancia de Crespano. Fue una decisión de la que no me arrepiento, porque la belleza del lugar lo merece con creces. El Santuario, una réplica entrañable del Tempio del Canova que acababa de visitar, está enclavado en un altozano incrustado en la ladera sur del Monte Grappa, cuya cima se yergue majestuosa dominando un paisaje que abarca los pueblos colindantes y la ancha llanura veneciana que bordea el Adriático, atravesada por el Canale di Brenta y cruzada por la Strada Statale 47 della Valsugana, que une Padova con Trento pasando por Bassano del Grappa. De haber tenido tiempo, de buena gana habría disfrutado perdiéndome por alguno de los senderos ascendentes que trepan a través del bosque y por los que se accede a enclaves militares honrados con monumentos conmemorativos por su relevancia durante la Primera Guerra Mundial, pero, apremiado por la hora, a mi pesar tuve que regresar a la ruta que tenía prefijada.

Santuario de la Madonna del Covolo

Campanario inspirado en el Tempio del Canova

Santuario de la Madonna del Covolo, con el Monte Grappa al fondo

En cuanto llegué al entramado urbano de Asolo, redoblé la atención para ver la desviación a Maser, que pronto apareció, señalizada juntamente con mi destino inmediato: Villa Barbaro. Los escasos kilómetros que me separaban de Maser los recorrí a escasa velocidad hasta que al lado izquierdo de la carretera divisé la verja de la mansión palladiana y la media rotonda que le sirve de antesala. Aparqué mi vehículo y, bajo la apetecible sombra de la arboleda, me dispuse a gozar del singular escenario: destacaba en primer plano la fuente barroca que, decorada con motivos marinos y coronada por la figura de Neptuno, enmarcaba la verja de hierro tras la cual se perfilaba la geometría de los jardines, que remarcan la horizontalidad de la magnífica fachada de Villa Barbaro; a mi derecha, siguiendo el curso de la carretera, alcanzaba a ver el imponente Tempietto de Palladio y, si seguía girando la cabeza, la visión se recreaba en la hermosura de unos bien podados viñedos, a los que podía acceder trasponiendo la cancela, abierta de par en par, de la puerta construida en el muro de la media rotonda, por un camino sin asfaltar que, jalonado de grandes árboles, se perdía en el horizonte.


Villa Barbaro














Tempietto Barbaro, de Andrea Palladio



La hacienda agrícola de Villa Barbaro
Los magníficos viñedos

La iglesia de Maser desde Villa Barbaro

Antes de describir Villa Barbaro, creo oportuno dedicar unas líneas a glosar la figura del arquitecto renacentista cuya obra hacía meses que me había propuesto visitar y principal razón de mi peregrinaje por las tierras vénetas. Andrea di Pietro, universalmente conocido como Palladio, vino al mundo en la ciudad italiana de Padova un 30 de noviembre de 1508. De familia humilde, apenas con trece años ingresó como aprendiz en un taller de cantería de su ciudad natal, en donde inició su formación hasta que, en 1523, su familia se instaló en la no lejana Vicenza, en cuyo gremio de constructores se inscribió Andrea para completar su formación, de la que le viene esa honradez constructiva que apreciamos en cualesquiera de sus obras.


Andrea Palladio

Llegado a la treintena, y mientras trabajaba en las obras de una villa cercana a Vicenza, Andrea entró en contacto con Giangiorgio Trissino, humanista y personalidad de gran relevancia en los ambientes culturales vicentinos, quien lo puso bajo su protección, ayudándolo a completar su formación mediante la financiación de diversos viajes a Roma, ciudad en la que tuvo la oportunidad de conocer las ruinas clásicas, que dejaron en él hondísima huella. Fue precisamente el mecenas Trissino quien acuñó el apelativo de Palladio para referirse al joven Andrea, en culta evocación a Palas Atenea, la diosa griega protectora de las artes. Así fue como Andrea Palladio fue alcanzando prestigio en los ambientes ilustrados de la región véneta, siéndole encargados numerosos proyectos de palacios y villas señoriales suburbanas. A la muerte de Trissino y ya con un importante bagaje a sus espaldas, entabló contacto con Daniele Barbaro, cardenal de gran formación humanista y profundo estudioso de la arquitectura antigua y de los escritos de Vitrubio, y de su hermano Marcantonio.


Marcantonio Barbaro

Fue precisamente a través de su nuevo mentor, Daniele Barbaro, como Palladio fue poco a poco introduciéndose en los círculos humanistas y culturales de la esplendorosa Venecia de la época, donde, gracias a los méritos que cosechó proyectando edificios religiosos, llegó a ser nombrado arquitecto mayor de la Serenísima República en sustitución de Jacopo Sansovino, cargo que ocupó hasta su muerte en 1580 y que compaginó con sus otros proyectos, siempre en la región véneta. 

Además de su ingente legado arquitectónico materializado en numerosas obras religiosas y civiles, Palladio ha sido unánimemente reconocido como una figura clave de la arquitectura de la Edad Moderna gracias a sus I Quattro Libri dell'Architettura, brillante tratado en el cual, gracias a su profundo conocimiento de los teóricos clásicos -principalmente Vitrubio- sentó las bases de un nuevo lenguaje arquitectónico basado en la proporción y los órdenes arquitectónicos antiguos. Publicado en 1570, ilustrado por el propio Palladio y escrito en latín vernáculo, como era tradicional en los círculos humanistas de la época, “Los Cuatro Libros de Arquitectura” trascendieron las fronteras transalpinas para confirmar a Palladio como una de las figuras claves de la arquitectura de la Edad Moderna, hasta el punto de que, pese a que su ámbito de actuación se limitó a una región concreta de la geografía italiana, sus ideas arquitectónicas se difundieron con notable éxito durante los siglos XVII y XVIII por toda Europa, llegando hasta Estados Unidos gracias a Inglaterra. No hace falta ser muy versado en Historia del Arte para ver que una de las mansiones más célebres del mundo, la Casa Blanca, así como otros muchos edificios oficiales de Washington, son obras diseñadas bajo la influencia palladiana, como también lo son las trazas esenciales del Monasterio del Escorial, obra insigne de nuestro Juan de Herrera. La consecuencia de todo esto es que las villas vénetas de Palladio representan uno de los capítulos fundamentales de la arquitectura occidental.


Libro de la Arquitectura, 
de Andrea Palladio

La decadencia del comercio veneciano a causa del poderío expansionista turco, tras la pérdida de Constantinopla en 1453 y el descubrimiento de una vía marítima a la India por el portugués Vasco de Gama, supusieron enormes pérdidas para la República de Venecia, pero cuando la Liga de Cambrai arremetió contra la Serenísima y sumió a la República en conflictos bélicos, las fuentes de ingresos venecianas estuvieron a punto de agotarse. Su dependencia absoluta del comercio marítimo tuvo que conducir a un aumento del número de parados y a tener que enfrentarse al problema de la escasez de cereales, siempre importados, que originó restricciones en el aprovisionamiento de la población. Cuando en 1523 Andrea Gritti fue elegido dux, la situación era desesperada, lo que le llevó a considerar de manera distinta los terrenos improductivos de tierra firme, decidiendo una nueva ordenación de la administración estatal de la terraferma, cuya jurisdicción separó del señorío de los Austrias. 

En medio de estas circunstancias externas, también se produjo un cambio radical en la mentalidad de los nobles venecianos, que pasan a situar a la agricultura en un terreno cercano a la metafísica. El paladín de las nuevas ideas fue Alvise Cornaro, defensor de las ventajas sociales y económicas de la agricultura, a la que ennobleció con su formación humanística hasta dotarla de un carácter casi sagrado, llegando incluso a hablar de la “santa agricultura" en sus libros, inspirados en los autores de la Antigüedad clásica, como Emilio Quirino Varrón, Marco Porcio Catón o Columela. La coincidencia de una necesidad práctica y de la idealización de la vida retirada en el pensamiento renacentista dio lugar al fenómeno de la villegiatura, que derivó en dos corrientes distintas a la hora de construir las villas rurales: la de aquellos propietarios para quienes tenía prioridad el aspecto productivo de la hacienda, y la de aquellos otros proclives a reflejar en sus residencias campestres el ideal de una vida retirada, de una nueva Arcadia idealizada.








No creo equivocarme al considerar que la conjugación más perfecta de ambas tendencias se da en la villa que Andrea Palladio construyó en Maser para los hermanos Marcantonio y Danielle Barbaro.

Las necesidades funcionales, unidas a las leyes contra el lujo dictadas por el gobierno de la Serenísima, hacen que las residencias campestres diseñadas por Palladio no respondan a proyectos complejos, sino que sean composiciones elementales de proporciones generalmente modestas, construidas con materiales humildes: piedra en lo indispensable, muchas columnas de ladrillo, capiteles fabricados con moldes y arquitrabes casi siempre hechos de madera. Sin embargo, a pesar de que sus elementos constructivos vinieron determinados por la economía y que son mansiones campesinas, Palladio aplicó en sus planos todos los elementos indispensables de la gran arquitectura: una columnata a la entrada y una genial ordenación de las fachadas, echando mano de su talento arquitectónico para ennoblecer las formas comunes, en consonancia con las soluciones propuestas en su Tratado.

Que la Villa Barbaro situada ante mi vista, y declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, es la más fiel expresión de todo lo hasta aquí dicho resulta tan evidente que no hace falta más que verla para comprobarlo. A mayor abundamiento, Villa Barbaro sigue siendo hoy en día una explotación agrícola cuyos productos, especialmente los vinos de sus acreditados viñedos, pueden adquirirse y degustarse durante la visita, en la que el visitante se siente milagrosamente transportado a un mundo rural anterior, en el que los nobles propietarios habitaban sus haciendas, apegados a unos métodos tradicionales de explotación, que los ecologistas no dudarían hoy en calificar de “sostenibles”.


Frutales en otoño












Palladio trazó para Villa Barbaro una amplísima fachada horizontal, resuelta con la marcada articulación vertical que le caracteriza, resaltada por la convergencia en el diseño del parque que le sirve de marco. El plano de la planta baja es rectangular, con habitaciones situadas perpendicularmente a lo largo de un gran eje, que comienza en el bloque central, diseñado a modo de pórtico e inspirado en el templo romano de la Fortuna Viril, decorado con cuatro columnas jónicas y coronado por un gran frontón con relieves dedicados a los símbolos heráldicos de la familia Barbaro.

Este cuerpo central aparece flanqueado por sendas alas simétricas de dos plantas, cuyo frontal está comprendido en una arcada abierta, recurso inusual en las villas palladianas, en las que estas alas suelen ser simples columnatas abiertas al exterior o habitaciones de servicio. Como detalle funcional cabe mencionar que los dos cuerpos laterales, rematados por relojes solares con decoración astrológica, servían también de columbarios para palomas mensajeras, el medio de comunicación más rápido y seguro de la época.


Calendario zodiacal

La apacible atmósfera campestre externa se trasmuta en delirio óptico en cuanto el visitante traspone el umbral de Villa Barbaro y la mirada se convierte en pasmo cuando vislumbra la decoración pictórica más desbordante que cabe imaginar en las pinturas que embellecen las estancias y que representan la mayor colección de frescos de uno de los más universales artistas de la escuela veneciana: nada menos que Paolo Cagliari, conocido como “el Veronés”, quien materializa la pretensión de los propietarios de mostrar un mundo ilusorio en medio de un ambiente real.


Sala del Crucero

Arquitectura ilusoria de la Sala del  Crucero

Sala del Olimpo

Sala del Olimpo. Falsa luneta

Saleta lateral a la Sala del Crucero

Sala del Crucero. Efecto óptico para dar profundidad a la perspectiva

Autorretrato del Veronés

El pintor de Verona crea un universo de voluptuosa sensualidad en el que se combinan motivos de la vida diaria con otros de sacralidad profana. De este modo conjuga la exaltación de la familia Barbaro con el homenaje a Baco, requerido por la explotación vinícola de la hacienda, en medio de una apoteosis manierista de detalles alusivos a la gloria de los dioses olímpicos y la vida campestre, que enmarca en un intricando escenario de arquitecturas imaginarias y forzadas perspectivas, concebidas para prolongar la ficción espacial por paisajes bucólicos contemplados desde ventanas encuadradas por columnas o ingeniosos trampantojos, en uno de los cuales se autorretrata el propio Veronés, con elegante porte de cazador, acompañado por su perro favorito, como dando a entender su personal satisfacción, tanto por el lugar, como por la obra por él creada, en la que su capacidad para crear efectos de ilusoria teatralidad alcanza su máxima expresión.


Sala del Olimpo. La señora Barbaro con una sirvienta

Sala del Olimpo, con la Sala del Crucero al fondo


Sala de la Tribuna del Amor Conyugal

Sala de Baco, en alusión a los viñedos de la hacienda


Sagrada Familia



Figuras en las que se advierte la influencia de Miguel Ángel

Sala del Crucero. Trampantojo




Balcón exterior de la Sala del Crucero

Saleta lateral a la Sala del Crucero

Sin dar tregua a la vista, Villa Barbaro extiende el encantamiento a su inmediato exterior, en cuya parte posterior hay un ninfeo, cuya estructura arquitectónica enmarca un manantial que ya brotaba en la antigüedad. Se cree que las siete esculturas pueden haber sido talladas por el propio Marcantonio Barbaro, que quiso remarcar la relación sagrada de los elementos celestiales con los terrenales, aunque el diseño del conjunto y su materialización en estuco se debe a Alessandro Vittoria, escultor de Trento que se incorporó en Venecia a la escuela del insigne Jacopo Sansovino.


Ninfeo y gruta del manantial

Detalle del ninfeo

Ninfeo. Gruta de la Fuente

La visita a Villa Barbaro se prolonga todavía por un interesante museo de carruajes de época y culmina, ¿cómo no?, con la degustación de los caldos elaborados en la hacienda y que son ofrecidos al visitante en las pulcras instalaciones de una acogedora cantina situada en el jardín de la finca, próxima al conjunto arquitectónico principal. Como, siguiendo los consejos de nuestro refranero, “para muestra con un botón basta”, detallaré la opción que yo elegí entre las tres posibles: Degustazione “GIUNONE”: 3 Vini Villa di Maser, accompagnati da formaggi tipici dell'Altamarca trevigiana e salumi “de casada”: € 6,50. Tal vez sobre decir a quien me conozca que el resultado de la degustación lo califiqué inmediatamente con un adjetivo muy italiano: Bravo!








La euforia producida por la degustación de los excelentes caldos vénetos hizo que, emulando a Aquiles “el de los pies ligeros” según Homero, mis andares se volvieran alados camino del inmediato Tempitto Barbaro, construido por Palladio al final de su vida, en el que, sobre una planta de cruz griega, combinó un “frontón de templo” con la cúpula, siguiendo el modelo del Panteón de Roma. Decepcionado porque el interior del monumento no era visitable a causa de las obras de restauración que se estaban llevando a cabo, me remoloneé con la contemplación de su exterior, en el que los cinco intercolumnios van enmarcados con pilares, que se equilibran con las columnas corintias intermedias, en una conjunto bellísimo en el que Palladio contrapone la gran esfera de la cúpula con la disposición horizontal que remarca el arquitrabe, sustentado por la verticalidad de los dos pilares y las cuatro elegantes columnas corintias del gran pórtico.


El Templete Barbaro, de Andrea Palladio















Cuando retorné a la media glorieta situada frente a Villa Barbaro en la que dejé aparcado el coche, encendí un cigarrillo para demorar un rato más mi partida de aquel lugar privilegiado desde el que, con apenas girar la cabeza, bastaba para recrearme en la contemplación de la fachada de Villa Barbaro, el esplendor del Tempietto como remate a la verde llanura colindante con los viñedos situados alrededor la hacienda rústica y el camino flanqueado por grandes árboles que dividía el paisaje, a cuyo lado derecho, tras las cuidadas vides, divisaba la esbelta torre de la iglesia parroquial de Maser como hito señalador del caserío, que sin ella habría pasado desapercibido por los reflejos de un sol todavía esplendoroso, aunque ya empezaba a declinar, por lo que decidí reanudar el camino si quería visitar Asolo antes de que anocheciera.













No tardé en comprobar que el entramado urbano que crucé el día anterior en plena tormenta y por el que transité camino de Maser no era más que, como sucede con la mayor parte de los pueblos de la Toscana y de la Umbría que conozco, la parte moderna de Asolo asentada en la llanura, junto al trazado de la carretera provincial, ya que el verdadero Asolo, su casco antiguo, se halla encaramado en la cima de una colina, oculto a la vista por el frondoso arbolado que atravesaba la empinada y sinuosa carretera de acceso, por la que solamente me crucé con algunos ciclistas, ya mayorcitos, que medían sus fuerzas en escalada. 

Si el emplazamiento de los pueblos representativos de la Toscana suele estar en la cima de la colina más alta de todas las circundantes, coincidiendo con un antiguo asentamiento etrusco, el burgo de Asolo se ubica en la cresta de la única elevación existente en su territorio, habitada desde la prehistoria, por lo que desde ella se divisa la anchurosa llanura que llega hasta la Riviera del Brenta y el macizo del Grappa, que ocupa enteramente el horizonte si miramos al Norte. A pesar de que hay en el casco urbano buenos aparcamientos, preferí dejar el automóvil en el corto trayecto ajardinado que precede a las primeras construcciones propiamente urbanas. Soportales de estrechas calles en las que los escaparates de algún centenario comercio exhiben con profusión y magnificencia italianas los exquisitos productos de la comarca, viejas fachadas con ventanas repletas de macetas en flor, restaurantes con invitadoras terrazas y el mirador desde el que el visitante contempla por vez primera la altiva verticalidad del campanario catedralicio, con el fondo soberbio del Castello della Regina, fueron sucediéndose lentamente ante mi atenta mirada hasta que desemboqué en la recoleta Piazza Garibaldi, ¿cómo no?, con su garbosa fuente barroca plantada en el centro, coronada por el león alado, símbolo de la República Serenísima. Pero sobre todo, lo que más me admiraba era la intemporalidad del escenario urbano, su equilibrada mesura y, sobre todo, el silencio derivado de la ausencia de tráfico rodado y de viandantes.


La llegada a Asolo

Villa de esplendor decimonónico a la entrada de Asolo
 
Colina de Asolo y llanura de la Riviera del Brenta

Calles tranquilas que invitan al paseo



Via Browning. Fachadas del siglo XVIII

Soportales en la Via Browning



Fachada con hornacina de la Madonna






Ciclistas por la Via Browning






Un regalo para la vista

Delicias para golosos

Tentaciones a cada paso







En primer plano la torre de la Catedral y en segundo, la del Castello della Regina

La verde colina de Asolo






En la Piazza Garibaldi, centro del antiguo borgo, hay que bajar una amplia escalinata para llegar a la explanada inferior en la que se alza la Catedral de Santa Maria Assunta, construida en el siglo XVIII, de bellas proporciones y en cuyo altar mayor está la “Asunción de la Virgen”, obra de Lorenzo Lotto. En una esquina de la misma plaza está el Palazzo del Capitano, interesante edificio del siglo XVI y, al inicio de la Via Regina Coronaro, el Palazzo della Regione, del siglo XV, donde está ubicado el Museo Civico, con una interesante sección arqueológica; la pinacoteca, con obras del setecientos y la colección de arte sacro perteneciente al Tesoro de la Catedral.


Piazza Garibaldi. Loggia

Palazzo del Capitanio, siglo XVI






Piazza Garibaldi

Esbelta torre de la Catedral de Santa Maria Assunta

Fachada principal de la Catedral





Altar mayor con "La Asunción de la Virgen" de Lorenzo Lotto

Catedral de Santa Maria Assunta. Nave principal

Apenas ascendí por contigua Piazza Gabriele D'Annunzio, donde está el edificio del Ayuntamiento que, como es normal en Italia, distinguí inmediatamente por las banderas que colgaban de la balconada, me topé con la mole del Castello della Regina, que fue residencia de Caterina Cornaro, noble veneciana que llegó a ser reina de Chipre y Armenia por su matrimonio con Jaime II de Lusiñán, quien falleció un año después del matrimonio dejándola encinta. A pesar de que en la noche del 13 de noviembre de 1473 un grupo de nobles catalanes, capitaneados por el obispo de Nicosia, que pretendían liberarse del dominio veneciano, irrumpieron en su palacio y raptaron al pequeño heredero, Caterina continuó reinando bajo la constante protección de la República Veneciana hasta que en 1488, tras descubrirse otra conjura, Caterina huyó a Venecia, en donde abdicó al año siguiente a favor de la Serenísima República. Para recompensarla fue nombrada señora de Asolo, en donde siguió ostentando hasta su muerte en 1510 los títulos y el rango de reina. Su figura es conocida universalmente por la ópera con su nombre que estrenó Donizetti en el Teatro San Carlo de Nápoles el 18 de enero de 1844.


Castello della Regina Catalina Cornaro

Ayuntamiento de Asolo, con las banderas italiana, europea y de Venecia

Caterina Cornaro, reina de Chipre y Armenia, 
por Gentile Bellini 

Como se encontraba a un paso, pese a que la claridad de la tarde se apagaba lentamente, no quise dejar Asolo sin subir por la rampa empedrada que me condujo a la explanada del Castello, abierta a un mirador en el que de buena gana habría permanecido hasta ver cómo anochecía en la amplia campiña véneta, cuyo horizonte se iba difuminado con verdes y grises de plateadas calidades. Confieso que estuve tentado de haber cenado allí, en el restaurante ubicado en la planta baja de la fortaleza, al pie de la torre en la que está instalado el moderno teatro que lleva el nombre de Eleonora Duse, la gran actriz italiana que revolucionó la escena mundial y rivalizó en fama con su contemporánea Sarah Bernhardt. Sin duda lo habría hecho de haber ido acompañado, pero la soledad del restaurante era intimidatoria y, sobre todo, no me apetecía conducir de noche por la sinuosa cuesta que sirve a Asolo de único acceso, así que después de dirigir una última mirada a la llanura y a la Rocca, una fortaleza medieval que domina el entramado urbano del casco antiguo desde su elevado enclave en la cumbre del Monte Ricco,  apresuré mis pasos para recorrer sin detenerme la distancia que me separaba del aparcamiento donde dejé el automóvil.


El Monte Ricco y la Rocca desde la Via Dante

Me pareció extraño que a esa hora (serían aproximadamente las siete de la tarde) de un día laborable, Asolo pareciera tan aletargado como cuando llegué. Por eso no me extrañó que su romántica atmósfera hubiera servido de inspiración para muchos artistas y hasta residencia privilegiada para algunos de ellos, desde que Pietro Bembo, cardenal y humanista, escribiera en el siglo XVI su romance Gli asolani, “Los asolanos”, y en las Rime (Rimas) el célebre soneto “A Italia”:

Oh tú del mundo la más bella parte,
que ciñe el vasto mar y el Alpe cierra,
oh dulce, alegre, deleitosa tierra;
que alto y soberbio el Apenino parte.
En vano el pueblo te dejó de Marte
señora de la mar y de la tierra,
hoy tus antiguas siervas te hacen guerra
y no cesan de herirte y de pegarte.
Ni falta entre tus hijos quien ajeno
poder devastador convide y llame
y hunda su espada en tu materno seno;
no queda ya quien te respete y ame.
¡Oh duro siglo de maldades lleno!
¡Oh estirpe vil, degenerada, infame!


Pietro Bembo, óleo de Tiziano


Robert Browning

El gran poeta inglés Robert Browning también escogió Asolo como residencia ocasional, dedicándole su última composición “Asolando”, publicada en 1889, mientras que Eleonora Duse la eligió para morada última, por lo que, cuando le sorprendió la muerte en Pittsburgh durante su última gira en 1924, sus restos fueron llevados a Asolo para ser enterrados. La eximia actriz fue tan conocida por su arte como por sus escandalosos amores (de ambos sexos) fracasados, entre los que se cuenta Gabriele D’Annunzio, quien en Roma irrumpió en el camerino de la diva, se lanzó a sus pies, besó los bordes del vestido y gritó: “O grande amatrice!”. D’Annunzio era la quintaesencia del amante romántico que la Duse anhelaba, pero también un vampiro artístico que succionaba la vida de quienes se acercaban a él, proveyéndose así de material para su literatura. En 1900 explotó comercialmente el apasionado affair con la Duse en una novela llamada “La llama de la vida”. La descripción que hizo de la relación de un hombre más joven, buen mozo y romántico, con una mujer mayor que comenzaba su decrepitud hirió en lo más profundo el corazón de la gran actriz. Es sabido que años más tarde D’Annunzio le dijo: “Ni siquiera tú puedes imaginar cuánto te amé”, a lo que ella respondió: “¡Y ahora ni siquiera tú puedes imaginar cuánto te he olvidado!”.


Eleonora Duse, fotografiada por Aimé Dupont en 1896

Confieso que abandoné Asolo con una cierta sensación de culpabilidad, porque supe que hubiera precisado de un día entero para disfrutar su silencio encantado, asomarme a sus rincones perdidos y gozar del increíble panorama que ha de divisarse desde la cumbre del Monte Ricco, cuya subida, según me dijeron, lleva unos veinte minutos. Pensé que otra vez sería, si la fortuna me permitiera la dicha de regresar. Así, consolado con la posibilidad de volver, arranqué el motor de mi Lancia y, lentamente, desganadamente, inicié el descenso por la tortuosa carretera sobre la que las copas de los árboles filtraban las últimas claridades del día. Cuando acabé el solitario trayecto y desemboqué en la vía principal que ya conocía, comprendí que la soledad de Asolo era debida a que la parte más importante de la vida comercial tiene lugar en el casco urbano situado en la llanura, a ambos lados de la carretera provincial. El misterio quedaba explicado.



Anochecer en Asolo

Después de un breve descanso y tras una ducha reparadora, bajé al acogedor restaurante del Hotel San Giacomo, acompañado de mi cuaderno de ruta con la intención de repasar el itinerario del día siguiente. Mientras paladeaba lentamente unos sorbos del vino rosso que elegí para acompañar la cena recomendada por Maddalena, la robusta joven de arrolladora simpatía que hacía las veces de cocinera y camarera, caí en la cuenta de los distintos universos que había visitado en una sola jornada, las distintas épocas cronológicas por las que había galopado gracias a las obras de arte, que las representaban mejor que todas las lecciones de Historia juntas y que habían desfilado ante mi mirada ávida en una sucesión tan pegada a los instantes vividos, como endiabladamente acelerada: los tesoros románicos, góticos, renacentistas, barrocos y hasta neoclásicos se amalgamaban en un todo unitario que dotaba de sentido, sin esfuerzo alguno por mi parte, al conjunto de mis propias y dispersas percepciones. Reafirmé mi creencia de que la Historia es una continuación ininterrumpida, que los compartimentos estancos, las categorías son establecidas por nosotros como instrumentos auxiliares a su comprensión, pero que acaban por asentarse y hasta suplantan la percepción de un espacio-tiempo tan contínuo como la corriente de un río. ¿Cómo no acordarse de Heráclito y de sus geniales metáforas acerca del tiempo y del espacio? 

Como ocurre con el tiempo en "Los relojes blandos" de Salvador Dalí, en mi memoria se confundían las columnas toscanas del Tempio del Canova con las corintias del Tempietto de Maser, los modelos en yeso de la Gipsoteca se mezclaban con los espléndidos ilusionismos que el Veronés había pintado en Villa Barbaro; los valles alpinos contemplados en Possagno se fundían con la llanura divisada desde el mirador del Castello della Regina, en donde estuve hacía poco más de una hora, y las abruptas colinas que sobre Crespano del Grappa acogen la blancura del Santuario de la Madonna del Covo y se deslizan hacia los viñedos de Maser por las boscosas sinuosidades de la carretera que une Asolo con la llanura del Brenta... Tuve que hacer un esfuerzo mental para asegurarme de que fue ayer mismo cuando partí de la fastuosa Venecia, que también fue ayer tarde cuando estuve en Villa Emo y soporté el diluvio mientras cruzaba Asolo y, sobre todo, ¡que había sido esa misma mañana cuando contemplé el solitario esplendor del Tempio del Canova en Possagno ante el fastuoso decorado del Monte Grappa! El ayer, el hoy y el mañana se habían disipado en la vivencia, ¿o videncia?, de un presente ensanchado de pronto y estallado, que solamente abarcaba el instante, el momento, el ahora mismo, cuando me disponía a revisar el itinerario previsto para mañana. Lo cierto es que había perdido la noción del tiempo lineal en que que solemos estar, para encontrarme en la dimensión de otro tiempo distinto, intensamente percibido, pero tan inasible como un girón de niebla. ¿Era real el solitario comedor en el que estaba instalado, lo era la copa de vino rosso que acercaría a mis labios o todo formaba parte de un trampantojo creado por ese ilusionista conocido como "el Veronés"? Paladeé el vino: desde luego que era real. Para compensar el idealismo platónico y no desorientarnos demasiado, siempre he considerado muy sabia la advertencia tomista que con tan acertado criterio aplicó Sancho Panza para no perder el equilibrio con las locuras idealistas de Don Quijote: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu, es decir, que "nada hay en el intelecto sin que antes haya pasado por los sentidos".

"In vino veritas"
   
Lo que entonces no pasó por mi cabeza fue dudar de la realidad del Arte. Más bien me incliné por todo lo contrario, que su realidad es mayor que la de nuestras percepciones habituales. Que las obras de los verdaderos artistas, esos locos poseídos por la manía de los antiguos griegos hacia la excelencia (la areté ), son más reales que el propio artista que las ha producido. Ante el Arte, el artista auténtico se convierte en médium, aunque sea su oficio el instrumento del que se vale para crear su obra. Por eso, estoy de acuerdo con Oscar Wilde cuando afirmaba que “la naturaleza imita al arte”, al mismo tiempo que acertaba al confesar con la humildad del iniciado “que todo arte es completamente inútil”. ¡Ah, las paradojas! Deberíamos releer a Borges e instruirnos en ciertas nociones de la física cuántica... Yo me limité a recordar aquellos geniales versos de nuestro Antonio Machado:

  Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
  —así en la costa un barco—  sin que al partir te inquiete.
  Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;
  porque la vida es larga y el arte es un juguete.

  Y si la vida es corta
  y no llega la mar a tu galera,
  aguarda sin partir y siempre espera
  que el arte es largo y, además, no importa.

La llegada de Maddalena que apareció a mi lado con los antipasti disipó las evocaciones poéticas:

̶Che cosa circa stanco?  ̶  me preguntó si estaba cansado.

̶ No, non stanco, felice! Ho perso la nozione del tempo e devo fare un grande sforzo per rendersi conto di dove sono io   ̶ acerté a responderle que me sentía feliz, pero que debía de realizar un gran esfuerzo para darme cuenta de dónde estaba.

̶ Ah, che è buono! La cosa migliore è dimenticare ire per poter godere del presente,  ̶ apostilló con sabiduría. Sí, efectivamente de eso se trataba, de olvidar el ayer para vivir plenamente el presente.

̶  Cierto, che è. Ecco perché io sono così bene ora   ̶ le confirmé que por eso mismo estaba tan bien. 

Maddalena se alejó sonriente, ordenándome que saboreara sin prisas las viandas que me había traído, mientras ella terminaba de preparar el secondo piatto, que debería comer recién salido del horno. Pura lección de filosofía aplicada al momento. 

Acunado por el profundo silencio de Paderno del Grappa, aquella noche dormí con el fervor animal de los niños. 








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