PEREGRINO
POR LA STRADA DELL' ARCHITETTURA
3. La Arcadia feliz de Villa Barbaro
y la belleza de Asolo
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Crespano del Grappa |
Una vez iniciada la marcha por la tranquila y bien asfaltada carretera, poco antes de llegar a Paderno me desvié hacia el contiguo Crespano del Grappa, otro tranquilo pueblecito que esparce su vecindario entre casas unifamiliares precedidas del inevitable jardín y las alquerías que demarcan el terreno con sus muretes de piedra grisácea, oscurecidos por líquenes y trepados por enredaderas, que enmarcan la esbelta torre de su iglesia parroquial dedicada a los santos Marcos y Pancracio.
Como
apenas si había perdido tiempo en mi almuerzo campestre y el día
invitaba a disfrutar de la otoñal solana, no resistí la tentación
de subir al Santuario de la Madonna del Covolo (la Virgen de la Cueva, para entendernos), situado a muy poca
distancia de Crespano. Fue una decisión de la que no me arrepiento,
porque la belleza del lugar lo merece con creces. El Santuario, una
réplica entrañable del Tempio del Canova que acababa de visitar,
está enclavado en un altozano incrustado en la ladera sur del Monte
Grappa, cuya cima se yergue majestuosa dominando un paisaje que
abarca los pueblos colindantes y la ancha llanura veneciana que
bordea el Adriático, atravesada por el Canale di Brenta y cruzada
por la Strada
Statale 47 della Valsugana,
que une Padova con Trento pasando por Bassano del Grappa. De haber
tenido tiempo, de buena gana habría disfrutado perdiéndome por
alguno de los senderos ascendentes que trepan a través del bosque y por los que
se accede a enclaves militares honrados con monumentos conmemorativos
por su relevancia durante la Primera Guerra Mundial, pero, apremiado
por la hora, a mi pesar tuve que regresar a la ruta que tenía
prefijada.
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Santuario de la Madonna del Covolo |
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Campanario inspirado en el Tempio del Canova
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Santuario de la Madonna del Covolo, con el Monte Grappa al fondo |
En
cuanto llegué al entramado urbano de Asolo, redoblé la atención para ver la desviación a Maser, que pronto apareció,
señalizada juntamente con mi destino inmediato: Villa Barbaro. Los
escasos kilómetros que me separaban de Maser los recorrí a escasa
velocidad hasta que al lado izquierdo de la carretera divisé la
verja de la mansión palladiana y la media rotonda que le sirve de
antesala. Aparqué mi vehículo y, bajo la apetecible sombra de la arboleda, me
dispuse a gozar del singular escenario: destacaba en primer plano la
fuente barroca que, decorada con motivos marinos y coronada por la
figura de Neptuno, enmarcaba la verja de hierro tras la cual se
perfilaba la geometría de los jardines, que remarcan la horizontalidad de la magnífica fachada de Villa Barbaro; a mi derecha,
siguiendo el curso de la carretera, alcanzaba a ver el imponente
Tempietto de Palladio y, si seguía girando la cabeza, la visión se
recreaba en la hermosura de unos bien podados viñedos, a los que
podía acceder trasponiendo la cancela, abierta de par en par, de la
puerta construida en el muro de la media rotonda, por un camino sin
asfaltar que, jalonado de grandes árboles, se perdía en el
horizonte.
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Villa Barbaro
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Tempietto Barbaro, de Andrea Palladio
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La hacienda agrícola de Villa Barbaro |
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Los magníficos viñedos |
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La iglesia de Maser desde Villa Barbaro |
Antes
de describir Villa Barbaro, creo oportuno dedicar unas líneas a
glosar la figura del arquitecto renacentista cuya obra hacía meses
que me había propuesto visitar y principal razón de mi peregrinaje por las tierras vénetas. Andrea di Pietro, universalmente
conocido como Palladio, vino al mundo en la ciudad italiana de Padova un 30 de noviembre de 1508. De familia humilde, apenas con trece años
ingresó como aprendiz en un taller de cantería de su ciudad natal, en donde
inició su formación hasta que, en 1523, su familia se instaló en
la no lejana Vicenza, en cuyo gremio de constructores se inscribió
Andrea para completar su formación, de la que le viene esa honradez
constructiva que apreciamos en cualesquiera de sus obras.
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Andrea Palladio |
Llegado
a la treintena, y mientras trabajaba en las obras de una villa cercana
a Vicenza, Andrea entró en contacto con Giangiorgio Trissino,
humanista y personalidad de gran relevancia en los ambientes
culturales vicentinos, quien lo puso bajo su protección, ayudándolo
a completar su formación mediante la financiación de diversos
viajes a Roma, ciudad en la que tuvo la oportunidad de conocer las
ruinas clásicas, que dejaron en él hondísima huella. Fue
precisamente el mecenas Trissino quien acuñó el apelativo de
Palladio para referirse al joven Andrea, en culta evocación a Palas
Atenea, la diosa griega protectora de las artes. Así fue como Andrea
Palladio fue alcanzando prestigio en los ambientes ilustrados
de la región véneta, siéndole encargados numerosos proyectos de
palacios y villas señoriales suburbanas. A la muerte de Trissino y
ya con un importante bagaje a sus espaldas, entabló contacto con
Daniele Barbaro, cardenal de gran formación humanista y profundo
estudioso de la arquitectura antigua y de los escritos de Vitrubio, y de su hermano Marcantonio.
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Marcantonio Barbaro |
Fue
precisamente a través de su nuevo mentor, Daniele Barbaro, como
Palladio fue poco a poco introduciéndose en los círculos humanistas
y culturales de la esplendorosa Venecia de la época, donde, gracias
a los méritos que cosechó proyectando edificios religiosos, llegó
a ser nombrado arquitecto mayor de la Serenísima República en
sustitución de Jacopo Sansovino, cargo que ocupó hasta su muerte en
1580 y que compaginó con sus otros proyectos, siempre en la región
véneta.
Además de su ingente legado arquitectónico materializado en numerosas obras religiosas y civiles, Palladio ha sido unánimemente reconocido como una figura clave de la arquitectura de la Edad Moderna gracias a sus I Quattro Libri dell'Architettura, brillante tratado en el cual, gracias a su profundo conocimiento de los teóricos clásicos -principalmente Vitrubio- sentó las bases de un nuevo lenguaje arquitectónico basado en la proporción y los órdenes arquitectónicos antiguos. Publicado en 1570, ilustrado por el propio Palladio y escrito en latín vernáculo, como era tradicional en los círculos humanistas de la época, “Los Cuatro Libros de Arquitectura” trascendieron las fronteras transalpinas para confirmar a Palladio como una de las figuras claves de la arquitectura de la Edad Moderna, hasta el punto de que, pese a que su ámbito de actuación se limitó a una región concreta de la geografía italiana, sus ideas arquitectónicas se difundieron con notable éxito durante los siglos XVII y XVIII por toda Europa, llegando hasta Estados Unidos gracias a Inglaterra. No hace falta ser muy versado en Historia del Arte para ver que una de las mansiones más célebres del mundo, la Casa Blanca, así como otros muchos edificios oficiales de Washington, son obras diseñadas bajo la influencia palladiana, como también lo son las trazas esenciales del Monasterio del Escorial, obra insigne de nuestro Juan de Herrera. La consecuencia de todo esto es que las villas vénetas de Palladio representan uno de los capítulos fundamentales de la arquitectura occidental.
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Libro de la Arquitectura,
de Andrea Palladio |
La
decadencia del comercio veneciano a causa del poderío expansionista
turco, tras la pérdida de Constantinopla en 1453 y el
descubrimiento de una vía marítima a la India por el portugués
Vasco de Gama, supusieron enormes pérdidas para la República de
Venecia, pero cuando la Liga de Cambrai arremetió contra la
Serenísima y sumió a la República en conflictos bélicos, las
fuentes de ingresos venecianas estuvieron a punto de agotarse. Su
dependencia absoluta del comercio marítimo tuvo que conducir a un
aumento del número de parados y a tener que enfrentarse al problema
de la escasez de cereales, siempre importados, que originó restricciones en el aprovisionamiento de la población. Cuando en
1523 Andrea Gritti fue elegido dux,
la situación era desesperada, lo que le llevó a considerar de
manera distinta los terrenos improductivos de tierra firme,
decidiendo una nueva ordenación de la administración estatal de la
terraferma,
cuya jurisdicción separó del señorío de los Austrias.
En medio de estas circunstancias externas, también se produjo un cambio radical en la mentalidad de los nobles venecianos, que pasan a situar a la agricultura en un terreno cercano a la metafísica. El paladín de las nuevas ideas fue Alvise Cornaro, defensor de las ventajas sociales y económicas de la agricultura, a la que ennobleció con su formación humanística hasta dotarla de un carácter casi sagrado, llegando incluso a hablar de la “santa agricultura" en sus libros, inspirados en los autores de la Antigüedad clásica, como Emilio Quirino Varrón, Marco Porcio Catón o Columela. La coincidencia de una necesidad práctica y de la idealización de la vida retirada en el pensamiento renacentista dio lugar al fenómeno de la villegiatura, que derivó en dos corrientes distintas a la hora de construir las villas rurales: la de aquellos propietarios para quienes tenía prioridad el aspecto productivo de la hacienda, y la de aquellos otros proclives a reflejar en sus residencias campestres el ideal de una vida retirada, de una nueva Arcadia idealizada.
No
creo equivocarme al considerar que la conjugación más perfecta de
ambas tendencias se da en la villa que Andrea Palladio construyó en Maser para los hermanos Marcantonio y Danielle Barbaro.
Las necesidades funcionales, unidas a las leyes contra el lujo dictadas
por el gobierno de la Serenísima, hacen que las residencias campestres diseñadas
por Palladio no respondan a proyectos complejos, sino que sean
composiciones elementales de proporciones generalmente modestas,
construidas con materiales humildes: piedra en lo indispensable,
muchas columnas de ladrillo, capiteles fabricados con moldes y
arquitrabes casi siempre hechos de madera. Sin embargo, a pesar de
que sus elementos constructivos vinieron determinados por la economía
y que son mansiones campesinas, Palladio aplicó en sus planos todos
los elementos indispensables de la gran arquitectura: una columnata a
la entrada y una genial ordenación de las fachadas, echando mano de su
talento arquitectónico para ennoblecer las formas comunes, en consonancia con las soluciones propuestas en su Tratado.
Que
la Villa Barbaro situada ante mi vista, y declarada Patrimonio de la
Humanidad por la UNESCO, es la más fiel expresión de todo lo hasta
aquí dicho resulta tan evidente que no hace falta más que verla
para comprobarlo. A mayor abundamiento, Villa Barbaro sigue siendo
hoy en día una explotación agrícola cuyos productos, especialmente
los vinos de sus acreditados viñedos, pueden adquirirse y degustarse
durante la visita, en la que el visitante se siente milagrosamente
transportado a un mundo rural anterior, en el que los nobles propietarios
habitaban sus haciendas, apegados a unos métodos tradicionales de
explotación, que los ecologistas no dudarían hoy en calificar de
“sostenibles”.
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Frutales en otoño |
Palladio
trazó para Villa Barbaro una amplísima fachada horizontal, resuelta
con la marcada articulación vertical que le caracteriza, resaltada
por la convergencia en el diseño del parque que le sirve de marco. El
plano de la planta baja es rectangular, con habitaciones situadas
perpendicularmente a lo largo de un gran eje, que comienza en el
bloque central, diseñado a modo de pórtico e inspirado en el templo
romano de la Fortuna Viril, decorado con cuatro columnas jónicas y
coronado por un gran frontón con relieves dedicados a los símbolos
heráldicos de la familia Barbaro.
Este
cuerpo central aparece flanqueado por sendas alas simétricas de dos
plantas, cuyo frontal está comprendido en una arcada abierta,
recurso inusual en las villas palladianas, en las que estas alas
suelen ser simples columnatas abiertas al exterior o habitaciones de servicio.
Como detalle funcional cabe mencionar que los dos cuerpos laterales,
rematados por relojes solares con decoración astrológica, servían
también de columbarios para palomas mensajeras, el medio de
comunicación más rápido y seguro de la época.
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Calendario zodiacal |
La
apacible atmósfera campestre externa se trasmuta en delirio óptico
en cuanto el visitante traspone el umbral de Villa Barbaro y la
mirada se convierte en pasmo cuando vislumbra la decoración
pictórica más desbordante que cabe imaginar en las pinturas que
embellecen las estancias y que representan la mayor colección de
frescos de uno de los más universales artistas de la escuela
veneciana: nada menos que Paolo Cagliari, conocido como “el
Veronés”, quien materializa la pretensión de los propietarios de
mostrar un mundo ilusorio en medio de un ambiente real.
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Sala del Crucero |
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Arquitectura ilusoria de la Sala del Crucero |
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Sala del Olimpo |
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Sala del Olimpo. Falsa luneta
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Saleta lateral a la Sala del Crucero
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Sala del Crucero. Efecto óptico para dar profundidad a la perspectiva |
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Autorretrato del Veronés
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El
pintor de Verona crea un universo de voluptuosa sensualidad en el que se combinan
motivos de la vida diaria con otros de sacralidad profana. De este modo
conjuga la exaltación de la familia Barbaro con el homenaje a Baco,
requerido por la explotación vinícola de la hacienda, en medio de
una apoteosis manierista de detalles alusivos a la gloria de los
dioses olímpicos y la vida campestre, que enmarca en un intricando
escenario de arquitecturas imaginarias y forzadas perspectivas, concebidas para prolongar la ficción espacial por paisajes bucólicos
contemplados desde ventanas encuadradas por columnas o ingeniosos
trampantojos, en uno de los cuales se autorretrata el propio Veronés,
con elegante porte de cazador, acompañado por su perro favorito,
como dando a entender su personal satisfacción, tanto por el lugar,
como por la obra por él creada, en la que su capacidad para crear efectos de ilusoria teatralidad alcanza su máxima expresión.
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Sala del Olimpo. La señora Barbaro con una sirvienta
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Sala del Olimpo, con la Sala del Crucero al fondo |
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Sala de la Tribuna del Amor Conyugal
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Sala de Baco, en alusión a los viñedos de la hacienda |
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Sagrada Familia |
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Figuras en las que se advierte la influencia de Miguel Ángel |
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Sala del Crucero. Trampantojo
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Balcón exterior de la Sala del Crucero |
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Saleta lateral a la Sala del Crucero |
Sin
dar tregua a la vista, Villa Barbaro extiende el encantamiento a su
inmediato exterior, en cuya parte posterior hay un ninfeo, cuya estructura
arquitectónica enmarca un manantial que ya brotaba en la antigüedad.
Se cree que las siete esculturas pueden haber sido talladas por el
propio Marcantonio Barbaro, que quiso remarcar la relación sagrada
de los elementos celestiales con los terrenales, aunque el diseño
del conjunto y su materialización en estuco se debe a Alessandro
Vittoria, escultor de Trento que se incorporó en Venecia a la
escuela del insigne Jacopo Sansovino.
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Ninfeo y gruta del manantial |
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Detalle del ninfeo
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Ninfeo. Gruta de la Fuente
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La
visita a Villa Barbaro se prolonga todavía por un interesante museo
de carruajes de época y culmina, ¿cómo no?, con la degustación de
los caldos elaborados en la hacienda y que son ofrecidos al visitante
en las pulcras instalaciones de una acogedora cantina situada en el jardín
de la finca, próxima al conjunto arquitectónico principal. Como,
siguiendo los consejos de nuestro refranero, “para muestra con un
botón basta”, detallaré la opción que yo elegí entre las tres
posibles: Degustazione
“GIUNONE”: 3 Vini Villa di Maser, accompagnati da formaggi tipici
dell'Altamarca trevigiana e salumi “de casada”: € 6,50. Tal
vez sobre decir a quien me conozca que el resultado de la degustación
lo califiqué inmediatamente con un adjetivo muy italiano: Bravo!
La
euforia producida por la degustación de los excelentes caldos
vénetos hizo que, emulando a Aquiles “el de los pies ligeros”
según Homero, mis andares se volvieran alados camino del inmediato
Tempitto Barbaro, construido por Palladio al final de su vida, en el
que, sobre una planta de cruz griega, combinó un “frontón de
templo” con la cúpula, siguiendo el modelo del Panteón de Roma.
Decepcionado porque el interior del monumento no era visitable a
causa de las obras de restauración que se estaban llevando a cabo,
me remoloneé con la contemplación de su exterior, en el que los cinco
intercolumnios van enmarcados con pilares, que se equilibran con las
columnas corintias intermedias, en una conjunto bellísimo en el que
Palladio contrapone la gran esfera de la cúpula con la disposición
horizontal que remarca el arquitrabe, sustentado por la verticalidad
de los dos pilares y las cuatro elegantes columnas corintias del gran pórtico.
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El Templete Barbaro, de Andrea Palladio |
Cuando
retorné a la media glorieta situada frente a Villa Barbaro en la que dejé
aparcado el coche, encendí un cigarrillo para demorar un rato más
mi partida de aquel lugar privilegiado desde el que, con apenas girar la cabeza, bastaba para recrearme en la contemplación de la
fachada de Villa Barbaro, el esplendor del Tempietto como remate a la
verde llanura colindante con los viñedos situados alrededor la
hacienda rústica y el camino flanqueado por grandes árboles que
dividía el paisaje, a cuyo lado derecho, tras las cuidadas vides,
divisaba la esbelta torre de la iglesia parroquial de Maser como hito
señalador del caserío, que sin ella habría pasado desapercibido
por los reflejos de un sol todavía esplendoroso, aunque ya
empezaba a declinar, por lo que decidí reanudar el camino si quería
visitar Asolo antes de que anocheciera.
No
tardé en comprobar que el entramado urbano que crucé el día
anterior en plena tormenta y por el que transité camino de Maser no
era más que, como sucede con la mayor parte de los pueblos de la
Toscana y de la Umbría que conozco, la parte moderna de Asolo
asentada en la llanura, junto al trazado de la carretera
provincial, ya que el verdadero Asolo, su casco antiguo, se halla encaramado en la cima de una colina, oculto a la vista por el
frondoso arbolado que atravesaba la empinada y sinuosa carretera
de acceso, por la que solamente me crucé con algunos ciclistas, ya
mayorcitos, que medían sus fuerzas en escalada.
Si el emplazamiento de los pueblos representativos de la Toscana suele estar en la cima de la colina más alta de todas las circundantes, coincidiendo con un antiguo asentamiento etrusco, el burgo de Asolo se ubica en la cresta de la única elevación existente en su territorio, habitada desde la prehistoria, por lo que desde ella se divisa la anchurosa llanura que llega hasta la Riviera del Brenta y el macizo del Grappa, que ocupa enteramente el horizonte si miramos al Norte. A pesar de que hay en el casco urbano buenos aparcamientos, preferí dejar el automóvil en el corto trayecto ajardinado que precede a las primeras construcciones propiamente urbanas. Soportales de estrechas calles en las que los escaparates de algún centenario comercio exhiben con profusión y magnificencia italianas los exquisitos productos de la comarca, viejas fachadas con ventanas repletas de macetas en flor, restaurantes con invitadoras terrazas y el mirador desde el que el visitante contempla por vez primera la altiva verticalidad del campanario catedralicio, con el fondo soberbio del Castello della Regina, fueron sucediéndose lentamente ante mi atenta mirada hasta que desemboqué en la recoleta Piazza Garibaldi, ¿cómo no?, con su garbosa fuente barroca plantada en el centro, coronada por el león alado, símbolo de la República Serenísima. Pero sobre todo, lo que más me admiraba era la intemporalidad del escenario urbano, su equilibrada mesura y, sobre todo, el silencio derivado de la ausencia de tráfico rodado y de viandantes.
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La llegada a Asolo |
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Villa de esplendor decimonónico a la entrada de Asolo |
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Colina de Asolo y llanura de la Riviera del Brenta
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Calles tranquilas que invitan al paseo |
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Via Browning. Fachadas del siglo XVIII |
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Soportales en la Via Browning |
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Fachada con hornacina de la Madonna |
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Ciclistas por la Via Browning |
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Un regalo para la vista |
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Delicias para golosos |
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Tentaciones a cada paso |
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En primer plano la torre de la Catedral y en segundo, la del Castello della Regina |
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La verde colina de Asolo |
En
la Piazza Garibaldi, centro del antiguo borgo,
hay que bajar una amplia escalinata para llegar a la explanada
inferior en la que se alza la Catedral de Santa Maria Assunta,
construida en el siglo XVIII, de bellas proporciones y en cuyo altar
mayor está la “Asunción de la Virgen”, obra de Lorenzo Lotto.
En una esquina de la misma plaza está el Palazzo del Capitano,
interesante edificio del siglo XVI y, al inicio de la Via Regina
Coronaro, el Palazzo della Regione, del siglo XV, donde está ubicado
el Museo Civico, con una interesante sección arqueológica; la
pinacoteca, con obras del setecientos y la colección de arte sacro
perteneciente al Tesoro de la Catedral.
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Piazza Garibaldi. Loggia |
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Palazzo del Capitanio, siglo XVI |
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Piazza Garibaldi |
Apenas
ascendí por contigua Piazza Gabriele D'Annunzio, donde está el
edificio del Ayuntamiento que, como es normal en Italia, distinguí
inmediatamente por las banderas que colgaban de la balconada, me topé
con la mole del Castello della Regina, que fue residencia de Caterina
Cornaro, noble veneciana que llegó a ser reina de Chipre y Armenia
por su matrimonio con Jaime II de Lusiñán, quien falleció un año
después del matrimonio dejándola encinta. A pesar de que en la
noche del 13 de noviembre de 1473 un grupo de nobles catalanes, capitaneados por el obispo de Nicosia, que pretendían liberarse del
dominio veneciano, irrumpieron en su palacio y raptaron al pequeño
heredero, Caterina continuó reinando bajo la constante protección
de la República Veneciana hasta que en 1488, tras descubrirse otra
conjura, Caterina huyó a Venecia, en donde abdicó al año siguiente
a favor de la Serenísima República. Para recompensarla fue nombrada
señora de Asolo, en donde siguió ostentando hasta su muerte en
1510 los títulos y el rango de reina. Su figura es conocida
universalmente por la ópera con su nombre que estrenó Donizetti en
el Teatro San Carlo de Nápoles el 18 de enero de 1844.
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Castello della Regina Catalina Cornaro |
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Ayuntamiento de Asolo, con las banderas italiana, europea y de Venecia |
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Caterina Cornaro, reina de Chipre y Armenia,
por Gentile Bellini |
Como
se encontraba a un paso, pese a que la claridad de la tarde se
apagaba lentamente, no quise dejar Asolo sin subir por la rampa empedrada
que me condujo a la explanada del Castello, abierta a un mirador en
el que de buena gana habría permanecido hasta ver cómo anochecía en la amplia campiña véneta, cuyo horizonte se iba difuminado con
verdes y grises de plateadas calidades. Confieso que estuve tentado de haber cenado allí, en el restaurante ubicado en la planta baja de la
fortaleza, al pie de la torre en la que está instalado el moderno
teatro que lleva el nombre de Eleonora Duse, la
gran actriz italiana que revolucionó la escena mundial y rivalizó en
fama con su contemporánea Sarah Bernhardt. Sin duda lo habría hecho
de haber ido acompañado, pero la soledad del restaurante era
intimidatoria y, sobre todo, no me apetecía conducir de noche por la
sinuosa cuesta que sirve a Asolo de único acceso, así que después
de dirigir una última mirada a la llanura y a la Rocca, una
fortaleza medieval que domina el entramado urbano del casco antiguo
desde su elevado enclave en la cumbre del Monte Ricco, apresuré mis
pasos para recorrer sin detenerme la distancia que me separaba del
aparcamiento donde dejé el automóvil.
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El Monte Ricco y la Rocca desde la Via Dante |
Me
pareció extraño que a esa hora (serían aproximadamente las siete
de la tarde) de un día laborable, Asolo pareciera tan aletargado
como cuando llegué. Por eso no me extrañó que su romántica
atmósfera hubiera servido de inspiración para muchos artistas y
hasta residencia privilegiada para algunos de ellos, desde que Pietro
Bembo, cardenal y humanista, escribiera en el siglo XVI su romance
Gli
asolani,
“Los asolanos”, y en las Rime
(Rimas) el célebre soneto “A Italia”:
Oh
tú del mundo la más bella parte,
que
ciñe el vasto mar y el Alpe cierra,
oh
dulce, alegre, deleitosa tierra;
que
alto y soberbio el Apenino parte.
En
vano el pueblo te dejó de Marte
señora
de la mar y de la tierra,
hoy
tus antiguas siervas te hacen guerra
y
no cesan de herirte y de pegarte.
Ni
falta entre tus hijos quien ajeno
poder
devastador convide y llame
y
hunda su espada en tu materno seno;
no
queda ya quien te respete y ame.
¡Oh
duro siglo de maldades lleno!
¡Oh
estirpe vil, degenerada, infame!
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Pietro Bembo, óleo de Tiziano |
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Robert Browning |
El
gran poeta inglés Robert Browning también escogió Asolo como
residencia ocasional, dedicándole su última composición
“Asolando”, publicada en 1889, mientras que Eleonora Duse la eligió para morada última, por lo que, cuando le sorprendió la
muerte en Pittsburgh durante su última gira en 1924, sus restos
fueron llevados a Asolo para ser enterrados. La eximia actriz fue tan conocida por su arte
como por sus escandalosos amores (de ambos sexos) fracasados, entre los
que se cuenta Gabriele D’Annunzio, quien en Roma irrumpió en el
camerino de la diva, se lanzó a sus pies, besó los bordes del
vestido y gritó: “O grande amatrice!”. D’Annunzio era la
quintaesencia del amante romántico que la Duse anhelaba, pero
también un vampiro artístico que succionaba la vida de quienes se
acercaban a él, proveyéndose así de material para su literatura.
En 1900 explotó comercialmente el apasionado affair con la Duse en una novela
llamada “La llama de la vida”. La descripción que hizo de la
relación de un hombre más joven, buen mozo y romántico, con una
mujer mayor que comenzaba su decrepitud hirió en lo más profundo el
corazón de la gran actriz. Es sabido que años más tarde
D’Annunzio le dijo: “Ni siquiera tú puedes imaginar cuánto te
amé”, a lo que ella respondió: “¡Y ahora ni siquiera tú
puedes imaginar cuánto te he olvidado!”.
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Eleonora Duse, fotografiada por Aimé Dupont en 1896 |
Confieso
que abandoné Asolo con una cierta sensación de culpabilidad, porque supe que hubiera precisado de un día entero para disfrutar su silencio encantado, asomarme a sus rincones perdidos y gozar del
increíble panorama que ha de divisarse desde la cumbre del Monte
Ricco, cuya subida, según me dijeron, lleva unos veinte minutos.
Pensé que otra vez sería, si la fortuna me permitiera la dicha de
regresar. Así, consolado con la posibilidad de volver, arranqué el
motor de mi Lancia y, lentamente, desganadamente, inicié el descenso
por la tortuosa carretera sobre la que las copas de los árboles
filtraban las últimas claridades del día. Cuando acabé el
solitario trayecto y desemboqué en la vía principal que ya conocía,
comprendí que la soledad de Asolo era debida a que la parte más
importante de la vida comercial tiene lugar en el casco urbano
situado en la llanura, a ambos lados de la carretera provincial. El
misterio quedaba explicado.
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Anochecer en Asolo |
Después
de un breve descanso y tras una ducha reparadora, bajé al acogedor
restaurante del Hotel San Giacomo, acompañado de mi cuaderno de ruta
con la intención de repasar el itinerario del día siguiente.
Mientras paladeaba lentamente unos sorbos del vino rosso
que elegí para acompañar la cena recomendada por Maddalena, la
robusta joven de arrolladora simpatía que hacía las veces de
cocinera y camarera, caí en la cuenta de los distintos universos que
había visitado en una sola jornada, las distintas épocas cronológicas
por las que había galopado gracias a las obras de arte, que las
representaban mejor que todas las lecciones de Historia juntas y que
habían desfilado ante mi mirada ávida en una sucesión tan pegada a
los instantes vividos, como endiabladamente acelerada: los tesoros
románicos, góticos, renacentistas, barrocos y hasta neoclásicos se amalgamaban en un todo unitario que dotaba de sentido, sin
esfuerzo alguno por mi parte, al conjunto de mis propias y dispersas
percepciones. Reafirmé mi creencia de que la Historia es una
continuación ininterrumpida, que los compartimentos estancos, las
categorías son establecidas por nosotros como instrumentos
auxiliares a su comprensión, pero que acaban por asentarse y hasta
suplantan la percepción de un espacio-tiempo tan contínuo como la
corriente de un río. ¿Cómo no acordarse de Heráclito y de sus
geniales metáforas acerca del tiempo y del espacio?
Como ocurre con el tiempo en "Los relojes blandos" de Salvador Dalí, en mi memoria se confundían las columnas toscanas del Tempio del Canova con las corintias del Tempietto de Maser, los modelos en yeso de la Gipsoteca se mezclaban con los espléndidos ilusionismos que el Veronés había pintado en Villa Barbaro; los valles alpinos contemplados en Possagno se fundían con la llanura divisada desde el mirador del Castello della Regina, en donde estuve hacía poco más de una hora, y las abruptas colinas que sobre Crespano del Grappa acogen la blancura del Santuario de la Madonna del Covo y se deslizan hacia los viñedos de Maser por las boscosas sinuosidades de la carretera que une Asolo con la llanura del Brenta... Tuve que hacer un esfuerzo mental para asegurarme de que fue ayer mismo cuando partí de la fastuosa Venecia, que también fue ayer tarde cuando estuve en Villa Emo y soporté el diluvio mientras cruzaba Asolo y, sobre todo, ¡que había sido esa misma mañana cuando contemplé el solitario esplendor del Tempio del Canova en Possagno ante el fastuoso decorado del Monte Grappa! El ayer, el hoy y el mañana se habían disipado en la vivencia, ¿o videncia?, de un presente ensanchado de pronto y estallado, que solamente abarcaba el instante, el momento, el ahora mismo, cuando me disponía a revisar el itinerario previsto para mañana. Lo cierto es que había perdido la noción del tiempo lineal en que que solemos estar, para encontrarme en la dimensión de otro tiempo distinto, intensamente percibido, pero tan inasible como un girón de niebla. ¿Era real el solitario comedor en el que estaba instalado, lo era la copa de vino rosso que acercaría a mis labios o todo formaba parte de un trampantojo creado por ese ilusionista conocido como "el Veronés"? Paladeé el vino: desde luego que era real. Para compensar el idealismo platónico y no desorientarnos demasiado, siempre he considerado muy sabia la advertencia tomista que con tan acertado criterio aplicó Sancho Panza para no perder el equilibrio con las locuras idealistas de Don Quijote: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu, es decir, que "nada hay en el intelecto sin que antes haya pasado por los sentidos".
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"In vino veritas" |
Lo
que entonces no pasó por mi cabeza fue dudar de la realidad del Arte. Más bien me incliné por todo lo contrario, que su realidad es mayor que la de nuestras percepciones habituales. Que las obras de los
verdaderos artistas, esos locos poseídos por la manía de los antiguos griegos hacia la excelencia (la
areté ), son más reales que el propio artista que las ha
producido. Ante el Arte, el artista auténtico se convierte en médium, aunque sea su oficio el instrumento del que se vale para crear su obra. Por eso, estoy de acuerdo con Oscar Wilde cuando afirmaba
que “la naturaleza imita al arte”, al mismo tiempo que acertaba al confesar con la humildad del iniciado “que todo arte es completamente inútil”. ¡Ah, las
paradojas! Deberíamos releer a Borges e instruirnos en ciertas nociones de la física
cuántica... Yo me limité a recordar aquellos geniales versos de
nuestro Antonio Machado:
Sabe esperar, aguarda que la marea fluya
—así en la costa un barco— sin que al partir te inquiete.
Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya;
porque la vida es larga y el arte es un juguete.
Y si la vida es corta
y no llega la mar a tu galera,
aguarda sin partir y siempre espera
que el arte es largo y, además, no importa.
La llegada de Maddalena que apareció a mi lado con los antipasti disipó las evocaciones poéticas:
̶Che cosa circa stanco? ̶ me
preguntó si estaba cansado.
̶ No, non stanco, felice! Ho perso la nozione del tempo e devo fare un grande sforzo per rendersi conto di dove sono io ̶ acerté a responderle que me sentía feliz, pero que debía de realizar un gran esfuerzo para darme cuenta de dónde estaba.
̶
Ah, che è buono! La cosa migliore è dimenticare ire per poter godere del presente, ̶ apostilló con sabiduría. Sí, efectivamente de eso se trataba, de olvidar el ayer para vivir plenamente el presente.
̶ Cierto, che è. Ecco perché io sono così bene ora
̶ le confirmé que por eso mismo estaba tan bien.
Maddalena
se alejó sonriente, ordenándome que saboreara sin prisas las viandas que me había traído, mientras ella terminaba de preparar el secondo piatto, que debería comer recién salido del horno. Pura
lección de filosofía aplicada al momento.
Acunado
por el profundo silencio de Paderno del Grappa, aquella noche dormí con
el fervor animal de los niños.
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