A
todos mis amigos: shalom aleichem!
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La Ciudad Vieja desde el Monte de los Olivos |
Se
ha dicho mucha veces que tal vez la parte más productiva de
cualquier viaje sea la que dedicamos a su preparación. Cuando se
viaja al propio aire, el único tipo de viaje que concibo, las horas
dedicadas a estudiar y decidir los itinerarios, lugares y monumentos
que visitaremos forma ya parte del viaje. Es de este modo como
recorremos al menos tres veces el camino ideal que cualquier viaje
supone: al prepararlo, al realizarlo y al hacer la recapitulación,
cuando, después del regreso, intentamos conjugar la memoria reciente
de todo lo vivido con el material fotográfico y las anotaciones que
puntualmente fuimos haciendo.
No
son pocos los atolondrados que se empeñan en oponer esta manera de
viajar a la pretensión de experimentar aventuras insospechadas que,
por su propia naturaleza imprevisible, no pueden ser planificadas de
antemano. Para estos, la única preparación ha de consistir en la adquisición del billete para el medio de transporte elegido, plantarse en
los sitios que hayamos decidido visitar y abandonarse al buen tuntún
por donde se nos vaya ocurriendo, tanto si nos dejamos aconsejar como
si no por una guía turística improvisada o según nos lo recomiende
algún personaje encontrado al azar, de esos que, con más pretensión que conocimiento, se
la saben todas.
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Llegada al Aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv |
Ni
que decir tiene que esta manera de discurrir no se opone en modo
alguno a la preparación imprescindible que exige cualquier
experiencia viajera para que sea fructífera, o sea, que no
defraude las expectativas puestas en ella cuando decidimos llevarla a
cabo y, sobre todo, que aparezca como propia, es decir, que responda a nuestros intereses
y no a los criterios comerciales impuestos por las agencias de
viajes. Para mi, programar no significa, ni mucho menos, tener que atenerse
rigurosamente a nada decidido con antelación, sino que el plan elaborado más bien
representa un índice, tanto de lo que cabe visitar para que el viaje
no resulte un fiasco, como del orden por el que las cosas deben verse
para no malgastar tiempo, energías y dinero. Es la única manera de
evitar que al regreso, cuando ya nada quepa hacer al respecto,
comprobemos que hemos dejado de ver algo que merecía la pena por negligencia, olvido o ignorancia, siendo lo más probable que ya
nunca lo veamos.
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Olivos en el Huerto de Getsemaní |
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En el Huerto de Getsemaní |
Si
estas consideraciones tienen validez para cualquier tipo de viaje,
cobran su más radical significado cuando el lugar a visitar es rico en
historia y en arte, cualidades que, como es fácil de comprender,
suelen ir de la mano. Y tal es el caso de la ciudad a cuya visita he
dedicado tantas horas de preparación durante las últimas semanas:
Jerusalén. Tantas y tan justificadas, porque más de una vez tuve
que hacer un derrotado alto en la tarea de resolver el rompecabezas
que suponía coordinar días, lugares y horarios con una ciudad en la
que rigen las festividades propias de judíos, cristianos y
musulmanes, sabiendo por experiencia propia que la vida normal, si es
que algo normal hay en Jerusalén, se paraliza completamente durante
la celebración del shabat, que dura desde cerca de las siete de la
tarde del viernes hasta pasadas las ocho de la tarde del sábado.
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La Calle Yafo, una de las más concurridas de Jerusalén, durante la mañana del shabat |
El tiempo, o la falta de él, suele jugarnos malas pasadas y mucho más cuando
viajamos. A pesar de que, o acaso porque ya visité Jerusalén el año
pasado, cuando recorrí todo Israel y parte de Jordania, soy
consciente de que, forzado por el maldito tiempo, dediqué pocos días
a conocer y gozar, como a mi me habría gustado, de un lugar tan
especial como Jerusalén, la ciudad donde la Historia entrecruza los
enrevesados caminos de las tres grandes religiones monoteístas, así
como de sus numerosas y respectivas variantes.
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La Cúpula de la Roca desde la iglesia franciscana del Domus Flevit |
Y es que Jerusalén significa mucho más que constituir un escenario habitado de la Historia, servir de foco a tradiciones milenarias o ser la ciudad resultante de las aportaciones
sucesivas y hasta enfrentadas de siglos y religiones diversas.
Desaliñada y esencial, ensimismada y rebosante de bullicioso vivir,
agónica y jubilosa, Jerusalén ejerce un raro poder de
“extrañamiento”, como decía Rilke de Toledo.
Umbral
de Oriente y Occidente, encrucijada de razas y civilizaciones,
fascinante e imponente al mismo tiempo, el gran escenario de piedra
de la Ciudad Antigua guarda dentro de su perímetro amurallado
(poco menos que el doble del de Ávila) fachadas antiguas y más
modernas, escaleras, murallas, torreones, pasadizos casi secretos,
iglesias, mezquitas, puertas monumentales, terrazas y mercados al
aire libre, en un todo compacto conformado al modo de un magnífico
laberinto que tiene como telón de fondo la imponente cúpula dorada
del Domo de la Roca, situado en la explanada del antiguo Templo, del
que solamente queda el Muro Occidental (o de las Lamentaciones)
debido al colosalismo edificador del rey Herodes el Grande.
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Muro Occidental o de las Lamentaciones |
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Muro de las Lamentaciones |
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Orando ante el Muro |
Posiblemente,
no exista otra ciudad en el mundo a la que uno quisiera dar con tanto
gusto la espalda, sobre todo si tuviese que vivir en ella, pero
tampoco ninguna otra por la que se sienta tanta añoranza apenas
abandonada. En nuestros días, convertida otra vez, de hecho, en la
capital de Israel, no ha perdido su carisma, ese poder de seducción
y de intimidación que no se da en lo moribundo, sino en donde la
vida emerge a borbotones y prolonga sus señas inmemoriales a los
cuatro puntos cardinales, tal vez porque la mera permanencia de
Jerusalén como ciudad viva y palpitante sea el mejor testimonio de
que, como escribiera Henry Miller en “El coloso de Marusi”, “si
los hombres dejan de creer que un día se convertirán en dioses,
entonces, con toda seguridad, no pasarán de ser gusanos”.
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Interior del Santo Sepulcro, con la subida a la Capilla del Gólgota |
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Losa de la Unción, a la entrada de la iglesia del Santo Sepulcro |
Después
de unos días de obligado encierro a causa de un inoportuno resfriado
del que todavía no me he repuesto completamente, intento dejar
constancia a través de estas líneas de la primera impresión que
produce al viajero el impacto del cielo rabiosamente azul de la
ciudad tres veces santa, que otorga perfiles indelebles a iglesias,
monasterios, albergues para peregrinos, institutos religiosos,
mezquitas, academias de estudios rabínicos, bazares bulliciosos en
los se puede encontrar prácticamente de todo: souvenirs, velas,
vestimentas étnicas, alfombras y moquetas, artículos religiosos,
collares y alhajas, lámparas y artículos de vidrio, confiterías,
puestos de frutas y verduras, ropas, productos de droguería,
especias, los dátiles más dulces del mundo y un catálogo sin fin
de todo lo imaginable y por imaginar, junto a olores característicos
y sabores difíciles de olvidar.
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Barrio Musulmán |
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Maqueta artesana del Domo de la Roca o Mezquita de Omar |
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Tienda de especias |
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Pan recién horneado |
No me cabe la menor duda de que Jerusalén es algo más que una ciudad por su
categoría de enclave sacralizado a lo largo de la Historia o, como
diría Carlos Castaneda, un “lugar de poder” que concita tanto amor
como odio es capaz de generar el ser humano. Acaso porque en el
mundo no hay muchas ciudades en las que, como dijo Einstein, se
concentre tanta Historia en tan escasa geografía, Jerusalén, por
unos u otros motivos, no deja indiferente a
ningún viajero digno de este nombre desde hace miles de años. Hoy, a pesar de verse hollada
por turbas de turistas feroces y de peregrinos más o menos
fanáticos, que buscan en las piedras lo que palpita en el aire y se
siente en la piel, la Rosa de Sión permanece como signo de las
contradicciones humanas y símbolo vivo de una Historia que no cesa y cuyo latido se percibe en su ámbito con claridad abrumadora. De una Historia que
es también nuestra propia Historia, pese a quien le pese.
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Rosa de Sión, en la Iglesia del Pater Noster del Monte de los Olivos |
Cuando,
con el corazón abierto y la mirada expectante divisé por primera
vez la incomparable panorámica que ofrece la Ciudad Antigua desde el
Monte de los Olivos en la plenitud solar de un mediodía radiante,
con los cementerios árabe y judío asentados en el Valle de Josafat
(o del Cedrón) como bases de sustentación para la altiva muralla que
protege como un relicario la dorada Cúpula de la Roca y, más hacia
el fondo, las dos cúpulas grises de la Basílica del Santo Sepulcro,
no escuché en mis oídos palabras de ángeles, santos, visionarios,
profetas o conquistadores feroces, sino la susurrante voz de
Salvatore Adamo, que dedicó a la ciudad más santa y más impía
aquella canción inolvidable, cuya versión, necesariamente en la
dulce lengua italiana, no necesita traducción alguna, porque conecta
directamente con las razones del corazón a las que se refería el
gran Blaise Pascal.
Así
pues, amigos, deseadme buen viaje. Os prometo que al regreso
compartiré con vosotros mis experiencias en este blog para que, de
alguna manera, también podáis disfrutarlas.
Salud
y a todos: שלום
עליכם,
shalom aleichem!, cuya traducción literal es “la paz sea contigo”.
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Mosaico en la Iglesia del Pater Noster |
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Tiendas en el Cardo Maximo romano |
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Fachada del Domo de la Roca |
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