lunes, 13 de mayo de 2013


A todos mis amigos: shalom aleichem!


La Ciudad Vieja desde el Monte de los Olivos

Se ha dicho mucha veces que tal vez la parte más productiva de cualquier viaje sea la que dedicamos a su preparación. Cuando se viaja al propio aire, el único tipo de viaje que concibo, las horas dedicadas a estudiar y decidir los itinerarios, lugares y monumentos que visitaremos forma ya parte del viaje. Es de este modo como recorremos al menos tres veces el camino ideal que cualquier viaje supone: al prepararlo, al realizarlo y al hacer la recapitulación, cuando, después del regreso, intentamos conjugar la memoria reciente de todo lo vivido con el material fotográfico y las anotaciones que puntualmente fuimos haciendo.

No son pocos los atolondrados que se empeñan en oponer esta manera de viajar a la pretensión de experimentar aventuras insospechadas que, por su propia naturaleza imprevisible, no pueden ser planificadas de antemano. Para estos, la única preparación ha de consistir en la adquisición del billete para el medio de transporte elegido, plantarse en los sitios que hayamos decidido visitar y abandonarse al buen tuntún por donde se nos vaya ocurriendo, tanto si nos dejamos aconsejar como si no por una guía turística improvisada o según nos lo recomiende algún personaje encontrado al azar, de esos que, con más pretensión que conocimiento, se la saben todas.


Llegada al Aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv

Ni que decir tiene que esta manera de discurrir no se opone en modo alguno a la preparación imprescindible que exige cualquier experiencia viajera para que sea fructífera, o sea, que no defraude las expectativas puestas en ella cuando decidimos llevarla a cabo y, sobre todo, que aparezca como propia, es decir, que responda a nuestros intereses y no a los criterios comerciales impuestos por las agencias de viajes. Para mi, programar no significa, ni mucho menos, tener que atenerse rigurosamente a nada decidido con antelación, sino que el plan elaborado más bien representa un índice, tanto de lo que cabe visitar para que el viaje no resulte un fiasco, como del orden por el que las cosas deben verse para no malgastar tiempo, energías y dinero. Es la única manera de evitar que al regreso, cuando ya nada quepa hacer al respecto, comprobemos que hemos dejado de ver algo que merecía la pena por negligencia, olvido o ignorancia, siendo lo más probable que ya nunca lo veamos.

Olivos en el Huerto de Getsemaní

En el Huerto de Getsemaní

Si estas consideraciones tienen validez para cualquier tipo de viaje, cobran su más radical significado cuando el lugar a visitar es rico en historia y en arte, cualidades que, como es fácil de comprender, suelen ir de la mano. Y tal es el caso de la ciudad a cuya visita he dedicado tantas horas de preparación durante las últimas semanas: Jerusalén. Tantas y tan justificadas, porque más de una vez tuve que hacer un derrotado alto en la tarea de resolver el rompecabezas que suponía coordinar días, lugares y horarios con una ciudad en la que rigen las festividades propias de judíos, cristianos y musulmanes, sabiendo por experiencia propia que la vida normal, si es que algo normal hay en Jerusalén, se paraliza completamente durante la celebración del shabat, que dura desde cerca de las siete de la tarde del viernes hasta pasadas las ocho de la tarde del sábado.


La Calle Yafo, una de las más concurridas de Jerusalén, durante la mañana del shabat

El tiempo, o la falta de él, suele jugarnos malas pasadas y mucho más cuando viajamos. A pesar de que, o acaso porque ya visité Jerusalén el año pasado, cuando recorrí todo Israel y parte de Jordania, soy consciente de que, forzado por el maldito tiempo, dediqué pocos días a conocer y gozar, como a mi me habría gustado, de un lugar tan especial como Jerusalén, la ciudad donde la Historia entrecruza los enrevesados caminos de las tres grandes religiones monoteístas, así como de sus numerosas y respectivas variantes.


La Cúpula de la Roca desde la iglesia franciscana del Domus Flevit

Y es que Jerusalén significa mucho más que constituir un escenario habitado de la Historia, servir de foco a tradiciones milenarias o ser la ciudad resultante de las aportaciones sucesivas y hasta enfrentadas de siglos y religiones diversas. Desaliñada y esencial, ensimismada y rebosante de bullicioso vivir, agónica y jubilosa, Jerusalén ejerce un raro poder de “extrañamiento”, como decía Rilke de Toledo.

Umbral de Oriente y Occidente, encrucijada de razas y civilizaciones, fascinante e imponente al mismo tiempo, el gran escenario de piedra de la Ciudad Antigua guarda dentro de su perímetro amurallado (poco menos que el doble del de Ávila) fachadas antiguas y más modernas, escaleras, murallas, torreones, pasadizos casi secretos, iglesias, mezquitas, puertas monumentales, terrazas y mercados al aire libre, en un todo compacto conformado al modo de un magnífico laberinto que tiene como telón de fondo la imponente cúpula dorada del Domo de la Roca, situado en la explanada del antiguo Templo, del que solamente queda el Muro Occidental (o de las Lamentaciones) debido al colosalismo edificador del rey Herodes el Grande.

Muro Occidental o de las Lamentaciones
Muro de las Lamentaciones

Orando ante el Muro

Posiblemente, no exista otra ciudad en el mundo a la que uno quisiera dar con tanto gusto la espalda, sobre todo si tuviese que vivir en ella, pero tampoco ninguna otra por la que se sienta tanta añoranza apenas abandonada. En nuestros días, convertida otra vez, de hecho, en la capital de Israel, no ha perdido su carisma, ese poder de seducción y de intimidación que no se da en lo moribundo, sino en donde la vida emerge a borbotones y prolonga sus señas inmemoriales a los cuatro puntos cardinales, tal vez porque la mera permanencia de Jerusalén como ciudad viva y palpitante sea el mejor testimonio de que, como escribiera Henry Miller en “El coloso de Marusi”, “si los hombres dejan de creer que un día se convertirán en dioses, entonces, con toda seguridad, no pasarán de ser gusanos”.

Interior del Santo Sepulcro, con la subida a la Capilla del Gólgota

Losa de la Unción, a la entrada de la iglesia del Santo Sepulcro

Después de unos días de obligado encierro a causa de un inoportuno resfriado del que todavía no me he repuesto completamente, intento dejar constancia a través de estas líneas de la primera impresión que produce al viajero el impacto del cielo rabiosamente azul de la ciudad tres veces santa, que otorga perfiles indelebles a iglesias, monasterios, albergues para peregrinos, institutos religiosos, mezquitas, academias de estudios rabínicos, bazares bulliciosos en los se puede encontrar prácticamente de todo: souvenirs, velas, vestimentas étnicas, alfombras y moquetas, artículos religiosos, collares y alhajas, lámparas y artículos de vidrio, confiterías, puestos de frutas y verduras, ropas, productos de droguería, especias, los dátiles más dulces del mundo y un catálogo sin fin de todo lo imaginable y por imaginar, junto a olores característicos y sabores difíciles de olvidar.

Barrio Musulmán

Maqueta artesana del Domo de la Roca o Mezquita de Omar

Tienda de especias


Pan recién horneado

No me cabe la menor duda de que Jerusalén es  algo más que una ciudad por su categoría de enclave sacralizado a lo largo de la Historia o, como diría Carlos Castaneda, un “lugar de poder” que concita tanto amor como odio es capaz de generar el ser humano. Acaso porque en el mundo no hay muchas ciudades en las que, como dijo Einstein, se concentre tanta Historia en tan escasa geografía, Jerusalén, por unos u otros motivos, no deja indiferente a ningún viajero digno de este nombre desde hace miles de años. Hoy, a pesar de verse hollada por turbas de turistas feroces y de peregrinos más o menos fanáticos, que buscan en las piedras lo que palpita en el aire y se siente en la piel, la Rosa de Sión permanece como signo de las contradicciones humanas y símbolo vivo de una Historia que no cesa y cuyo latido se percibe en su ámbito con claridad abrumadora. De una Historia que es también nuestra propia Historia, pese a quien le pese.

Rosa de Sión, en la Iglesia del Pater Noster del Monte de los Olivos

Cuando, con el corazón abierto y la mirada expectante divisé por primera vez la incomparable panorámica que ofrece la Ciudad Antigua desde el Monte de los Olivos en la plenitud solar de un mediodía radiante, con los cementerios árabe y judío asentados en el Valle de Josafat (o del Cedrón) como bases de sustentación para la altiva muralla que protege como un relicario la dorada Cúpula de la Roca y, más hacia el fondo, las dos cúpulas grises de la Basílica del Santo Sepulcro, no escuché en mis oídos palabras de ángeles, santos, visionarios, profetas o conquistadores feroces, sino la susurrante voz de Salvatore Adamo, que dedicó a la ciudad más santa y más impía aquella canción inolvidable, cuya versión, necesariamente en la dulce lengua italiana, no necesita traducción alguna, porque conecta directamente con las razones del corazón a las que se refería el gran Blaise Pascal.





Así pues, amigos, deseadme buen viaje. Os prometo que al regreso compartiré con vosotros mis experiencias en este blog para que, de alguna manera, también podáis disfrutarlas.

Salud y a todos: שלום עליכם, shalom aleichem!, cuya traducción literal es “la paz sea contigo”.




Mosaico en la Iglesia del Pater Noster

Tiendas en el Cardo Maximo romano

Fachada del Domo de la Roca

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