martes, 24 de agosto de 2021

 

                        

               Afganistán: la guerra de Bush

En 1999 los talibanes eran un estorbo que era preciso eliminar para conseguir el control total de la región en los dos asuntos que Washington consideraba prioritarios: sus intereses petroleros y el comercio del opio. 



                                      El simulacro no encubre la verdad. Es la verdad la

                                          que encubre el hecho de que ella misma no existe.
                                          El simulacro es la verdad.

                                                                                                         Jean Baudrillard 


Tras la salida de las tropas soviéticas de Afganistán el 15 de febrero de 1989, Washington delegó la atención de los asuntos afganos en Arabia Saudita y Pakistán. Entre 1994 y 1996 la Administración de Bill Clinton respaldó a ambos países en su apoyo al ascendente movimiento talibán por considerarlo una contención al Irán chiita y su control territorial resultaba importante para el éxito en la construcción del gasoducto desde el Asia Central hacia hacia el Sur evitando territorio iraní, aunque en Washington seguían viendo con escepticismo la posibilidad de que los talibanes conquistaran Kabul en un futuro inmediato, tal como acaba de suceder en este mes de agosto de 2021, pero los talibanes consiguieron tomar Kabul la noche del 26 de septiembre de 1996 en un rápido despliegue. La agencia Reuters informó de esta manera sobre el alcance de los acontecimientos: “Ciertamente los talibanes parecen plegarse a la política americana de aislar a Irán, formando un firme amortiguador suní en la frontera iraní y aportando una seguridad potencial a las rutas comerciales y oleoductos, con lo cual acabaría con el monopolio que tiene Irán de las rutas comerciales al sur de Asia Central (1). Una mezcla de temor, fatalismo, agotamiento total y devastación tras una guerra prolongada durante años, que había ocasionado más de un millón y medio de muertos, hizo que muchos afganos se vieran obligados a aceptar los brutales métodos de justicia talibán, entre los que la lapidación de mujeres por faltas a su fanática concepción de la moral y las amputaciones de una mano, un pie o ambas extremidades se convirtieron en castigos corrientes que fueron aplicados sin ningún tipo de garantías jurídicas, mientras que el reclutamiento obligatorio y la ejecución de desertores aumentaba la impopularidad de quienes inicialmente les apoyaron con la esperanza de que el régimen talibán llevara al pueblo afgano la paz que necesitaba.




A mediados de noviembre 1997, Kofi Annan hizo desde la Secretaría General de las Naciones Unidas un informe demoledor sobre Afganistán en el Consejo de Seguridad, en el que por primera vez se empleaba un lenguaje de dureza sin concesiones, acusando a los países de la región de fomentar el conflicto: “El material militar y el apoyo financiero extranjero no disminuyen, alimentan este conflicto y hacen que las facciones hostiles carezcan de verdadero interés por establecer la paz. El continuo apoyo de esas fuerzas exteriores, combinado con la apatía de otras que no están directamente implicadas, hace que las iniciativas diplomáticas sean casi inaplicables”. Kofi Annan criticó también a los señores de la guerra: “Los dirigentes afganos se niegan a elevarse por encima de sus intereses de facción y empezar a trabajar juntos por la reconciliación nacional. Demasiados grupos en Afganistán, señores de la guerra, terroristas, traficantes de drogas y otros, parecen tener mucho que ganar de una guerra y demasiado que perder si hay paz” (2). No cabe duda de que uno de estos grupos era la CIA. De acuerdo con un artículo de Robert "Bob" Woodward, el célebre periodista del Watergate, publicado en The Washington Post (3), la CIA estuvo montando operaciones paramilitares en el sur de Afganistán desde 1997, al igual que ya estaba haciendo en Irak y que años después realizaría en Siria. Según las revelaciones de Woodward, la CIA cooperaba con los señores de la guerra afganos y, mediante la actividad de una unidad militar secreta denominada División de Actividades Especiales, logró montar una red de apoyo en la región de mayor presencia talibán. En todo caso, igual que ocurrió en la década anterior con respecto a la guerra de los muyahidines afganos contra las tropas soviéticas, la CIA se valió del ISI paquistaní y de la inteligencia saudí para proporcionar fondos a los talibanes (4), para cuyo ascenso trabajaban en la más estrecha colaboración (5).


Durante el primer año de gobierno de los talibanes, la política estadounidense hacia el régimen estuvo fundamentalmente determinada por los intereses de la Union Oil Company of California (UNOCAL), la compañía interesada en el proyecto de construir los oleoductos y gasoductos que estarían destinados a conectar los ricos yacimientos del recóndito Turkmenistán con los mercados internacionales atravesando Afganistán y, lo que era más importante todavía, desplazando de su explotación a rusos e iraníes. En 1997 un diplomático estadounidense comentó al escritor y periodista pakistaní Ahmed Rashid (6), considerado el mayor experto mundial en esta zona, que “los talibanes probablemente se desarrollarán como los saudíes lo hicieron. Habrá oleoductos de Aramco (el antiguo consorcio petrolero estadounidense en Arabia Saudita), un emir, ningún parlamento y mucha sharia. Podremos vivir con eso”. Para enero de 1998, UNOCAL ya había establecido un acuerdo con el régimen talibán para iniciar en 1999 la construcción del gasoducto que, a través de Afganistán, les permitiría conectar los yacimientos de gas de Dauletabad, en Turkmenistán con el centro distribuidor de Quetta, en Pakistán. Entre 1996 y 2001, los directivos de la petrolera Enron entregaron millones de dólares en sobornos a funcionarios talibanes para conseguir contratos para la construcción de oleoductos y gasoductos. UNOCAL se había encargado de desplazar a Bridas, la compañía argentina pionera del proyecto, y había conformado el consorcio CentGas, finalmente encargado de construir el gasoducto en el que UNOCAL aceptó participar con el 46,5%, Arabia Saudí (Delta Oil Company Ltd.) con el 15% y el Gobierno de Turkmenistán con un 7%.

Pero la realidad desmintió estas previsiones optimistas conforme los talibanes se fueron radicalizando. El 20 de julio de 1998 obligaron a cerrar todas las oficinas de las ONGs, iniciándose la salida de Kabul de los miembros de las agencias de ayuda humanitaria. Ese mismo día se encontraron en Jalalabad los cadáveres de dos afganos que trabajaban para agencias humanitarias de la ONU que habían sido raptados anteriormente y los talibanes no ofrecieron ninguna explicación de sus muertes. Kabul tenía una población de un millón doscientos mil habitantes, más de la mitad de los cuales se beneficiaban de uno u otro modo de las ONGs, pero fueron las mujeres y los niños los más perjudicados cuando se interrumpió la ayuda internacional que éstas canalizaban. Mientras la gente sacudía ollas y cubos vacíos al paso de los todoterrenos de los talibanes, la respuesta de éstos a la población fue la más total indiferencia.

La ruptura oficial de Washington con el régimen talibán acabó después de que tuvieran lugar los atentados casi simultáneos contra las embajadas norteamericanas en Kenya y Tanzania en 1998, que fueron atribuidos a Al Qaeda, ¿cómo no?, aunque los presuntos organizadores y ejecutores materiales de los mismos, que fueron apresados por Estados Unidos y condenados en octubre de 2001 a cadena perpetua por un jurado de Nueva York: Wadih el Hage, norteamericano nacido en Líbano; Mohamed Sadik Odeh, jordano; Rashed Daoud al Owhali, jordano y Jalfan Jamis Mohamed, nacido en Tanzania, nada tenían que ver con los talibanes o con Afganistán y mucho menos quedó probado que actuaran siguiendo las órdenes o por cuenta de Bin Laden. En cualquier caso, estos atentados fueron la excusa dada por el Gobierno estadounidense para cortar oficialmente las relaciones que en la década de los ochenta mantuvieron durante más de cinco años con sus protegidos, los guerrilleros muyahidines, ahora convertidos en talibanes, a través de sus aliados en la región, Pakistán y Arabia Saudí, con el propósito fundamental de abrirse camino hacia los recursos energéticos en el nuevo Gran Juego del siglo XXI (7).





El presidente Bill Clinton ordenó en agosto de 1998 el bombardeo de “bases terroristas” de Bin Laden en Afganistán y Sudán en represalia a los ataques en las embajadas de Kenya y Tanzania (8), precisamente el día en que se producía la segunda comparecencia de Mónica Lewinsky ante el gran jurado encargados de dictaminar acerca del escándalo sexual protagonizado por el presidente y la becaria. Después del bombardeo, el senador republicano Dan Coats declaraba: “Hay mucho que no sabemos de este ataque y por qué fue desatado hoy, en medio de los problemas personales del presidente. Es legítimo hacerse preguntas sobre el momento que se eligió para la acción”. Por su parte, Peter King, representante por Nueva York y miembro del Comité de Relaciones Internacionales, dijo a CNN que el presidente había cometido un error al no informar a los miembros de la dirección republicana de los ataques planeados, aunque admitió que no necesita la aprobación del Congreso para ordenar tales operaciones militares, para las que pidió el apoyo de los republicanos (9).

En ese mismo mes de agosto, la petrolera UNOCAL anunció la suspensión de su participación en CentGas y el abandono de la construcción del gasoducto afgano con la sorprendente argumentación de que no efectuaría inversiones hasta que hubiera en Afganistán un gobierno internacionalmente reconocido (el régimen talibán sólo contaba con el reconocimiento de Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Pakistán), cuando era fácil de comprobar que al formar CentGas ya se sabía que el régimen talibán no era aceptado por la ONU ni por Washington (10). La realidad era que los talibanes se habían convertido en un estorbo que era preciso eliminar para dar curso al cumplimiento de los objetivos geoestratégicos en la región (11), sobre todo en lo referente a dos asuntos que Washington consideraba prioritarios: sus intereses petroleros y el comercio del opio. En 1999 resultaba más que evidente que los talibanes eran incapaces de proporcionar las garantías que UNOCAL necesitaba para proteger la construcción de los gasoductos, por lo que fue adoptada la idea de invadir Afganistán, tal como en diciembre del año 2000 anunció Frederick Starr, jefe del Instituto de Asia Central en la Universidad Johns Hopkins, en The Washington Post: "Los Estados Unidos han comenzado silenciosamente a alinearse con los que en el Gobierno ruso piden una acción militar contra Afganistán y acarician la idea de un nuevo raid para exterminar a Osama bin Laden" (12).



Aunque Estados Unidos siempre ha sido uno de los principales productores de petróleo, la otra gran razón a tener en cuenta para explicar su voluntad de mantener una presencia militar permanente en Afganistán estaba en el deseo de controlar sus grandes reservas de petróleo, cuya vastedad conocían gracias a las prospecciones realizadas durante la década de los '90, es decir, con anterioridad a los atentados del 11 de septiembre de 2001, pero que ni la monarquía ni los gobernantes del PDPA llegaron a sospechar, por lo que la producción petrolera afgana entre 1957 y 1989 fue muy limitada, sobre todo comparada con el mayor volumen de gas natural obtenido y que se detuvo en cuanto las tropas soviéticas salieron del país. Afganistán no iniciaría la primera producción comercial de petróleo hasta 2013, no solo por la inestabilidad geopolítica existente, sino también porque la producción de opio continuó dominando la economía. A la falta de expectativas a corto plazo para las empresas petroleras norteamericanas ha de añadirse que, del mismo modo que años atrás hicieron los gobernantes del PDPA, los talibanes decidieron acabar con los cultivos de opio en suelo afgano. "El éxito del programa de erradicación de drogas de Afganistán en el año 2000 bajo el gobierno talibán fue reconocido por las Naciones Unidas" como una hazaña monumental, en el sentido de que "en ningún otro el país se pudo implementar un programa comparable”(13). En octubre de 2001, la ONU reconoció que los talibanes redujeron la producción de opio de 3.300 toneladas en el año 2000 a 185 toneladas en 2001. En consecuencia, los talibanes tenían que ser apartados del poder afgano no por sus más que documentados abusos contra los derechos humanos o porque representaran un desafío significativo a la hegemonía de Washington, sino porque se habían convertido en un obstáculo para los intereses norteamericanos. Se trataba de otro caso más del Imperio descartando a sus títeres cuando dejaban de ser útiles a sus fines, tal como pasó con el derrocamiento del dictador militar panameño firmemente pro-estadounidense Manuel Antonio Noriega, vinculado al narcotraficante Pablo Escobar, con quien la CIA hizo negocios para ayudar a la financiación de las guerrillas anticomunistas en América Central.


En el año 2000, último del segundo mandato de Bill Clinton, la principal línea geopolítica que servía para fijar en el mapa el control estadounidense sobre Afganistán no era otro que la determinada por los oleoductos y gasoductos que las compañías petroleras norteamericanas proyectaban construir atravesando Afganistán para conectar los ricos yacimientos del recóndito Turkmenistán con los mercados internacionales. No obstante, a pesar de este evidente y bien demostrado interés, puede decirse que mientras duró la presidencia de Clinton, para el Departamento de Estado no fue Afganistán un objetivo prioritario de su política exterior y que fue la Administración Bush, comprometida con los intereses petroleros que inyectaron millones de dólares en la campaña de 2000, la que volvió a colocar a Afganistán en el foco de atención del Gobierno de Washington (14). La campaña electoral norteamericana produjo un impasse en los planes gubernamentales en relación con Afganistán, pero cuando en enero de 2001 se hizo cargo del Gobierno de Washington el equipo neocon de George W. Bush, la Casa Blanca decidió que en vez de capturar o eliminar a Bin Laden mediante una incursión limitada de tipo quirúrgico, se llevaría a cabo una gran intervención militar contra el régimen talibán, según esperaban las compañías petroleras que habían contribuido con cerca de dos millones y medio de dólares a campaña electoral del equipo Bush-Cheney, cuyas fortunas personales estaban tan vinculadas a la familia de Bin Laden como a los negocios del petróleo y a sus industrias derivadas. En cualquier caso, la mayor parte de los especialistas están convencidos de que la decisión de la nueva Administración estadounidense de atacar Afganistán había sido tomada por la camarilla militarista del PNAC (Proyecto para un Nuevo Siglo Americano) con anterioridad a que Bush accediera a la presidencia y, en consecuencia, antes de que fueran cometidos el 11 de septiembre de 2001 los atentados de Nueva York y Washington, que fueron utilizados por Bush para justificar ante el mundo la represalia militar en suelo afgano (15). A pesar de que cuestión tan importante sea ignorada en nuestros días por la inmensa mayoría, disponemos de sobrada documentación acerca de este perturbador “detalle”, que también sirve para demostrar cómo la narrativa oficial impuesta por las grandes agencias corporativas suele ser utilizada para ocultar los hechos en los que los investigadores han de basarse para construir la historia real de unos acontecimientos trascendentales que entonces marcaron el devenir planetario caracterizado por la puesta en marcha del plan para el control global revelado en 1997 por Zbigniew Brzezinski en las páginas de su libro “El gran tablero mundial”, cuyas implicaciones internacionales denunció Gore Vidal en su documentado informe “El enemigo dentro”, publicado en septiembre de 2002 por el semanario londinense The Observer (16)


Zbigniew Brzezinski

Conviene insistir en que con anterioridad a que George W. Bush asumiera la presidencia en enero de 2001, ya existían planes para preparar una nueva guerra contra Afganistán (17). En marzo de 2001 se sabía que la India estaba de acuerdo con Estados Unidos, Rusia e Irán para utilizar Tayikistán y Uzbekistán como bases desde la que intervenir militarmente con el fin de remplazar al gobierno talibán afgano y que en la primavera de ese mismo año, los militares estadounidenses concibieron y ensayaron la estrategia completa para atacar Afganistán, que posteriormente se convirtió en el plan operativo para la guerra (18). En el verano de 2001, los talibanes filtraron información acerca de que conocían la existencia de reuniones altamente secretas en las que la Administración de Bush planeaba lanzar una operación militar contra ellos para expulsarlos del poder. La advertencia a los talibanes se produjo en una reunión de cuatro días celebrada entre estadounidenses, rusos, iraníes y pakistaníes en un hotel en Berlín a mediados de julio. La conferencia, la tercera de una serie denominada "lluvia de ideas sobre Afganistán", fue parte de un dispositivo diplomático diseñado para ofrecer un foro abierto para favorecer la comunicación oficiosa entre los países participantes, cuyos representantes eran expertos de larga experiencia diplomática en la región, aunque no funcionarios gubernamentales. Los pakistaníes tomaron muy en serio las amenazas de Estados Unidos y las hicieron llegar a los talibanes. En este sentido se expresó ex-Secretario de Relaciones Exteriores de Pakistán, Niaz Naik, cuando en una comparecencia en la BBC reveló que en la reunión secreta celebrada en Berlín a la que él había asistido “le fue comunicado por altos funcionarios estadounidenses que la acción militar contra Afganistán se llevaría a cabo a mediados de octubre.” También declaró que Estados Unidos pondría en marcha la operación desde sus bases en Tayikistán, donde ya estaban emplazados los asesores para dirigir sobre el terreno el operativo militar previsto (19).  

Sabiendo que los planes para la invasión de Afganistán estaban establecidos varios meses antes de los atentados de Nueva York y Washington, parece lógico pensar que se necesitara una justificación de cara a la opinión pública, que no estaría dispuesta a dar su apoyo a una guerra emprendida para que las empresas petroleras dominaran las reservas estratégicas de energía y las rutas de gasoductos de medio mundo. Como morir por UNOLOCAL no era presentable, lo que se necesitaba para despertar el apoyo a la guerra del pueblo estadounidense era introducir el miedo en su conciencia colectiva. Y qué mejor que una buena dosis de terror. Los atentados del 11 de septiembre sirvieron para eso. Con toda razón, el primer ministro británico, Tony Blair, declaró que: “Para ser sincero, no había forma de conseguir el consentimiento público para lanzar repentinamente una campaña en Afganistán, de no ser por lo que pasó el 11 de septiembre".




Inmediatamente después de que los atentados en Nueva York y Washington conmovieron al mundo, el gobierno de Bush culpó a Osama Bin Laden y a Al Qaeda. Entre el alud de solidaridad que se despertó en Occidente hacia Estados Unidos, nadie dudó de ello. A los cuatro días de los atentados, Bush dio un ultimátum al régimen talibán amenazando con terribles represalias si no entregaba a Bin Laden, a lo que estos respondieron que lo entregarían si Estados Unidos aportaba pruebas “sólidas y evidentes” de su implicación, a lo que Bush repuso en el Congreso: “No negociaremos ni discutiremos este asunto […] No hay necesidad de discutir su inocencia o culpabilidad […] Sabemos que es culpable”. Se celebraron entonces reuniones entre diplomáticos y clérigos pakistaníes y los talibanes, que acordaron entregar a Bin Laden para que fuera juzgado por un tribunal eclesiástico de Peshawar, la región paquistaní a donde éste se había retirado, que, a su vez, decidiría si lo juzgaban ellos o lo entregaban a los norteamericanos para que lo hiciesen ellos, pero Bush no cedió en su postura de fuerza, apoyado por Donald Rumsfeld, que se negó a presentar ningún dossier alegando que eso sentaría un precedente peligroso de cara a futuras intervenciones americanas (20). Lo que Rumsfeld no dijo es que esas intervenciones habían sido decididas desde hacía bastante tiempo por los miembros del PNAC (Proyecto para un Nuevo Siglo Americano). Incluso la mera apariencia de adoptar una posición negociadora o la propuesta de que la ONU creara un Tribunal Internacional para juzgar a los supuestos responsables de los atentados del 11-S habrían servido a Estados Unidos para granjearse mayor apoyo hacia la guerra que se veía venir, pero eso habría supuesto otorgar a la ONU un papel relevante, que resultaba incompatible con la voluntad de actuar militarmente donde conviniese a los intereses norteamericanos al margen de cualquier tipo de arbitraje internacional. Hablando en la Catedral Nacional de Washington unos días después de los atentados del 11 de septiembre, Bush se apropió de la misma ideologización de tipo religioso usada por Reagan cuando la guerra afgana para elevarla a proporciones escatológicas: se trataba, ni más ni menos, que de "librar al mundo del mal". Como amenazó sin andarse con rodeos: "Todas las naciones, en todas las regiones del mundo, tienen una decisión que tomar. O están de nuestra parte o están de parte de los terroristas".



Para la camarilla militarista del PNAC recién instalada en Washington y de la que Bush era la simple máscara visible de la representación elaborada, estaba claro que Afganistán sería el primer movimiento de una nueva versión mucho más ambiciosa del Gran Juego, cuyo diseño obedecía a necesidad de poner en marcha la estrategia de tensión global en la que proyectaban enmarcar las guerras que tenían proyectado acometer. Según se ha conocido más tarde, fueron muchos los informes elaborados advirtiendo la comisión de los atentados de Nueva York y Washington. Como muestra elocuente cabe mencionar que, según el teniente coronel Anthony Shaffer, ni los altos responsables del ejército ni de la CIA hicieron caso a las investigaciones que desde un año antes anunciaban los atentados. El 6 de agosto de 2001, estando Bush de vacaciones en su rancho de Texas, recibió un informe de la CIA titulado “Bin Laden está dispuesto a atacar en los Estados Unidos”. Bush escuchó sin mucho interés lo que decía el funcionario que le trajo el informe y le contestó: “De acuerdo, ahora ya tienes el culo a cubierto”. Y no tomó medida alguna. Treinta y seis días más tarde se produjeron los atentados (21).

La brusca irrupción en Afganistán del poderío militar estadounidense en octubre de 2001, bautizado como “Operación Libertad Duradera” (Operation Enduring Freedom), sirvió para abrir intempestivamente un nuevo capítulo en el “Gran Juego” del Asia Central, inaugurando una magna ofensiva planetaria para detentar en solitario la hegemonía global bajo la justificación de la “Guerra contra el Terrorismo”, que necesariamente pasaba por la permanente aspiración de cercar a Rusia tanto en Europa como el Próximo Oriente y en el Asia Central: Las guerras de Afganistán, Irak, Libia, Siria y Ucrania fueron los hitos minuciosamente programados por Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz y su equipo neoconservador en el documento Rebuilding America's Defenses: Strategies, Forces and Resources for a New Century (Reconstruir las defensas de los Estados Unidos: estrategias, fuerzas y recursos para un nuevo siglo), base de la estrategia global aplicada rigurosamente durante los mandatos de los presidentes George W. Bush y Barack Obama.



A modo de conclusión cabe decir que, tras analizar el interés estadounidense por controlar los recursos energéticos de la zona, resulta muy fácil de ver que desde la primeras intervenciones estadounidenses en Afganistán durante la etapa soviética, aparecen todos los componentes y hasta las fases sucesivas del modelo aplicado por Washington para atacar nuevamente a Afganistán en 2001, invadir Irak, destrozar Libia y atacar a Siria mediante la utilización del yihadismo islamista, con el único objetivo de derrocar a sus respectivos gobiernos, blancos preferentes de su estrategia para someter el Próximo Oriente a su control imperial, una estrategia en la que el petróleo y el narcotráfico han jugado un papel esencial. Para completar y acelerar el proceso de dominación iniciado faltaba un catalizador que precipitara las cosas y sirviera de justificación ante la opinión pública internacional de las nuevas guerras que el nuevo presidente, George W. Bush, traía ya diseñadas cuando llegó a la Casa Blanca. Faltaba muy poco para que los atentados de Nueva York y Washington resolvieran ese problema.





NOTAS

1. Amed Rashid: Taliban. Militant Islam. Oil and Fundamentalism in Asia Central, Yale University Press, 2010.

2. Informe del Secretario General: The situation in Afghanistan and its implications for international peace and security, 14 noviembre 1997.

https://unama.unmissions.org/sites/default/files/14%20November%201997.pdf

3. Bob Woodward: Secret CIA Units Playing A Central Combat Rule, The Washington Post, 18 noviembre 2001, pág. A-1

4. Ghost Wars: The Secret History of the CIA, Afghanistan, and Bin Laden, from the Soviet Invasion to September 10, Penguin Books, Nueva York, 2004, págs. 295-296.

5. Times of India: La CIA trabajó en conjunto con Pakistán para crear talibanes, 7 de marzo de 2001. http://www.multiline.com.au/~johnm/taliban.htm

6. Rosa Meneses: Ahmed Rashid. Cronista de la amenaza talibán y del hundimiento del Estado afgano, El Mundo, 18 septiembre 2009.

http://www.elmundo.es/elmundo/2009/09/18/comunicacion/1253263470.html

7. Antonio Sánchez Pereyra: Op. Cit., pág. 254.

8. Carlos Mendo: Estados Unidos bombardea "bases terroristas" en Afganistán y Sudán en represalia al ataque de las embajadas en Kenya y Tanzania, El País, 21 agosto 1998

https://elpais.com/diario/1998/08/21/internacional/903650421_850215.html

9. All Politics CNN.com: Most Lawmakers Support Clinton's Military Strikes, 20 agosto 1998.

http://edition.cnn.com/ALLPOLITICS/1998/08/20/strike.react/

10. Soledad Díaz: Un gasoducto para Kabul, El País, 22 octubre 2001.

https://elpais.com/diario/2001/10/22/internacional/1003701615_850215.html

11. Antonio Sánchez Pereyra: Op. Cit., págs. 256-257.

12. S.Frederick Starr y Andrew C. Kuchins: Afghanistan Land Mine, The Washington Post, 19 diciembre 2000.

13. Michael Chossudosvky: Guerra de Estados Unidos contra el terrorismo, 2ª ed., Centro de Investigación sobre la Globalización, Quebec, 205, págs. 226-227.

14. Wayne Madsen: Afghanistan, the Taliban and the Bush Oil Team. Centre for Research on Globalisation, 23 enero de 2002

https://archives.globalresearch.ca/articles/MAD201A.html

15 Peter Dale Scott: The Road to 9/11: Wealth, Empire, and the Future of America, University of California Press: 2007: pág. 73.

16. Gore Vidal: The Enemy Within, The Observer, 27 de octubre 2002.

https://www.ratical.org/ratville/CAH/EnemyWithin.html

17. Alfred W. McCoy: The Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade, Lawrence Hill Books/Chicago Review Press, Chicago, 2003, pág. 475.

18. Peter Dale Scott: The Road to 9/11: Wealth, Empire, and the Future of America, University of California Press, 2007, p. 74.

19. Jonathan Steele, Ewen MacAskill, Richard Norton-Taylor y Ed Harriman: Threat of US strikes passed to Taliban weeks before NY attack, The Guardian, 22 de septiembre 2001.

https://www.theguardian.com/world/2001/sep/22/afghanistan.september113

20. La crónica del debate podemos verla en Bob Woodward: Bush at War, Nueva York, Simon & Shuster, 2002, págs. 176-177 y 196. (traducción española: Bush en guerra, Barcelona, Península, 2003.

21. Josep Fontana: Por el bien del bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945, Ed. Pasado&Presente, Barcelona, 2011, p. 842.






viernes, 20 de agosto de 2021

 

       Afganistán: la CIA y el negocio de la droga 


Para que la CIA atendiera las operaciones encubiertas de mayor envergadura fue necesario crear una red bancaria que financiara sus operaciones. Con este fin, con la aprobación oficial del entonces director de la CIA, George H. Bush, fue creado el Bank of Credit and Commerce International (BCCI), que pronto se convirtió en la mayor red clandestina de lavado de dinero procedente del comercio de la droga. Entre los altos funcionarios beneficiarios de la generosidad del BCCI encontramos a James Baker, secretario del Tesoro en la administración Reagan, quien hace treinta años se negó a investigar al BCCI, así como al actual presidente de EE.UU., Joe Biden, que también impidió que el BCCI fuese investigado.



En Afganistán, los primeros señores de la droga en alcanzar relevancia mundial, como Gulbudin Hekmatyar o Abu Rasul Sayyaaf, se vieron proyectados a la escena internacional gracias al masivo apoyo de la CIA, en colaboración con los gobiernos de Pakistán y de Arabia Saudita. Mientras otros grupos locales de resistencia anticomunista fueron considerados como de segunda clase, ambos dirigentes, por no disponer de apoyo a nivel local, fueron pioneros en valerse del comercio del opio y la heroína para generar importantes recursos financieros con los que conformar sus fuerzas de combate, convirtiéndose además en agentes del extremismo salafista atacando al Islam sufista propio de Afganistán. Finalmente, Estados Unidos y sus aliados concedieron a Hekmatyar, quien fue por un algún tiempo el mayor traficante de droga del mundo, más de mil millones de dólares en armas, más de lo que ningún otro cliente de la CIA ha recibido nunca, ni antes ni después (1). Hay que saber que ésta no era la primera vez que la CIA se implicaba en el tráfico de droga, sino que su responsabilidad respecto al papel dominante que Afganistán alcanzó en el tráfico mundial de la droga reproduce en buena medida lo que había sucedido anteriormente en Birmania, Laos y Tailandia entre finales de los años 1940 y la década de los '70, países que también se vieron convertidos en destacados actores del tráfico de heroína gracias al apoyo de la CIA (y de los franceses, en el caso de Laos), sin el cual su importancia se habría visto reducida a una escala meramente local.

Durante ese mismo periodo, la CIA reclutó colaboradores a todo lo largo de las rutas de contrabando del opio clásico, como hizo en Turquía, Líbano, Cuba, Honduras y México. Entre esos colaboradores se encontraban agentes gubernamentales, como Manuel Noriega en Panamá o Vladimiro Montesinos en Perú, a menudo personalidades destacadas pertenecientes a la la Policía o a los Servicios de Inteligencia. Fueron Turquía y Pakistán los primeros escenarios utilizados por los estadounidenses para experimentar la idea de utilizar al nuevo islamismo político contra los regímenes que demostraban veleidades pro-soviéticas. Esta red de apoyos encubiertos supuso una jugada maestra que permitió a Estados Unidos apoyar la lucha contra los soviéticos con el respaldo de dos países musulmanes vecinos sin que la mano de Washington fuera directamente visible. De este modo fue organizado un sofisticado sistema de abastecimiento de armas, voluntarios e instructores procedentes de terceros países, cuya coordinación estuvo en manos del servicio de inteligencia paquistaní, el ISI (señalado como “el gobierno en la sombra“ de Pakistán), fundado en 1971 y dirigido por Ajtar Abdel Rhaman Jan, brazo derecho del dictador Mohamed Zia ul-Hak, que a la condición de militar añadía su fervor anticomunista y ser simpatizante de la causa islamista.



El paso siguiente en la implicación americana fue dado en 1980 con la autorización de vuelos de aviones de transporte a Pakistán desde las bases egipcias de Qena y Aswan, cuyo cargamento consistía en armas de fabricación soviética destinadas a los muyahidines afganos, que, a su vez, procedían de stocks del Ejército egipcio para simular que los combatientes afganos utilizaban pertrechos tomados a los soviéticos en el campo de batalla. Todo ello formaba parte de un programa secreto organizado por la CIA y denominado SOVMAT, mediante el cual los estadounidenses compraron en países diversos, incluidos algunos pertenecientes al Pacto de Varsovia, armas de fabricación soviética a través de una amplia red de falsas empresas con destino a Afganistán, como posteriormente sucedió con el Estado Islámico. El programa también comprendía la instrucción de combatientes afganos por las fuerzas especiales egipcias y el pago a los principales grupos de guerrilleros mercenarios que se iban incorporando a la lucha con sueldos más elevados que los que habían percibido cuando sirvieron a los soviéticos (2). La vasta operación también significó la canalización hacia Afganistán de miles de mercenarios islamistas procedentes de los más variados países, desde Argelia hasta Filipinas, que percibían su correspondiente salario a tiempo completo. La financiación a través de la CIA que el Gobierno de Estados Unidos destinó a los guerrilleros afganos fue “el mayor programa de acción encubierta desde la Segunda Guerra Mundial” (3). La denominada “Operación Ciclón” supuso en 1980 un desembolso de entre 20 y 30 millones de dólares anuales, que se fueron incrementando hasta llegar a 630 millones siete años más tarde. La ayuda de Estados Unidos prosiguió hasta que Kabul cayó en poder de los muyahidines en 1992. Entre 1986 y 1989 la ayuda total a estos rebasó los mil millones de dólares al año (4). La aportación estadounidense fue complementada con las realizadas por el Gobierno saudí, que a mediados de 1980 ya era mayor que la de la propia CIA, cantidades a las que hay que añadir las remesas de los fondos recaudados por las mezquitas, donantes privados e instituciones de caridad no gubernamentales de todo el mundo islámico.



Cuando en 1980, la CIA se implicó de manera indirecta, pero masiva, en su lucha contra la presencia soviética en Afganistán, el comercio de la droga se disparó, desatando una epidemia de heroína en Estados Unidos. Después de la caída de Kabul en 1992, pero algún tiempo antes de que los talibanes se instalaran en el poder, los señores de la guerra o jefes tribales se habían apoderado del campo afgano y ordenaron a los agricultores que volvieran a plantar adormidera, cuyo cultivo había sido prohibido por el gobierno de Mohammed Taraki, el primer líder de PDPA y presidente de la República Democrática de Afganistán que fue asesinado durante los eventos del golpe respaldado por la CIA. Una década antes, el ISI (los Servicios Secretos de Pakistán) había establecido cientos de laboratorios de heroína a instancias de la CIA, con lo que para 1981 la zona fronteriza entre Pakistán y Afganistán se había convertido en la mayor productora de heroína del mundo. Según Alfred McCoy, “una vez que la heroína salía de estos laboratorios situados en la frontera noroeste de Pakistán, la mafia siciliana importaba la droga a los Estados Unidos, donde pronto se hicieron con el 60% del mercado de heroína. Lo que equivale a decir indirectamente que este mismo porcentaje del suministro de heroína procedía de una operación diseñada por la CIA. Durante la década en que estas operaciones tuvieron lugar, la de los años '80, el importante contingente de la DEA en Islamabad no hizo arrestos ni participó en las incautaciones de drogas, lo que permitió manos libres de facto a las organizaciones para exportar heroína” (5). Es importante resaltar que uno de los principales objetivos de los muyahidines y de las campañas lideradas por Washington en Afganistán fue siempre restaurar el cultivo del opio para asegurar su comercio global, principalmente dentro de Estados Unidos.




Para atender operaciones encubiertas de tanta envergadura era necesaria una red bancaria que financiara sus operaciones. Con este fin, con la aprobación oficial del entonces director de la CIA, George H. Bush, el jefe de la inteligencia saudita, Kamal Adham y la inteligencia británica, “un pequeño banco comercial de Pakistán, el Bank of Credit and Commerce International (BCCI), fue transformado en una máquina de lavado de dinero a nivel mundial, comprando entidades bancarias de todo el mundo para crear la mayor red clandestina de dinero en la historia” (6), que fue utilizada para relacionar las operaciones irregulares de financiación con actividades ilícitas pero muy lucrativas, como el tráfico de armas y el comercio de la heroína afgana. Hasta finales de 1970, los agricultores tribales en las montañas de Afganistán y Pakistán cultivaban cantidades limitadas de opio y lo vendían a caravanas de mercaderes vinculados al Oeste de Irán y al Este de la India, pero en los diez años de guerra encubierta contra la ocupación soviética de Afganistán, las operaciones de la CIA proporcionaron la protección política y los vínculos de logística que eran necesarios para incorporar los campos de amapolas de Afganistán a los mercados de la heroína de Europa y América (7).

Por ser formalmente una democracia, Estados Unidos debía conservar las apariencias y no podía enviar tropas abiertamente para imponer su influencia hegemónica en el mundo, por lo que potenció la formación de ejércitos de apoyo (proxy armies) financiados por los traficantes de droga locales. Ese modus operandi se fue convirtiendo poco a poco en una regla general, tal como demuestra Peter Dale Scott en su monumental estudio “American War Machine: Deep Politics, the CIA Global Drug Connection, and the Road to Afghanistan” (8), donde desentraña las claves de la operación Paper, que comenzó en 1950 con la utilización por parte de la CIA de las tropas anticomunistas del Kuomintang (KMT) en Birmania, que controlaban el tráfico de droga en la región. Cuando aquel ejército resultó ineficaz, la CIA desarrolló su propia fuerza en Tailandia bajo el nombre de PARU, cuyo oficial de inteligencia llegó a reconocer que la unidad financiaba sus operaciones con importantes cantidades de droga.



Al restablecer el tráfico de droga en el sudeste asiático, el KMT –como ejército de apoyo– fue el preludio de lo que se convertiría en una costumbre de la CIA: colaborar en secreto con grupos financiados a través de la droga para hacer la guerra, como había sucedido en Indochina y en el Mar de China meridional durante los años 1950, 60 y 70, en Afganistán y en Centroamérica en los años 1980, en Colombia en los años 1990, y nuevamente en Afganistán en 2001. Los responsables son siempre los mismos sectores de la CIA, es decir, los equipos encargados de organizar las operaciones clandestinas, pudiéndose observar cómo desde la época de la posguerra sus agentes, financiados con las ganancias del tráfico de drogas, se mueven de continente en continente repitiendo el mismo esquema, al que el Prof. Dale Scott se refiere como la “conexión narcótica global”. El citado investigador analiza detalladamente cómo el Bank of Credit and Commerce International (BCCI) constituyó un perturbador ejemplo de la importancia de la droga en Washington y su enorme influencia gracias a la connivencia entre el establishment estadounidense y el lavado del dinero procedente del comercio de la droga. La policía y los expertos en inteligencia se refirieron al BCCI como el "Banco de delincuentes y criminales internacionales" por su inclinación por atender a los clientes que comercian con armas, drogas y dinero caliente (9).

Entre los altos funcionarios beneficiados por la generosidad del BCCI encontramos a James Baker, secretario del Tesoro en la administración Reagan, quien se negó a investigar al BCCI (10); al entonces senador demócrata y hoy presidente Joe Biden (vicepresidente de EE.UU. con Obama, que en 2017 le condecoró con la Medalla Presidencial de la Libertad) y al senador republicano Orrin Hatch, así como a varios miembros importantes del Comité Judicial del Senado, órgano federal que también se negó a investigar al BCCI (11), Jonathan Beaty aunque nadie pudo evitar su escandaloso cierre y liquidación por orden judicial en 1991, un terremoto económico considerado "el mayor fraude bancario de la historia financiera mundial "(12).


En su obra de referencia, “La política de la heroína”, McCoy refiere la historia de Greg Musto, experto en drogas de la Casa Blanca bajo la administración Carter. En 1980, Musto dijo en el Strategy Council on Drug Abuse de la Casa Blanca que “fuimos a Afganistán con el fin de apoyar a los cultivadores de opio en su rebelión contra la Unión Soviética. ¿No podríamos evitar hacer lo que ya hicimos en Laos?”. Cuando la CIA le negó el acceso a datos que la ley le daba derecho a consultar, Musto expresó públicamente su inquietud señalando en un editorial del New York Times que la heroína proveniente de la llamada Media Luna de Oro ya estaba causando una crisis médica en Nueva York y anticipadamente advirtió que “esa crisis está llamada a empeorar”. Musto esperaba conseguir un cambio de política exponiendo públicamente el problema y lanzando una fuerte advertencia de que la aventura financiada por la droga en Afganistán podía resultar desastrosa (13), pero su sabia advertencia resultó inútil ante los altos los intereses implicados en la estructura de poder a la que el Prof. Dale Scott se refiere como “la máquina estadounidense de guerra en el seno de nuestro gobierno y de nuestra economía política”. Para Dale Scott son inútiles los lamentos sobre el desarrollo del cultivo de droga en Afganistán y sobre la epidemia mundial de adicción a la heroína. Lo importante es sacar conclusiones de los hechos ya comprobados: los talibanes habían erradicado el cultivo del opio de amapola y la OTAN favoreció su cultivo, el dinero de la droga corrompió el gobierno afgano de Karzai pero el destino principal de este dinero fue EE.UU., cuyas instituciones se demostraron corruptas. Así que la toma de decisiones para solucionar este tráfico no estaba en Kabul sino en Washington (14).




Al estallar en 1979 la guerra ruso-afgana, el jeque Salem Bin Laden, primo y mentor de Osama, ya era un personaje prominente del Bank of Credit and Commerce International, que tanto estadounidenses como británicos usaron para financiar su guerra particular en Afganistán. En 1981, los jefes del narcotráfico en Pakistán y Afganistán suministraban el 60% de la heroína consumida en Estados Unidos. Camiones que entraban a Afganistán con las armas de la CIA volvían desde Pakistán con heroína protegida de las búsquedas policiales por documentaciones expedidas por el ISI, el servicio de inteligencia paquistaní (15). El escándalo que supuso el principio del fin de las actividades del BCCI estalló en enero de 1990 cuando siete de sus ejecutivos reconocieron ante un tribunal federal de Tampa (Florida) haber blanqueado dinero en Estados Unidos procedente del narcotráfico colombiano, lo que provocó una investigación que determinó la quiebra del Banco en 1991. Pero conviene aclarar que no fue el gobierno de Estados Unidos quien primeramente actuó en aras de poner fin a las actividades bancarias del BCCI y de sus filiales ilegales en Estados Unidos, sino dos personas en particular: el abogado Jack Blum, de Washington, y Robert Morgenthau, fiscal de Manhattan (16).

Aunque la amplia trama delictiva y las complicidades del más alto nivel internacional que las encubrían nunca fueron investigadas a fondo, el aquelarre financiero terminó salpicando al Banco de Inglaterra por haber mantenido la licencia para actuar al BCCI, pese a haber conocido que buena parte de sus actividades eran ilegales. En plena tormenta, la CIA admitió ante un sub-comité del Senado que desde mediados de la década de los '80 conocía que el BCCI estuvo implicado en actividades ilícitas, incluyendo el lavado de dinero y el terrorismo, pese a lo cual no tuvo reparos en utilizarlo como parte de su programa secreto para apoyar a los guerrilleros anticomunistas en Afganistán y que, además, ocultó a la Reserva Federal que operaba en Estados Unidos a través de uno de sus bancos adquiridos con esa finalidad (17).

Hamid Karzai

                                                    

En diciembre de 2009, Harper’s publicó una larga investigación sobre el coronel Abdul Razik, “el amo de Spin Boldak”, traficante de droga y aliado Hamid Karzai, que ejerció la presidencia de Afganistán durante trece años bajo la protección de EE.UU., dejando tras de sí un impresionante legado de corrupción y desprestigio institucional (18). El ascenso del coronel Razik fue “estimulado por un círculo de oficiales corruptos en Kabul y Kandahar, y también porque a los comandantes de la OTAN, desplegados en un territorio demasiado grande, les pareció útil el control que ejercía [Razik] sobre una ciudad fronteriza esencial para su guerra contra los talibanes”. El mejor ejemplo de la influencia de la CIA sobre los traficantes de droga es un secreto a voces en el mismo Afganistán, donde el propio hermano del presidente Karzai, Ahmed Wali Karzai (un activo colaborador de la CIA) (19), y Abdul Rashid Dostum (un viejo colaborador de la agencia) aparecen entre los acusados de tráfico de droga (20). La corrupción vinculada a la droga en el seno del gobierno afgano debe atribuirse en buena parte a la decisión de Estados Unidos y de la CIA de desencadenar la invasión de 2001 con el apoyo de la Alianza del Norte, movimiento cuya vinculación con la droga era harto conocida en Washington (21). Según Ahmed Rashid, al principio de la ofensiva estadounidense de 2001, “el Pentágono disponía de una lista de al menos 25 laboratorios de drogas y almacenes en Afganistán, pero se negaron a bombardearlos porque algunos pertenecían a los nuevos aliados de la CIA miembros de la NA [Northern Alliance / la Alianza del Norte] (22).



Conviene insistir en que no fueron los talibanes quienes se apoderaron del tráfico de la droga, sino que su comercio estuvo controlado mayoritariamente por los partidarios del gobierno del presidente Hamid Karzai. En 2006, un informe del Banco Mundial afirmaba que “al más alto nivel”, veinticinco o treinta grandes traficantes, la mayoría con bases en el sur de Afganistán, controlaban las transacciones y los envíos más importantes, trabajando estrechamente con apoyo de personas que ocupan posiciones políticas y gubernamentales del más alto nivel estatal. Según un informe oficial de la ONU, la producción de opio afgano aumentó de forma espectacular después del derrocamiento del régimen talibán, en 2001. Los datos del Buró de Drogas y Crímenes de las Naciones Unidas demuestran que en cada una de las campañas desde 2004 hasta 2007 hubo más cultivos de adormidera que en todo un año bajo el régimen talibán. En Afganistán había más superficie de cultivo dedicada a la producción de opio que al cultivo de la coca en toda América Latina, de tal modo que el 93% de los opiáceos del mercado mundial venían de Afganistán. No son simples coincidencias. Se ha demostrado que Washington seleccionó cuidadosamente al muy controvertido Hamid Karzai, señor de la guerra de origen pashtún con una larga hoja de servicios en la CIA, especialmente llevado a Afganistán desde su exilio en Estados Unidos, a quien se le fabricó todo una leyenda hollywodense sobre «la valiente autoridad sobre su pueblo». Según fuentes afganas, Hamid Karzai ha sido durante más de una década el «Padrino» del opio afgano y el elegido por Washington para presidir el Gobierno de Kabul (23).

El importante artículo «Can Anyone Pacify the World’s Number One Narco-State? The Opium Wars in Afghanistan«, de Alfred McCoy publicado el 30 de marzo de 2010 (24), habría podido incitar a la intervención del Congreso de EE.UU. para emprender una verdadera revisión de la imprudente aventura militar desarrollada por Estados Unidos en Afganistán. La respuesta a la pregunta que plantea el título de ese artículo —“¿Hay alguien capaz de pacificar el mayor narcoestado del mundo?” salta a la vista en ese mismo artículo. Es un resonante “¡No!”.

En diciembre de 2019, dieciocho años y tres Administraciones estadounidenses después de la invasión de Afganistán, una investigación de The Washington Post reveló la campaña de mentiras y ocultaciones que, durante dos décadas ha sustentado la justificación oficial de la intervención del ejército estadounidense en Afganistán tras los atentados del 11-S. La investigación de tres años de duración liderada por el periodista Craig Whitlock reveló el proyecto “Lecciones aprendidas”, un plan federal de la Oficina del Inspector General para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR) con el objetivo de revisar la calamitosa actuación de EEUU durante la guerra de Afganistán. La documentación aportada confirma que la CIA, el ejército, el Departamento de Estado y otras agencias utilizaron efectivo y contratos lucrativos para ganar la lealtad de los caudillos afganos: “Estados Unidos también ha estado llenando los bolsillos de los señores de la guerra más notorios de Afganistán, que tienen una historia larga y sangrienta que se remonta a la era de la ocupación soviética, cuando la CIA repartió dinero en efectivo para luchar contra su enemigo de la Guerra Fría”, explica la periodista Sonali Kolhatkar, que subraya que “se ha utilizado dinero de los contribuyentes para financiar a criminales de guerra y asesinos de masas como Abdul Rashid Dostum, de quien los papeles dicen que recibía cien mil euros mensuales para que no causara problemas” (25).



Después de que Al Qaeda quedara fuera del juego, EE.UU. vendió con la complicidad de la OTAN, que la ocupación de Afganistán tenía como objetivo impedir que en el futuro otro grupo yihadista volviera a utilizar el país como base para lanzar atentados terroristas. El primer ministro británico, Gordon Brown, llegó a decir que se estaba combatiendo contra los terroristas en Afganistán para no tener que hacerlo en las calles de las ciudades europeas. Se trata de pura propaganda. Los talibanes afganos nunca tuvieron idea de una yihad global y enfocaron su lucha de la misma forma que lo habían hecho las tribus afganas contra los británicos en el siglo XIX y los muyahidines contra los soviéticos en el siglo XX: expulsar a las tropas extranjeras que querían imponer ideas ajenas a las tradiciones locales (26).

Bajo el explosivo título “Gran Bretaña está protegiendo la mayor cosecha de heroína de todos los tiempos”, Craig Murray, ex-embajador del Reino Unido en Uzbekistán hasta octubre de 2004, publicó un artículo en el periódico londinense The Daily Mail en el que se atrevió a denunciar que lo conseguido hasta entonces con la invasión de Afganistán era la obtención de "las mayores cosechas de opio que el mundo haya visto". Con maligna ironía, Murray explicitó que “nuestro logro económico en Afganistán va mucho más allá de la simple producción de opio crudo. De hecho, Afganistán ya no exporta mucho opio crudo. Ha tenido éxito en algo que nuestros esfuerzos de ayuda internacional instan a conseguir a los países en vías de desarrollo: Afganistán ha entrado en los procesos de fabricación y de "valor añadido”. Esto significa que Afganistán "ahora no exporta opio, sino heroína. El opio se convierte en heroína a escala industrial, no en cocinas sino en fábricas. Millones de galones de los productos químicos necesarios para este proceso son enviados a Afganistán por camiones cisternas. Estos camiones y los cargados con opio a granel que se dirigen a las fábricas, comparten las carreteras, mejoradas por la ayuda estadounidense, con las tropas de la OTAN”. Murray añade que semejante situación pudo suceder porque “los cuatro mayores partícipes en el negocio de la heroína son miembros de alto rango del Gobierno afgano" [del presidente Hamid Karzai]. Murray resumió su crítica diciendo que "hasta la fecha, nuestro único logro real [en Afganistán] ha sido la caída de los precios de la heroína en Londres" (27). 

El cultivo de opio ha seguido siendo durante los veinte años de ocupación la principal fuente de ingresos de amplias zonas del país, seguido de la industria de la guerra. Al frente de la escena Washington puso a Hamid Karzai, un dirigente pastún al que trajeron del exilio y corrupto hasta los huesos. Según el testimonio del coronel Christopher Kolenda, destinado en Afganistán en varias ocasiones, Karzai acabó formando una cleptocracia pocos años después de llegar al poder. "Me gusta usar una analogía con el cáncer. La pequeña corrupción es como el cáncer de piel. Hay formas de tratarlo y puedes acabar bien. La corrupción dentro de los ministerios, al más alto nivel, es como el cáncer de colon. Es peor, pero si lo pillas a tiempo, quizá salgas bien. La cleptocracia, sin embargo, es como un tumor cerebral. Es fatal".Que a estas alturas, los comentaristas y tertulianos de nuestras radios, televisiones y prensa hablen de los “superiores valores de Occidente” que EE.UU. y sus “socios” europeos han representado en Afganistán frente a las hordas bárbaras de los taliban apesta tanto que, junto a la indignación, provoca ganas de vomitar.

Richard Holbrooke, enviado especial de Estados Unidos para Afganistán y Pakistán en 2009, lo definió como "la operación más fallida de la historia de la política exterior de EEUU". En su filtración de los Afghanistan Papers, el ‘Washington Post’ dijo que la guerra contra las drogas había sido probablemente el fracaso "más irresponsable" de todos. Como remate final de una derrota en todos los frentes es necesario mencionar que en los últimos cuatro años, Afganistán ha producido los mayores niveles de opio desde que hay registros, según UNODC. Incluso con la pandemia el aumento de cultivo de amapolas creció un 37% en 2020 (28).

 

 

CITAS

1. Peter Dale Scott, El opio, la CIA y la administración Karzai, Red Voltaire, 27 diciembre de 2010. https://www.voltairenet.org/article167879.html

2. Francisco Veiga: El desequilibrio como orden. Una historia de la posguerra fría, Alianza Editoral, Madrid, 2015, págs. 331-332.

3. Martin Tolchin: C.I.A. Admits It Failed to Tell Fed About B.C.C.I., The New York Times, 26 octubre de 1991.

https://www.nytimes.com/1991/10/26/business/cia-admits-it-failed-to-tell-fed-about-bcci.html

4. Phil Gasper: Afghanistan, the CIA, Bin Laden, and the Taliban, International Socialist Review, noviembre-diciembre 2001.

5. Alfred McCoy: Drug Fallout: The CIA's forty-year complicity in the narcotics trade, in 'The Progressive' vol 61, núm. 8, agosto de 1997, pp. 24-27.

6. Phil Gasper: Afghanistan, the CIA, Bin Laden, and the Taliban, International Socialist Review, noviembre-diciembre 2001.

7. Peter Dale Scott: American War Machine: Deep Politics, the CIA Global Drug Connection, and the Road to Afghanistan, Rowman & Littlefield Publishers, Lanham, Maryland, Estados Unidos, 2010.

8. Maxime Chaix: Las drogas y la máquina de guerra de Estados Unidos, Red Voltaire, 24 diciembre 2013. https://www.voltairenet.org/article181602.html

9. Steve Lohr: World-Class Fraud: How BCCI Pulled It Off -- A special report; At the End of a Twisted Trail, Piggy Bank for a Favored Few, The New York Times, 12 agosto de 1991.

10. Rajeev Syal: Drug money saved banks in global crisis, claims UN advisor, The Guardian, 13 diciembre 2009.

11. Jonathan Beaty & S.C. Gwynne: The Outlaw Bank: A Wild Ride into the Secret Heart of BCCI, Random House, New York, 1993, p.357.

12. David Musto, The New York Times, 22 mayo 1980; citado en McCoy, Politics of Heroin, p.462.

13. Spalek, Basia: Regulación, delitos de cuello blanco y el Banco de Crédito y Comercio Internacional, The Howard Journal of Criminal Justice, 1 mayo de 2001., pags. 166–179.

14. Peter Dale Scott: Afganistán-Estados Unidos, una geopolítica mundial del comercio de las drogas: El opio, la CIA y la administración Karzai, Red Voltaire, 27 diciembre 2010. https://www.voltairenet.org/article167879.html

15. Peter Dale Scott: The Road to 9/11: Wealth, Empire and The Future of America, University of California Press, 2007, pág. 124.

16. Peter Truell & Larry Gurwin: False Profits: The Inside Story of BCCI, the World’s Most Corrupt Financial Empire, Houghton Mifflin, Boston, 1992, p.373-377.

17. 17. Martin Tolchin: CIA Admits It Failed to Tell Fed About B.C.C.I., The New York Times, 26 de octubre 1991.

18. Jaime León: Hamid Karzai, un legado de corrupción y debilidad institucional, diario La Vanguardia, 29 septiembre de 2014.

19. Encargan a Hamed Wali Karzai de negociar con los talibanes, Red Voltaire, 14 de mayo de 2010.

20. The New York Times, 27 de octubre de 2009.

21. Steve Coll: Ghost Wars: The Secret History of the CIA, Afghanistan, and Bin Laden, from the Soviet Invasion to September 10, 2001, (Penguin Press, New York, 2004), p.536. 

22. Ahmed Rashid: Descent into Chaos: The United States and the Failure of Nation Building in Pakistan, Afghanistan, and Central Asia, Viking, New York, 2008, p.320.

23. F. William Engdahl: Geopolítica tras la falsa guerra de Estados Unidos en Afganistán, Red Voltaire, 21 diciembre de 2009. https://www.voltairenet.org/article163365.html

24. Alfred W. McCoy: Can Anyone Pacify the World’s Number One Narco-State? The Opium Wars in Afghanistan, TomDispatch, 30 de marzo de 2010.

25. Carlos H. de Frutos: Seis revelaciones sobre los 'Papeles de Afganistán', elDiario.es, 14 de diciembre de 2019.

26. Iñigo Sáenz de Ugarte: La historia secreta de la guerra de Afganistán, elDiario.es, 9 de diciembre de 2019.

27. Craig Murray: Britain is protecting the biggest heroin crop of all time, MailOnline, 21 de julio de 2007:

http://www.dailymail.co.uk/pages/live/articles/news/news.html?in_article_id=469983&in_page_id=1770&in_page_id=1770&expand=true 

28. La guerra de las amapolas: el fracaso de EEUU en Afganistán que aupó a los talibanes. Por Carlos Barragán, El Confidencial, 21/08/2021

https://www.elconfidencial.com/mundo/2021-08-21/guerra-taliban-eeuu-afganistan-amapolas-heroina_3238702/