martes, 24 de agosto de 2021

 

                        

               Afganistán: la guerra de Bush

En 1999 los talibanes eran un estorbo que era preciso eliminar para conseguir el control total de la región en los dos asuntos que Washington consideraba prioritarios: sus intereses petroleros y el comercio del opio. 



                                      El simulacro no encubre la verdad. Es la verdad la

                                          que encubre el hecho de que ella misma no existe.
                                          El simulacro es la verdad.

                                                                                                         Jean Baudrillard 


Tras la salida de las tropas soviéticas de Afganistán el 15 de febrero de 1989, Washington delegó la atención de los asuntos afganos en Arabia Saudita y Pakistán. Entre 1994 y 1996 la Administración de Bill Clinton respaldó a ambos países en su apoyo al ascendente movimiento talibán por considerarlo una contención al Irán chiita y su control territorial resultaba importante para el éxito en la construcción del gasoducto desde el Asia Central hacia hacia el Sur evitando territorio iraní, aunque en Washington seguían viendo con escepticismo la posibilidad de que los talibanes conquistaran Kabul en un futuro inmediato, tal como acaba de suceder en este mes de agosto de 2021, pero los talibanes consiguieron tomar Kabul la noche del 26 de septiembre de 1996 en un rápido despliegue. La agencia Reuters informó de esta manera sobre el alcance de los acontecimientos: “Ciertamente los talibanes parecen plegarse a la política americana de aislar a Irán, formando un firme amortiguador suní en la frontera iraní y aportando una seguridad potencial a las rutas comerciales y oleoductos, con lo cual acabaría con el monopolio que tiene Irán de las rutas comerciales al sur de Asia Central (1). Una mezcla de temor, fatalismo, agotamiento total y devastación tras una guerra prolongada durante años, que había ocasionado más de un millón y medio de muertos, hizo que muchos afganos se vieran obligados a aceptar los brutales métodos de justicia talibán, entre los que la lapidación de mujeres por faltas a su fanática concepción de la moral y las amputaciones de una mano, un pie o ambas extremidades se convirtieron en castigos corrientes que fueron aplicados sin ningún tipo de garantías jurídicas, mientras que el reclutamiento obligatorio y la ejecución de desertores aumentaba la impopularidad de quienes inicialmente les apoyaron con la esperanza de que el régimen talibán llevara al pueblo afgano la paz que necesitaba.




A mediados de noviembre 1997, Kofi Annan hizo desde la Secretaría General de las Naciones Unidas un informe demoledor sobre Afganistán en el Consejo de Seguridad, en el que por primera vez se empleaba un lenguaje de dureza sin concesiones, acusando a los países de la región de fomentar el conflicto: “El material militar y el apoyo financiero extranjero no disminuyen, alimentan este conflicto y hacen que las facciones hostiles carezcan de verdadero interés por establecer la paz. El continuo apoyo de esas fuerzas exteriores, combinado con la apatía de otras que no están directamente implicadas, hace que las iniciativas diplomáticas sean casi inaplicables”. Kofi Annan criticó también a los señores de la guerra: “Los dirigentes afganos se niegan a elevarse por encima de sus intereses de facción y empezar a trabajar juntos por la reconciliación nacional. Demasiados grupos en Afganistán, señores de la guerra, terroristas, traficantes de drogas y otros, parecen tener mucho que ganar de una guerra y demasiado que perder si hay paz” (2). No cabe duda de que uno de estos grupos era la CIA. De acuerdo con un artículo de Robert "Bob" Woodward, el célebre periodista del Watergate, publicado en The Washington Post (3), la CIA estuvo montando operaciones paramilitares en el sur de Afganistán desde 1997, al igual que ya estaba haciendo en Irak y que años después realizaría en Siria. Según las revelaciones de Woodward, la CIA cooperaba con los señores de la guerra afganos y, mediante la actividad de una unidad militar secreta denominada División de Actividades Especiales, logró montar una red de apoyo en la región de mayor presencia talibán. En todo caso, igual que ocurrió en la década anterior con respecto a la guerra de los muyahidines afganos contra las tropas soviéticas, la CIA se valió del ISI paquistaní y de la inteligencia saudí para proporcionar fondos a los talibanes (4), para cuyo ascenso trabajaban en la más estrecha colaboración (5).


Durante el primer año de gobierno de los talibanes, la política estadounidense hacia el régimen estuvo fundamentalmente determinada por los intereses de la Union Oil Company of California (UNOCAL), la compañía interesada en el proyecto de construir los oleoductos y gasoductos que estarían destinados a conectar los ricos yacimientos del recóndito Turkmenistán con los mercados internacionales atravesando Afganistán y, lo que era más importante todavía, desplazando de su explotación a rusos e iraníes. En 1997 un diplomático estadounidense comentó al escritor y periodista pakistaní Ahmed Rashid (6), considerado el mayor experto mundial en esta zona, que “los talibanes probablemente se desarrollarán como los saudíes lo hicieron. Habrá oleoductos de Aramco (el antiguo consorcio petrolero estadounidense en Arabia Saudita), un emir, ningún parlamento y mucha sharia. Podremos vivir con eso”. Para enero de 1998, UNOCAL ya había establecido un acuerdo con el régimen talibán para iniciar en 1999 la construcción del gasoducto que, a través de Afganistán, les permitiría conectar los yacimientos de gas de Dauletabad, en Turkmenistán con el centro distribuidor de Quetta, en Pakistán. Entre 1996 y 2001, los directivos de la petrolera Enron entregaron millones de dólares en sobornos a funcionarios talibanes para conseguir contratos para la construcción de oleoductos y gasoductos. UNOCAL se había encargado de desplazar a Bridas, la compañía argentina pionera del proyecto, y había conformado el consorcio CentGas, finalmente encargado de construir el gasoducto en el que UNOCAL aceptó participar con el 46,5%, Arabia Saudí (Delta Oil Company Ltd.) con el 15% y el Gobierno de Turkmenistán con un 7%.

Pero la realidad desmintió estas previsiones optimistas conforme los talibanes se fueron radicalizando. El 20 de julio de 1998 obligaron a cerrar todas las oficinas de las ONGs, iniciándose la salida de Kabul de los miembros de las agencias de ayuda humanitaria. Ese mismo día se encontraron en Jalalabad los cadáveres de dos afganos que trabajaban para agencias humanitarias de la ONU que habían sido raptados anteriormente y los talibanes no ofrecieron ninguna explicación de sus muertes. Kabul tenía una población de un millón doscientos mil habitantes, más de la mitad de los cuales se beneficiaban de uno u otro modo de las ONGs, pero fueron las mujeres y los niños los más perjudicados cuando se interrumpió la ayuda internacional que éstas canalizaban. Mientras la gente sacudía ollas y cubos vacíos al paso de los todoterrenos de los talibanes, la respuesta de éstos a la población fue la más total indiferencia.

La ruptura oficial de Washington con el régimen talibán acabó después de que tuvieran lugar los atentados casi simultáneos contra las embajadas norteamericanas en Kenya y Tanzania en 1998, que fueron atribuidos a Al Qaeda, ¿cómo no?, aunque los presuntos organizadores y ejecutores materiales de los mismos, que fueron apresados por Estados Unidos y condenados en octubre de 2001 a cadena perpetua por un jurado de Nueva York: Wadih el Hage, norteamericano nacido en Líbano; Mohamed Sadik Odeh, jordano; Rashed Daoud al Owhali, jordano y Jalfan Jamis Mohamed, nacido en Tanzania, nada tenían que ver con los talibanes o con Afganistán y mucho menos quedó probado que actuaran siguiendo las órdenes o por cuenta de Bin Laden. En cualquier caso, estos atentados fueron la excusa dada por el Gobierno estadounidense para cortar oficialmente las relaciones que en la década de los ochenta mantuvieron durante más de cinco años con sus protegidos, los guerrilleros muyahidines, ahora convertidos en talibanes, a través de sus aliados en la región, Pakistán y Arabia Saudí, con el propósito fundamental de abrirse camino hacia los recursos energéticos en el nuevo Gran Juego del siglo XXI (7).





El presidente Bill Clinton ordenó en agosto de 1998 el bombardeo de “bases terroristas” de Bin Laden en Afganistán y Sudán en represalia a los ataques en las embajadas de Kenya y Tanzania (8), precisamente el día en que se producía la segunda comparecencia de Mónica Lewinsky ante el gran jurado encargados de dictaminar acerca del escándalo sexual protagonizado por el presidente y la becaria. Después del bombardeo, el senador republicano Dan Coats declaraba: “Hay mucho que no sabemos de este ataque y por qué fue desatado hoy, en medio de los problemas personales del presidente. Es legítimo hacerse preguntas sobre el momento que se eligió para la acción”. Por su parte, Peter King, representante por Nueva York y miembro del Comité de Relaciones Internacionales, dijo a CNN que el presidente había cometido un error al no informar a los miembros de la dirección republicana de los ataques planeados, aunque admitió que no necesita la aprobación del Congreso para ordenar tales operaciones militares, para las que pidió el apoyo de los republicanos (9).

En ese mismo mes de agosto, la petrolera UNOCAL anunció la suspensión de su participación en CentGas y el abandono de la construcción del gasoducto afgano con la sorprendente argumentación de que no efectuaría inversiones hasta que hubiera en Afganistán un gobierno internacionalmente reconocido (el régimen talibán sólo contaba con el reconocimiento de Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Pakistán), cuando era fácil de comprobar que al formar CentGas ya se sabía que el régimen talibán no era aceptado por la ONU ni por Washington (10). La realidad era que los talibanes se habían convertido en un estorbo que era preciso eliminar para dar curso al cumplimiento de los objetivos geoestratégicos en la región (11), sobre todo en lo referente a dos asuntos que Washington consideraba prioritarios: sus intereses petroleros y el comercio del opio. En 1999 resultaba más que evidente que los talibanes eran incapaces de proporcionar las garantías que UNOCAL necesitaba para proteger la construcción de los gasoductos, por lo que fue adoptada la idea de invadir Afganistán, tal como en diciembre del año 2000 anunció Frederick Starr, jefe del Instituto de Asia Central en la Universidad Johns Hopkins, en The Washington Post: "Los Estados Unidos han comenzado silenciosamente a alinearse con los que en el Gobierno ruso piden una acción militar contra Afganistán y acarician la idea de un nuevo raid para exterminar a Osama bin Laden" (12).



Aunque Estados Unidos siempre ha sido uno de los principales productores de petróleo, la otra gran razón a tener en cuenta para explicar su voluntad de mantener una presencia militar permanente en Afganistán estaba en el deseo de controlar sus grandes reservas de petróleo, cuya vastedad conocían gracias a las prospecciones realizadas durante la década de los '90, es decir, con anterioridad a los atentados del 11 de septiembre de 2001, pero que ni la monarquía ni los gobernantes del PDPA llegaron a sospechar, por lo que la producción petrolera afgana entre 1957 y 1989 fue muy limitada, sobre todo comparada con el mayor volumen de gas natural obtenido y que se detuvo en cuanto las tropas soviéticas salieron del país. Afganistán no iniciaría la primera producción comercial de petróleo hasta 2013, no solo por la inestabilidad geopolítica existente, sino también porque la producción de opio continuó dominando la economía. A la falta de expectativas a corto plazo para las empresas petroleras norteamericanas ha de añadirse que, del mismo modo que años atrás hicieron los gobernantes del PDPA, los talibanes decidieron acabar con los cultivos de opio en suelo afgano. "El éxito del programa de erradicación de drogas de Afganistán en el año 2000 bajo el gobierno talibán fue reconocido por las Naciones Unidas" como una hazaña monumental, en el sentido de que "en ningún otro el país se pudo implementar un programa comparable”(13). En octubre de 2001, la ONU reconoció que los talibanes redujeron la producción de opio de 3.300 toneladas en el año 2000 a 185 toneladas en 2001. En consecuencia, los talibanes tenían que ser apartados del poder afgano no por sus más que documentados abusos contra los derechos humanos o porque representaran un desafío significativo a la hegemonía de Washington, sino porque se habían convertido en un obstáculo para los intereses norteamericanos. Se trataba de otro caso más del Imperio descartando a sus títeres cuando dejaban de ser útiles a sus fines, tal como pasó con el derrocamiento del dictador militar panameño firmemente pro-estadounidense Manuel Antonio Noriega, vinculado al narcotraficante Pablo Escobar, con quien la CIA hizo negocios para ayudar a la financiación de las guerrillas anticomunistas en América Central.


En el año 2000, último del segundo mandato de Bill Clinton, la principal línea geopolítica que servía para fijar en el mapa el control estadounidense sobre Afganistán no era otro que la determinada por los oleoductos y gasoductos que las compañías petroleras norteamericanas proyectaban construir atravesando Afganistán para conectar los ricos yacimientos del recóndito Turkmenistán con los mercados internacionales. No obstante, a pesar de este evidente y bien demostrado interés, puede decirse que mientras duró la presidencia de Clinton, para el Departamento de Estado no fue Afganistán un objetivo prioritario de su política exterior y que fue la Administración Bush, comprometida con los intereses petroleros que inyectaron millones de dólares en la campaña de 2000, la que volvió a colocar a Afganistán en el foco de atención del Gobierno de Washington (14). La campaña electoral norteamericana produjo un impasse en los planes gubernamentales en relación con Afganistán, pero cuando en enero de 2001 se hizo cargo del Gobierno de Washington el equipo neocon de George W. Bush, la Casa Blanca decidió que en vez de capturar o eliminar a Bin Laden mediante una incursión limitada de tipo quirúrgico, se llevaría a cabo una gran intervención militar contra el régimen talibán, según esperaban las compañías petroleras que habían contribuido con cerca de dos millones y medio de dólares a campaña electoral del equipo Bush-Cheney, cuyas fortunas personales estaban tan vinculadas a la familia de Bin Laden como a los negocios del petróleo y a sus industrias derivadas. En cualquier caso, la mayor parte de los especialistas están convencidos de que la decisión de la nueva Administración estadounidense de atacar Afganistán había sido tomada por la camarilla militarista del PNAC (Proyecto para un Nuevo Siglo Americano) con anterioridad a que Bush accediera a la presidencia y, en consecuencia, antes de que fueran cometidos el 11 de septiembre de 2001 los atentados de Nueva York y Washington, que fueron utilizados por Bush para justificar ante el mundo la represalia militar en suelo afgano (15). A pesar de que cuestión tan importante sea ignorada en nuestros días por la inmensa mayoría, disponemos de sobrada documentación acerca de este perturbador “detalle”, que también sirve para demostrar cómo la narrativa oficial impuesta por las grandes agencias corporativas suele ser utilizada para ocultar los hechos en los que los investigadores han de basarse para construir la historia real de unos acontecimientos trascendentales que entonces marcaron el devenir planetario caracterizado por la puesta en marcha del plan para el control global revelado en 1997 por Zbigniew Brzezinski en las páginas de su libro “El gran tablero mundial”, cuyas implicaciones internacionales denunció Gore Vidal en su documentado informe “El enemigo dentro”, publicado en septiembre de 2002 por el semanario londinense The Observer (16)


Zbigniew Brzezinski

Conviene insistir en que con anterioridad a que George W. Bush asumiera la presidencia en enero de 2001, ya existían planes para preparar una nueva guerra contra Afganistán (17). En marzo de 2001 se sabía que la India estaba de acuerdo con Estados Unidos, Rusia e Irán para utilizar Tayikistán y Uzbekistán como bases desde la que intervenir militarmente con el fin de remplazar al gobierno talibán afgano y que en la primavera de ese mismo año, los militares estadounidenses concibieron y ensayaron la estrategia completa para atacar Afganistán, que posteriormente se convirtió en el plan operativo para la guerra (18). En el verano de 2001, los talibanes filtraron información acerca de que conocían la existencia de reuniones altamente secretas en las que la Administración de Bush planeaba lanzar una operación militar contra ellos para expulsarlos del poder. La advertencia a los talibanes se produjo en una reunión de cuatro días celebrada entre estadounidenses, rusos, iraníes y pakistaníes en un hotel en Berlín a mediados de julio. La conferencia, la tercera de una serie denominada "lluvia de ideas sobre Afganistán", fue parte de un dispositivo diplomático diseñado para ofrecer un foro abierto para favorecer la comunicación oficiosa entre los países participantes, cuyos representantes eran expertos de larga experiencia diplomática en la región, aunque no funcionarios gubernamentales. Los pakistaníes tomaron muy en serio las amenazas de Estados Unidos y las hicieron llegar a los talibanes. En este sentido se expresó ex-Secretario de Relaciones Exteriores de Pakistán, Niaz Naik, cuando en una comparecencia en la BBC reveló que en la reunión secreta celebrada en Berlín a la que él había asistido “le fue comunicado por altos funcionarios estadounidenses que la acción militar contra Afganistán se llevaría a cabo a mediados de octubre.” También declaró que Estados Unidos pondría en marcha la operación desde sus bases en Tayikistán, donde ya estaban emplazados los asesores para dirigir sobre el terreno el operativo militar previsto (19).  

Sabiendo que los planes para la invasión de Afganistán estaban establecidos varios meses antes de los atentados de Nueva York y Washington, parece lógico pensar que se necesitara una justificación de cara a la opinión pública, que no estaría dispuesta a dar su apoyo a una guerra emprendida para que las empresas petroleras dominaran las reservas estratégicas de energía y las rutas de gasoductos de medio mundo. Como morir por UNOLOCAL no era presentable, lo que se necesitaba para despertar el apoyo a la guerra del pueblo estadounidense era introducir el miedo en su conciencia colectiva. Y qué mejor que una buena dosis de terror. Los atentados del 11 de septiembre sirvieron para eso. Con toda razón, el primer ministro británico, Tony Blair, declaró que: “Para ser sincero, no había forma de conseguir el consentimiento público para lanzar repentinamente una campaña en Afganistán, de no ser por lo que pasó el 11 de septiembre".




Inmediatamente después de que los atentados en Nueva York y Washington conmovieron al mundo, el gobierno de Bush culpó a Osama Bin Laden y a Al Qaeda. Entre el alud de solidaridad que se despertó en Occidente hacia Estados Unidos, nadie dudó de ello. A los cuatro días de los atentados, Bush dio un ultimátum al régimen talibán amenazando con terribles represalias si no entregaba a Bin Laden, a lo que estos respondieron que lo entregarían si Estados Unidos aportaba pruebas “sólidas y evidentes” de su implicación, a lo que Bush repuso en el Congreso: “No negociaremos ni discutiremos este asunto […] No hay necesidad de discutir su inocencia o culpabilidad […] Sabemos que es culpable”. Se celebraron entonces reuniones entre diplomáticos y clérigos pakistaníes y los talibanes, que acordaron entregar a Bin Laden para que fuera juzgado por un tribunal eclesiástico de Peshawar, la región paquistaní a donde éste se había retirado, que, a su vez, decidiría si lo juzgaban ellos o lo entregaban a los norteamericanos para que lo hiciesen ellos, pero Bush no cedió en su postura de fuerza, apoyado por Donald Rumsfeld, que se negó a presentar ningún dossier alegando que eso sentaría un precedente peligroso de cara a futuras intervenciones americanas (20). Lo que Rumsfeld no dijo es que esas intervenciones habían sido decididas desde hacía bastante tiempo por los miembros del PNAC (Proyecto para un Nuevo Siglo Americano). Incluso la mera apariencia de adoptar una posición negociadora o la propuesta de que la ONU creara un Tribunal Internacional para juzgar a los supuestos responsables de los atentados del 11-S habrían servido a Estados Unidos para granjearse mayor apoyo hacia la guerra que se veía venir, pero eso habría supuesto otorgar a la ONU un papel relevante, que resultaba incompatible con la voluntad de actuar militarmente donde conviniese a los intereses norteamericanos al margen de cualquier tipo de arbitraje internacional. Hablando en la Catedral Nacional de Washington unos días después de los atentados del 11 de septiembre, Bush se apropió de la misma ideologización de tipo religioso usada por Reagan cuando la guerra afgana para elevarla a proporciones escatológicas: se trataba, ni más ni menos, que de "librar al mundo del mal". Como amenazó sin andarse con rodeos: "Todas las naciones, en todas las regiones del mundo, tienen una decisión que tomar. O están de nuestra parte o están de parte de los terroristas".



Para la camarilla militarista del PNAC recién instalada en Washington y de la que Bush era la simple máscara visible de la representación elaborada, estaba claro que Afganistán sería el primer movimiento de una nueva versión mucho más ambiciosa del Gran Juego, cuyo diseño obedecía a necesidad de poner en marcha la estrategia de tensión global en la que proyectaban enmarcar las guerras que tenían proyectado acometer. Según se ha conocido más tarde, fueron muchos los informes elaborados advirtiendo la comisión de los atentados de Nueva York y Washington. Como muestra elocuente cabe mencionar que, según el teniente coronel Anthony Shaffer, ni los altos responsables del ejército ni de la CIA hicieron caso a las investigaciones que desde un año antes anunciaban los atentados. El 6 de agosto de 2001, estando Bush de vacaciones en su rancho de Texas, recibió un informe de la CIA titulado “Bin Laden está dispuesto a atacar en los Estados Unidos”. Bush escuchó sin mucho interés lo que decía el funcionario que le trajo el informe y le contestó: “De acuerdo, ahora ya tienes el culo a cubierto”. Y no tomó medida alguna. Treinta y seis días más tarde se produjeron los atentados (21).

La brusca irrupción en Afganistán del poderío militar estadounidense en octubre de 2001, bautizado como “Operación Libertad Duradera” (Operation Enduring Freedom), sirvió para abrir intempestivamente un nuevo capítulo en el “Gran Juego” del Asia Central, inaugurando una magna ofensiva planetaria para detentar en solitario la hegemonía global bajo la justificación de la “Guerra contra el Terrorismo”, que necesariamente pasaba por la permanente aspiración de cercar a Rusia tanto en Europa como el Próximo Oriente y en el Asia Central: Las guerras de Afganistán, Irak, Libia, Siria y Ucrania fueron los hitos minuciosamente programados por Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz y su equipo neoconservador en el documento Rebuilding America's Defenses: Strategies, Forces and Resources for a New Century (Reconstruir las defensas de los Estados Unidos: estrategias, fuerzas y recursos para un nuevo siglo), base de la estrategia global aplicada rigurosamente durante los mandatos de los presidentes George W. Bush y Barack Obama.



A modo de conclusión cabe decir que, tras analizar el interés estadounidense por controlar los recursos energéticos de la zona, resulta muy fácil de ver que desde la primeras intervenciones estadounidenses en Afganistán durante la etapa soviética, aparecen todos los componentes y hasta las fases sucesivas del modelo aplicado por Washington para atacar nuevamente a Afganistán en 2001, invadir Irak, destrozar Libia y atacar a Siria mediante la utilización del yihadismo islamista, con el único objetivo de derrocar a sus respectivos gobiernos, blancos preferentes de su estrategia para someter el Próximo Oriente a su control imperial, una estrategia en la que el petróleo y el narcotráfico han jugado un papel esencial. Para completar y acelerar el proceso de dominación iniciado faltaba un catalizador que precipitara las cosas y sirviera de justificación ante la opinión pública internacional de las nuevas guerras que el nuevo presidente, George W. Bush, traía ya diseñadas cuando llegó a la Casa Blanca. Faltaba muy poco para que los atentados de Nueva York y Washington resolvieran ese problema.





NOTAS

1. Amed Rashid: Taliban. Militant Islam. Oil and Fundamentalism in Asia Central, Yale University Press, 2010.

2. Informe del Secretario General: The situation in Afghanistan and its implications for international peace and security, 14 noviembre 1997.

https://unama.unmissions.org/sites/default/files/14%20November%201997.pdf

3. Bob Woodward: Secret CIA Units Playing A Central Combat Rule, The Washington Post, 18 noviembre 2001, pág. A-1

4. Ghost Wars: The Secret History of the CIA, Afghanistan, and Bin Laden, from the Soviet Invasion to September 10, Penguin Books, Nueva York, 2004, págs. 295-296.

5. Times of India: La CIA trabajó en conjunto con Pakistán para crear talibanes, 7 de marzo de 2001. http://www.multiline.com.au/~johnm/taliban.htm

6. Rosa Meneses: Ahmed Rashid. Cronista de la amenaza talibán y del hundimiento del Estado afgano, El Mundo, 18 septiembre 2009.

http://www.elmundo.es/elmundo/2009/09/18/comunicacion/1253263470.html

7. Antonio Sánchez Pereyra: Op. Cit., pág. 254.

8. Carlos Mendo: Estados Unidos bombardea "bases terroristas" en Afganistán y Sudán en represalia al ataque de las embajadas en Kenya y Tanzania, El País, 21 agosto 1998

https://elpais.com/diario/1998/08/21/internacional/903650421_850215.html

9. All Politics CNN.com: Most Lawmakers Support Clinton's Military Strikes, 20 agosto 1998.

http://edition.cnn.com/ALLPOLITICS/1998/08/20/strike.react/

10. Soledad Díaz: Un gasoducto para Kabul, El País, 22 octubre 2001.

https://elpais.com/diario/2001/10/22/internacional/1003701615_850215.html

11. Antonio Sánchez Pereyra: Op. Cit., págs. 256-257.

12. S.Frederick Starr y Andrew C. Kuchins: Afghanistan Land Mine, The Washington Post, 19 diciembre 2000.

13. Michael Chossudosvky: Guerra de Estados Unidos contra el terrorismo, 2ª ed., Centro de Investigación sobre la Globalización, Quebec, 205, págs. 226-227.

14. Wayne Madsen: Afghanistan, the Taliban and the Bush Oil Team. Centre for Research on Globalisation, 23 enero de 2002

https://archives.globalresearch.ca/articles/MAD201A.html

15 Peter Dale Scott: The Road to 9/11: Wealth, Empire, and the Future of America, University of California Press: 2007: pág. 73.

16. Gore Vidal: The Enemy Within, The Observer, 27 de octubre 2002.

https://www.ratical.org/ratville/CAH/EnemyWithin.html

17. Alfred W. McCoy: The Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade, Lawrence Hill Books/Chicago Review Press, Chicago, 2003, pág. 475.

18. Peter Dale Scott: The Road to 9/11: Wealth, Empire, and the Future of America, University of California Press, 2007, p. 74.

19. Jonathan Steele, Ewen MacAskill, Richard Norton-Taylor y Ed Harriman: Threat of US strikes passed to Taliban weeks before NY attack, The Guardian, 22 de septiembre 2001.

https://www.theguardian.com/world/2001/sep/22/afghanistan.september113

20. La crónica del debate podemos verla en Bob Woodward: Bush at War, Nueva York, Simon & Shuster, 2002, págs. 176-177 y 196. (traducción española: Bush en guerra, Barcelona, Península, 2003.

21. Josep Fontana: Por el bien del bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945, Ed. Pasado&Presente, Barcelona, 2011, p. 842.






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