martes, 30 de octubre de 2012


Peregrino por la Strada dell'Architettura


1. De Venecia a Paderno del Grappa

Cuando llegué a la Stazione di Venezia-Santa Lucia faltaba casi una hora para la salida de mi tren hacia Treviso, señalada para las 10:25 de la mañana. El día despuntó nublado y con la humedad ambiental que caracteriza los amaneceres del otoño veneciano difuminando suavemente los perfiles de las iglesias y palacios, me dispuse a despedir con la mirada a Venecia mientras fumaba un cigarrillo sentado en la escalinata de la Ferrovia. Con los primeros brotes de nostalgia a cuestas, abracé el panorama de la ciudad que me había embrujado durante siete días, con el Ponte degli Scalzi a la izquierda, ya animado por los primeros transeúntes. Frente  a mi, la bellísima fachada de San Simeon Piccolo se mecía somnolienta en las aguas irisadas del Gran Canal. Como Vicenzo Cardarelli escribe en su poema "Septiembre en Venecia":

                                         

    Luces festivas y plateadas ríen,
    discurriendo trémulas y lejanas
    en la frialdad del aire sombrío.
    Yo las miro hechizado.

    Tal vez más tarde me acordaré
    de estas grandiosas noches
    que llegan rápidas,
    y más bellas, más vivas sus luces.

    Volverán a brillar
    en mi recuerdo.
    Y será real y serena
    mi felicidad.
                              

En la escalinata de la Ferrovia,
a la izquierda el Ponte degli Scalzi

Iglesia de San Simeon Piccolo

Me había levantado con las primeras luces y como tenía preparado el equipaje desde la noche antes, pude salir del hotel a eso de las siete y media. Quise deambular por última vez en el entorno que me era tan familiar y grabar sosegadamente en mi retina la zona en la que me había hospedado y que tanto había pateado: Rio della Misericordia, iglesia de la Madonna dell'Orto, Fondamenta Mori, Fondamenta degli Ormesini y las entrañables callejas del Ghetto Vecchio, en donde fui el primer cliente de un pequeño bar kosher recién abierto. Sorbí con delectación el humeante capuccino, que acompañé de unas pastas típicamente hebreas recién horneadas: pagué 2,30 euros, lo recuerdo perfectamente. Luego seguí hasta el Cannaregio y tras cruzar el Ponte de le Guglie, en cuya balaustrada me acodé para observar las estelas que iban dejando en las dormidas aguas el despertar del tráfico fluvial, encaminé mis pasos hasta el todavía desierto Campo San Geremia, desde donde me volví al hotel para recoger el equipaje. Cuando subí al vaporetto en San Marcuola con la maleta a rastras, todas mis células sabían que el corto trayecto hasta la Ferrovia sería distinto a los recorridos anteriores, porque mi tiempo en Venecia se había cumplido: Tempus fugit, sicut nubes, quasi naves, velut umbra. El tiempo vuela, como las nubes, como las naves, como las sombras.


Fondamenta degli Ormesini 

Ponte di San Gerolamo

Calle Ormesini, junto al Ghetto Vecchio

Rio della Misericordia, desde Ponte dell Guetto Vecchio
Ponte de le Guglie y Cannaregio

Ponte de le Guglie

Cannaregio

Campo San Geremia






Parada de San Marcuola en el Gran Canal



Mi paso por Treviso fue breve, el justo para asomarme a la ciudad y recoger el coche que previamente había alquilado. Llovía mansamente y Treviso me pareció triste y, aunque no desdeñable, comparada con la fastuosa Venecia que dejaba, casi insustancial. Así que me dispuse a iniciar el recorrido que con tanto cuidado había preparado durante largas semanas.

 
Ferrovia di Venezia Santa Lucia

En el tren de Treviso

Treviso. Riviera Santa Margherita



Treviso. Porta San Tomasso

Porta San Tomasso

Era consciente de que la verdadera aventura comenzaba ahora. Sin dificultad, ya que un taxi me sirvió de guía para cruzar la ciudad, enfilé la carrera comarcal que me llevó a Vedelago, el primer jalón de mi itinerario, a unos veinte kilómetros de Treviso. Con el sosiego y la independencia que me otorgaba llevar mis pertenencias en el maletero del coche, conduje despacio para empaparme del paisaje que ante mi se iba desplegando. El pequeño pueblecito aparecía desierto al mediodía: era la hora del pranzo, así que, como tenía previsto, me dispuse a almorzar en la “Osteria Antica Pesa”, cuya existencia y aspecto exterior reconocí gracias a mis andanzas por el street view de Google. A pesar de la grisura del día, y aunque el interior del establecimiento era evocador e italianísimo, elegí acomodarme en la pequeña terraza ajardinada, a solas conmigo mismo. La atención de Alessandra, una bella donna, joven y elegante que conocía España, fue absolutamente entrañable. No exagero si digo que los platos fueron de diseño: en vez de pasta, de la que nunca me canso en Italia, dada su variedad, preferí “riso ai 5 cereali con verdure al vapore e salsa di soja”, que resultó espectacular. De segundo, junto a “insalatina novella” que en la carta figuraba como "antipasti" (¡ah, las verduras del Véneto...!), pedí “tosella a la piastra”, que resultó ser una delicia horneada con carne picada, funghi porcini y queso fundido, en una presentación como para fotografiarla, que es lo que hice. Aproveché la ocasión para probar dos vinos locales, bianco y rosso, que me aconsejó el marido de Alessandra con merecido orgullo, por ser de bodegas locales, quien tuvo la elegancia de venir a despedirse de mi, ya que tuvo que marcharse antes de que yo acabara de almorzar. La factura de semejante festival gastronómico me pareció moderada, sobre todo en comparación con los precios venecianos. A la euforia de semejante inicio, que presagiaba lo mejor, se unía la tranquilidad de estar a menos de tres kilómetros de Villa Emo, la primera obra del gran Andrea Palladio que figuraba en mi itinerario fuera de Venecia.


Osteria Antica Pesa, en Vedelago
Bar del establecimiento
La terraza en el jardín 

Riso ai 5 cereali con verdure al vapore e salsa di soja

Tosella alla piastra

Todo lo descrito hasta aquí es la ambientación introductoria de mi llegada a Villa Emo, que es a donde quería llegar cuando inicié estas líneas, porque la actitud con las que abordamos las cosas es importante. No hubiera sido lo mismo aparecer en mi meta después de una buena comida y ufano por haber llegado hasta allí por mis propios medios que vomitado por una agencia turística con la algarabía de una numerosa compaña o alimentado por un trozo de pizza mal tragado en la barra de un bar cualquiera. Me satisfizo que el horario de apertura (de 15:00 a 18:00 horas) se ajustara a mis previsiones, porque yo había salido de Venecia el lunes 24 de septiembre informado de que la villa estaría abierta ese día de la semana, cosa rara en Italia, en donde casi todos los monumentos, excepto las iglesias, cierran los lunes.

Cuando me decidí a buscar sobre el terreno las huellas de Andrea Palladio todavía no había encontrado del todo esa tierra, cuya existencia intuía pero que hasta entonces no había acabado de identificar. Se me reveló de pronto en cuanto abrí la ventana de mi hotel en Paderno del Grappa. No solo estaba ante mis ojos, sino que hasta era capaz de oler su fragancia vital, que la reciente lluvia había avivado. Pero la mayor confirmación de que mis sueños tenían existencia real la tuve cuando accedí aquella tarde de finales de septiembre a la umbrosa y solitaria alameda que enmarcaba la aparición inconfundible de Villa Emo, situada entre  las pequeñas localidades vénetas de Vedelago y Fanzolo, en la provincia de Treviso. 




















Villa Emo, en Fanzolo di Vedelago 




























La sutilidad del paisaje que me rodeaba, casi esfumado por una suave neblina que matizaba los colores, destilándolos en una infinita gama de verdes y grises, me pareció propia de un paisajista inglés, mientras que la humedad del aire acentuaba el vaho de intensa vida vegetal que se aspiraba por los cuatro costados. Y al fondo, majestuosa en su rotunda simplicidad, la verja de hierro que enmarcaba la joya de aquel escenario sereno, humanizado, en el que la arquitectura de Palladio resaltaba como una perla y se fundía con el entorno vegetal que lo prolongaba en todas las direcciones de la inmensa llanura tributaria del Brenta, salpicada de alquerías y de pequeños pueblecitos apenas identificados por las torres marcadamente vénetas que señalaban su ubicación como alfileres clavados en un mapa.




Al fondo, Fanzolo di Vedelago

A pesar de que me hubiera gustado disfrutar y recorrer aquel espacio abierto en compañía, tal vez por andar solo, percibí mejor que la elegante singularidad de aquel paraje se avenía al silencio sonoro en el que en el que se fundían armoniosamente la fábrica debida al ingenio humano y el esplendor de los inmensos jardines, cuyas frondas emergían de la tierra como manantiales encauzados, es decir, domesticados. 

Saber parar el tiempo es un arte. Cuando esto sucede, nuestro yo interior emerge del fragor inquieto que produce la vulgaridad cotidiana y las miserias que nos atenazan se alejan, cobrando las cosas otra dimensión mucho más total. Si el lugar es el adecuado (Castaneda se refirió en sus libros a los “lugares de poder”), puede que hasta una humilde maceta de geranios cobre la dimensión sublime de una obra de arte. Solamente entonces percibimos que, Como decía Confucio, “cada cosa tiene su belleza, aunque no todos puedan verla”.










La villa que me disponía a visitar, encargada a Palladio por Leonardo Emo en 1557, es una síntesis arquetípica de cómo conjugar las necesidades prácticas derivadas de la explotación agrícola con la sensibilidad bucólica renacentista y el lenguaje arquitectónico palladiano, inspirado directamente en la Antiguedad Clásica. Apenas traspuse la verja de aquel universo encantado, observé que no había un solo detalle ostentoso que estorbara la armonía del conjunto, la pureza austera de cada uno de sus elementos. Y es que la elegancia nunca es presuntuosa o afectada, sino que, como la construcción que tenía ante mi vista, es producto de la más elemental adecuación entre el contenido y la forma. Así, la elegancia de una buena demostración consiste, primero en que sea sencilla y después, acabada, ligera, no recargada, es decir, obtenida por caminos no complicados. El aspecto exterior de la Villa Emo se caracteriza por el tratamiento escueto de todo el cuerpo del edificio, cuya estructuración obedece a un ritmo geométrico. Por su simplicidad constructiva, el edificio encarna la forma pura de una instalación productiva que, bajo la idea de la “santa agricultura”, renuncia a toda ostentación, reuniendo el doble carácter de núcleo funcional y de canon espiritual de toda la finca.









En Villa Emo la sobriedad característica de Palladio se ve reforzada por una consideración de orden político: la mayoría de sus villas se construyeron en una época en la que Venecia necesitaba acopiar grandes sumas de dinero para la guerra inminente contra los turcos (la Batalla de Lepanto tuvo lugar el 7 de octubre de 1571), motivo por el que sus dirigentes promulgaron leyes contra la ostentación y el lujo. Al igual que en todas las demás villas palladianas, la función de la casa señorial se hace visible por su elevación sobre el nivel del suelo, desde el que una escalera libre conduce a la loggia. El pórtico columnado, rematado por un frontón   ̶aplicación profana del “frontal de templo”  ̶, es un componente característico de los cánones de Palladio, asumiendo la función de conferir dignidad al propietario. La nota de sencillez general se extiende a las columnas de la loggia, para las que Palladio eligió el sobrio orden toscano.









El fasto decorativo se concentra en los muros del pórtico y en el interior de la villa por medio de los frescos, conservados en perfecto estado, debidos a Gianbattista Zelotti, quien desarrolla escenas alegóricas de la antigua mitología, encuadradas por una arquitectura fingida claramente diferenciada, expresiones del ideal de la vita in villa, completándose la ornamentación con detalles vegetales tan sencillos como elegantes que sirven de complemento a las guirnaldas pictóricas de los frescos y en los que la sensibilidad italiana se muestra de la manera más entrañable. 


















No sé si el calificativo “grandioso” resulta adecuado atribuirlo a Villa Emo, pero me incliné a creer que sí después de contemplar el roble solitario, que magnificaba el anchuroso espacio posterior a las edificaciones palladianas, y que no vacilo en calificar de grandioso, a pesar de su humildad vegetal. Como tan maravillosamente escribe mi amiga Kika Romero, los árboles encarnan misteriosamente la palabra “presencia” porque despliegan su ser rotundo ante el observador, sin ostentación alguna, bien hincados en la tierra, fieles a ella al tiempo que alzan su verticalidad al cielo como queriendo tocarlo con sus más altas ramas. Observad en la siguiente foto el hermoso ejemplar de olmo solitario al que me refiero y preguntaros si lo calificaríais o no de grandioso.




La percepción pura nada tiene que ver con la posesión egoísta. Y es que, como escribió Hermann Hesse, “la belleza no hace feliz al que la posee, sino a quien puede amarla y adorarla”. Dilaté mi visita a Villa Emo todo lo que pude para empaparme bien de su belleza tangible, abarcable, tranquilizadora por humana, una necesidad que sentía, acaso como desquite a la fealdad indigerible de la penosa realidad social y política que había dejado en España, que tanto me solivianta y de la que necesitaba descansar.

































Si aquella misma mañana me había despedido de Venecia con tristeza inevitable, me reconfortó recordar que ahora se abría ante mi el fabuloso y soñado camino que me llevaría a conocer las tierras bajas del Brenta, las villas vénetas de Palladio y las ciudades de Vicenza y Padova, que vagamente recordaba de un anterior viaje realizado hace demasiados años. Cuando puse en marcha el silencioso motor del flamante Lancia de alquiler, sentí una sensación muy parecida a la felicidad, si es que no era la felicidad misma. También percibí que brotaba desde mi interior una confianza en mis propias fuerzas que no sentía desde hacía mucho tiempo y supe que el viaje tan minuciosamente proyectado sería completamente exitoso. Como el trayecto que me separaba de Paderno del Grappa, donde estaba Hotel San Giacomo, en el que me alojaría los dos próximos días, era de apenas veinte kilómetros, enfilé confiado la carretera provincial que pasando por el caserío de Fanzolo me llevaría a Asolo y, finalmente, a Paderno, con la certeza de que llegaría a mi destino con las últimas claridades de la tarde.

La horrorosa tormenta fuera de programa que se desencadenó sobre mí a la salida de Asolo casi estuvo a pique de dar al traste con mi optimismo. La somera explicación que recibí acerca de los mandos del automóvil y el inusitado fragor de los relámpagos pavorosos y truenos descomunales que acompañaban al repentino diluvio hicieron que no acertara a poner en funcionamiento los limpiaparabrisas, por lo que a duras penas distinguía la carretera. Despejando de mala manera el vaho de los cristales con el pañuelo y abierta la ventanilla izquierda para que no se volvieran a empañar inmediatamente, acerté a encontrar junto al arcén un espacio suficiente para sacar el vehículo de la carretera, temiendo en cualquier momento el porrazo que diera al traste con mi viaje allí mismo. Chorreando, pero aliviado, salí del coche y en rápida carrera recorrí el corto espacio que me separaba de un local inmediato, que resultó ser una tienda de moda. A la amable señora que me atendió le conté mi tribulación y que a causa cortina de agua no sabía exactamente dónde estaba, pues temía haberme equivocado de dirección en la rotonda por la que acaba de pasar. Afortunadamente no fue así y, después de invitarme a que esperase allí mientras el diluvio amainaba, me confortó saber que bastaría con recorrer el breve tramo recto que me separaba de la glorieta próxima y torcer por la primera vía que se abría a la derecha, para que, después de un corto recorrido, me hallara en Paderno del Grappa e inmediatamente viera la fachada del Hotel San Giacomo, meta final de la jornada.


Hotel San Giacomo, en Paderno del Grappa

El percance convirtió en triunfal mi llegada al hotel, cuyo entorno reconocí gracias a mis incursiones en el Street View. Cuando estacioné el coche en el aparcamiento, paré el motor y sintiéndome definitivamente seguro, respiré con el alivio de poder constatar que mi primera etapa automovilística había acabado sin que se produjese el percance que momentos antes me había parecido casi irremediable. Pero la verdadera apoteosis llegó un poco más tarde. Fue cuando después de tomar posesión de mi habitación, sencillamente magnífica, abrí la ventana y vi alzarse sobre el caserío y las huertas familiares de Paderno, directamente enfrente, casi retadora, la enorme mole del Monte Grappa, contra un cielo aclarado de repente y en el que los últimos rayos solares se despedían con un despliegue espectacular de flotantes nubarrones sobre un mar de tonos azulones, plateados y fulgurantes estallidos rojizos, que viraban al violeta y hasta con ribetes de amarillos improbables, en una composición muy próxima a los cielos de algunos lienzos de Tiziano, uno de los máximos exponentes universales de la escuela veneciana de pintura.











Asomado a la ventana, extasiado ante el espectáculo y aspirando el humus que ascendía de la tierra mojada por la reciente tormenta, decidí bajar a las solitarias callecitas de Paderno para captar con mi cámara algunas fotos de aquel pequeño enclave incrustado en las faldas del macizo del Grappa y cuya existencia ignoraba antes de preparar la ruta de mi peregrinaje por las tierras vénetas. Fue entonces cuando reparé en que mientras durara mi viaje por aquel universo, tan alejado de los afanes diarios, estaría siguiendo al pie de la letra un sabio consejo de mi admirado Antoine De Saint-Exupery: "Haz de tu vida un sueño, y de tu sueño una realidad".
 
 
















"Cada cosa real es modelo para la inferior y reflejo de la superior",
escribió Proclo de Bizancio en el siglo V d.C.

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