jueves, 28 de marzo de 2013


MIÉRCOLES SANTO EN MÁLAGA: TRES PARACAIDISTAS CAEN DESMAYADOS
EN LA IGLESIA DE SAN JUAN



En posición de firmes ante el Cristo de Ánimas de Ciegos






De la noticia se ha hecho eco el Diario Sur de hoy, Jueves Santo. En los titulares ya aclaraba que los desmayos tuvieron lugar durante el acto religioso celebrado ante el Cristo de Ánimas de Ciegos en la malagueña iglesia de San Juan.

La noticia del desmayo de estos hombres fornidos fue atribuida por el cronista del periódico a un posible exceso de calor durante la celebración del acto o a la forzada postura que hubieron de mantener a lo largo de toda la ceremonia. La primera hipótesis no me parece creíble, porque yo estuve allí y no aprecié que la temperatura fuese tan excesiva como para que nadie se desmayara, y mucho menos estos militares aguerridos y tan acostumbrados a situaciones extremas. Y en cuanto a la segunda, tampoco la creo probable: Para quien, por edad, tuvo que hacer el servicio militar obligatorio, sabe de las muchas horas que los reclutas teníamos que aguantar a pleno sol, los interminables ejercicios, las largas marchas con el fusil CETME a cuestas, que pesaba lo suyo y, lo más duro de todo, las sesiones de ensayo para que la Jura de Bandera resultara tan perfecta como un mecanismo de relojería.

De lo que sí puedo dar fe es de la sobria belleza de la ceremonia celebrada en la iglesia de San Juan y del calor de otra naturaleza que sofocó el ambiente en el interior del templo cuando los paracaidistas entonaron “La muerte no es final”:

                              Cuando la pena nos alcanza,
                              del compañero perdido.
                              Cuando el adiós dolorido,
                              busca en la fe su esperanza
                              en tu palabra confiamos
                              con la certeza que Tú,
                              ya le has devuelto a la vida,
                              ya le has llevado a la luz.











¿Cómo no recordar en esos momentos los seres queridos que nos han dejado y abandonar nuestras máscaras por unos instantes para dejarnos penetrar por esa necesidad inexplicable de vida eterna que se esconde en el corazón de los hombres desde que la Humanidad emerge en las tinieblas de los tiempos?

Las viriles voces, el estruendo de los tambores y trompetas del batallón, que restallaron en las bóvedas barrocas de la iglesia como aldabonazos en las conciencias, veladas por el humo del incienso que enrarecía el aire en la garganta, mientras que las toses apenas disimulaban los nudos como puños y los pañuelos enjugaban lágrimas inoportunas que furtivamente brotaban de manantiales largo tiempo agotados. ¿Acaso no hubiéramos tenido que ser de piedra para no sentir emoción alguna ante la singularidad del momento?

Para mi tengo que estos mocetones fuertes y valerosos se desmayaron de pura expectación emocional: las razones del corazón, de las que hablaba Pascal. Lo cual no solo me parece mucho más poético, sino que, sin pecar de exageración, creo que se ajusta más a la realidad vivida. Tanto, que los versos del romance del Mío Cid referidos a la Jura de Santa Gadea cobraron de pronto una inusitada corporeidad en mi memoria: “Las juras eran tan fuertes/ que a todos ponen espanto/ sobre un cerrojo de hierro/ y una ballesta de palo...”


Inicio del Vía Crucis en el interior de la Iglesia de San Juan

Instalando al Crucificado en su trono procesional






En cualquier caso, salir a la calle una vez acabada la ceremonia religiosa sirvió para expandir los pulmones y que las tensiones acumuladas se aliviaran, pero, aún bajo el cielo luminoso de la primavera malagueña, el desfile de los caballeros paracaidistas con el Crucificado a hombros seguía siendo la escena soberbia de un teatro improbable que a más de un transeúnte mañanero cogió de improviso y que se acercó al cortejo atraído por el estruendo anunciador de las trompetas y tambores, sobre todo a los centenares de miles de forasteros y turistas que durante la Semana Santa recalan en Málaga abarrotando calles y plazas. En sus rostros y gestos pude leer el asombrado arrobo que experimentaban ante semejante espectáculo. Al fin y al cabo, encontrarse en plena calle con la imagen de un Cristo del siglo XVII, portado por paracaidistas del siglo XXI, no es un suceso que pueda contemplarse todos los días.































La escultura del Cristo de Ánimas de Ciegos data de 1649 y se debe a Pedro de Zayas, quien la talló para la Hermandad de las Ánimas del Purgatorio, radicada desde mediados del siglo anterior en el convento franciscano de San Luis el Real y que hunde sus raíces en la legendaria historia de los monjes ciegos, adiestradores de las mujeres musulmanas tras la toma de la ciudad por los Reyes Católicos.

La bicefalia típica de las cofradías de la época trajo consigo en esta hermandad la peculiaridad consistente en que uno de los mayordomos fuera invidente, un hecho que se perpetuó y en recuerdo del cual, pasados los siglos, fueron declarados los ciegos de la ONCE hermanos mayores honorarios de esta peculiar cofradía. A partir de 1646, después de reformada la capilla, fue cuando se planteó la realización de un crucificado que sirviera de titular, incorporando así otra novedad dentro de las hermandades de ánimas, que solían venerar imágenes pictóricas mus estadarizadas.






















La imagen del Cristo es de marcada frontalidad derivada de su concepción para ser vista en el retablo de la iglesia, mostrando el arcaísmo de su composición al presentar una suavidad estética más propia de un manierismo arcaicamente italianizante que del exacerbado barroquismo imperante en la época de su realización. La suave ondulación de su cuerpo, el desplome de la cabeza y su policromía a pulimento delatan claramente que dicha filiación manierista se ha conservado a pesar de las restauraciones que ha necesitado la vieja talla desde la década de nuestro Siglo de Oro posterior a aquella en la que murió el gran Lope de Vega (fallecido en 1635), autor del célebre “Soneto a Jesús Crucificado” que a continuación transcribo.








   ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
   ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
   que a mi puerta, cubierto de rocío,
   pasas las noches del invierno oscuras?

    ¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras
   pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío
   si de mi ingratitud el hielo frío
   secó las llagas de tus plantas puras!

    ¡Cuántas veces el ángel me decía:
    Alma, asómate agora a la ventana;
   verás con cuánto amor llamar porfía!.

   ¡Y cuántas, hermosura soberana,
    “mañana le abriremos”, respondía,
   para lo mismo responder mañana!”












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