jueves, 11 de abril de 2013


Celibato sacerdotal: Refutación y elogio de la Iglesia
o la salvación por el Arte







El artículo que sigue es la transcripción de una larga carta que escribí como respuesta a la recibida de un un buen amigo, sacerdote durante muchos años, que a partir de un determinado momento de su vida no pudo conciliar la soledad afectiva y sus necesidades sexuales con el celibato exigido por su estado sacerdotal.

Tan dolorosa contradicción íntima acabó resolviéndola, después de un doloroso calvario personal, pidiendo la secularización a la Iglesia para poder casarse con la mujer amada. Han pasado casi dos décadas de esto y hoy es feliz padre de dos hijos, a pesar de lo cual continúa sintiendo que una parte de su vida, la sacerdotal, le ha sido arrancada indebida e injustamente. A pesar de que conserva intacta la fe que le llevó a abrazar el sacerdocio y es miembro practicante de la Iglesia, se sigue considerando sacerdote. Casado, pero sacerdote. Solamente al ver las cosas desde afuera, sin estar implicado en ellas, considero que resulta posible afirmar con objetividad que el concepto de la Iglesia que tiene mi amigo no coincide en absoluto con la Iglesia jerárquica existente y, por consiguiente, con su organización eclesial, a la que ve como una desviación de la originaria. En resumen, que la Iglesia debería ser tal como él piensa y no tal cual es.

Según la estricta doctrina católica, no deja de tener razón al seguir considerándose sacerdote, porque el orden sacerdotal es para la Iglesia un sacramento que “imprime carácter”, al igual que el Bautismo o la Confirmación. El matrimonio no imprime carácter, porque puede volver a repetirse después de la muerte de uno de los cónyuges, pero esto queda compensado por su carácter indisoluble. De este modo, en todos los casos, a los sujetos que reciben estos sacramentos se les queda impresa una huella indeleble de carácter sagrado que ninguna autoridad, ni siquiera la eclesial, puede ya eliminar. La contradicción es resuelta por la jerarquía eclesiástica mediante la reducción al estado laical del casado, que conlleva la “suspensión a divinis” por que se le prohíbe la manifestación pública de las potestades vinculadas al sacerdocio, especialmente la celebración de la eucaristía y la confesión a los fieles.

A pesar de que esta disposición del Derecho Canónico es taxativa, hay en España unos seis mil curas casados, que representan aproximadamente el 18 % del total de sacerdotes existentes, algunos de los cuales ofician celebraciones litúrgicas en comunidades de base o siguen ejerciendo su ministerio pastoral en distintas parroquias con el conocimiento tácito de la jerarquía. Esta realidad afecta a la Iglesia Católica de todo el mundo, en la que unos cien mil sacerdotes están casados, con lo que la controversia interna de la Iglesia de Roma acerca de la exigencia sacerdotal del celibato mantiene abierta la polémica doctrinal que se inició cuando esta disposición de obligado cumplimiento fue aprobada en el siglo XII.

Mientras que el descenso de vocaciones para el sacerdocio sigue creciendo en Europa y la contestación al celibato también aumenta, la Iglesia ha venido adoptando fórmulas temporales sobre este particular, desde el reconocimiento tácito en algunas diócesis y parroquias del ministerio religioso de los sacerdotes casados, sobre todo en pequeñas comunidades, hasta la declarada permisividad a los pastores anglicanos casados que se convierten al catolicismo para que puedan seguir viviendo con sus esposas.

Como información adicional, debo añadir que la cuestión del celibato responde a una disciplina eclesiástica sujeta a cambio, que de hecho cambió y que puede, teóricamente, seguir haciéndolo, ya que no se trata de un dogma de fe sino, por decirlo con claridad, de una regla funcional de carácter interno. La contradicción se acentúa porque la Iglesia Ortodoxa admite sacerdotes casados, cuyas ordenaciones son válidas a criterio de las autoridades vaticanas. Más todavía, la misma Iglesia Católica ordena sacerdotes a hombres casados en los países donde predomina el rito bizantino (por ejemplo en Ucrania, por mencionar uno), los cuales siguen manteniendo su vida matrimonial después de la ordenación.



La historia del celibato sacerdotal es larga y compleja. Hasta el año 1123, con el primer Concilio Lateranense, no se reglamentó que el candidato al orden sacerdotal debiera abstenerse de mujer, decretando que el matrimonio de una persona ordenada era inválido, de modo que todo trato sexual con mujer era simple concubinato una vez recibida la ordenación sacerdotal. Aunque quepan algunas matizaciones, puede decirse que dentro de este espíritu fueron reglamentando todos los Concilios celebrados desde entonces.

Alfonso de Borja, Calixto III, que convocó
el Primer Concilio Lateranenese

Aunque parezca obvio que la cuestión del celibato sea algo que afecta exclusivamente a la Iglesia y a sus fieles, son muchos los que desde afuera, incluyendo muchos declaradamente ateos, opinan y hasta exigen a la Iglesia su supresión, algo que me parece tan absurdo como si pidieran a una sociedad deportiva a la que no pertenecen que modificara sus estatutos por la simple razón de que a ellos no les gustan. En este sentido se oye con frecuencia expresiones del tipo "la Iglesia impone a los sacerdotes el celibato", o bien en forma interrogativa, “¿porqué los sacerdotes no se pueden casar?".

En mi opinión, aún entendiendo que el celibato es una disposición eclesiástica, una "ley" de la Iglesia, no me parece que sea del todo correcto hablar de "imponer" el celibato, o de "obligar" a nadie al mismo. Considero que el candidato al sacerdocio dispone de largos años para reflexionar y prepararse, por lo que no creo que sea lícito hablar de "obligación" en sentido de "imposición forzada". Pienso que en la Iglesia Católica nadie está obligado a ser célibe, sencillamente porque nadie está obligado a ser sacerdote, al igual que nadie está obligado a contraer matrimonio, aunque, como a duras penas admite San Pablo en su Primera Epístola a los Corintios: “A los solteros y a las viudas les digo que es mejor que se queden como yo; pero si no pueden contenerse, que se casen: más vale casarse que abrasarse”.

Resulta paradójico que subsista la polémica en nuestros días y hasta resulta sospechoso que muchos de los que consideran a la familia y al matrimonio estructuras sociales caducadas, aboguen por que los curas se casen. Por no hablar de todos aquellos que serían capaces de firmar los versos escritos por Quevedo, declarado enemigo del matrimonio y que estudió Teología, en los que dice con acerada lengua:


Eso de casamientos, a los bobos,
y a los que en ti no están escarmentados,
simples corderos, que degüellan lobos.

A los hombres que están desesperados
cásalos, en lugar de darles sogas:
morirán poco menos que ahorcados.

No quieras que en el remo, donde bogas,
haya, por consolarte, otro remero,
y que se ahogue donde tú te ahogas.

Don Francisco de Quevedo y Villegas

A pesar de que mi postura respecto al celibato sacerdotal la he adelantado ya, en la carta que dirigí a mi amigo abordé otras consideraciones personales más profundas, que tienen que ver con mi visión personal del mundo y cómo se manifiesta en la actitud práctica que mantengo ante la Iglesia Católica, sujeta hoy en España a tantos ataques y descalificaciones dignas de mejor causa. Por pensar que a alguien podrían interesarle mis opiniones es por lo que, después de darle algunas vueltas, he decido publicar en este blog el texto íntegro de la carta a la que vengo haciendo referencia.

Advierto a quien caiga por aquí tanto que se trata de un texto largo, como que no me excuso por ello. A todos los niveles, estamos metidos en un proceso de “jibarización” mental, que en España es particularmente alarmante. Creo que cuando el premio Nobel Gao Xingjian diagnosticó hace unos años que la simplificación es la enfermedad más extendida de nuestro tiempo tenía toda la razón. Más aún, que la peor enfermedad de todas las posibles es, precisamente, esa manía de simplificar, de reducir. Decir en dos palabras lo que no cabe decirse en dos palabras puede llegar a ser el peor de los engaños. Las cosas tienen la complejidad que tienen, complejidad que no quiero sustraer a quienes lean mi blog. Desde esta perspectiva se explica que mi carta sea larga, algo no demasiado frecuente en los tiempos que corren.

Cambiando el nombre del verdadero destinatario, he aquí, finalmente, el texto epistolar que dirigí a mi amigo "sacerdote casado":


Querido Miguel:

Construir nuestra visión de Universo y elaborar un discurso lógico y razonable ante su realidad constituye una tarea insoslayable del ser humano. Ante semejante búsqueda, cada uno debe arriesgarse a poner en juego todas sus capacidades cognitivas, porque cuanto más profunda y total sea su implicación, mayor será la probabilidad de acierto con la que aborde y resuelva los enigmas esenciales que como seres humanos, esto es, entes dotados de razón y conciencia, tenemos planteados. “Puede que todos seamos ignorantes, lo que pasa es que no todos ignoramos las mismas cosas”, decía Einstein.

En semejante tarea no cabe ignorar las esenciales aportaciones del conocimiento científico, que alcanza hoy, en los inicios del tercer milenio, un nivel jamás antes imaginado y que afecta a la esencia misma de todo lo existente, de la materia, del espacio y del tiempo. La Cosmología, la Física de partículas, la Biología, la Nanotecnología, la Paleontología, la Medicina, y hasta las llamadas impropiamente “ciencias humanas”, Historia, Sociología, Psicología, Antropología, etc., aportan un bagaje de información absolutamente insoslayable para encontrar nuestro propio rostro y enfrentarnos al famoso lema que aparecía inscrito en el frontispicio del templo de Delfos y que es la base reflexiva, tanto de la Sabiduría Antigua desde Sócrates, como de cualquier tipo de saber humano: “Conócete a ti mismo”. Estoy convencido de que el contrato entre lo maravilloso y lo positivo, del que hablaba Paul Valèry, no se ciñe únicamente al domino de las ciencias físicas o matemáticas.

Lo que es verdad para estas ciencias también juega, sin duda, en las ciencias humanas y en nuestro mundo interior: “Todo lo que sube, converge”, escribió el altísimo Teilhard de Chardin. Sólo que cuesta mucho percibirlo. Como conclusión primera, debo decir que ignorar o conculcar violentamente el paradigma científico, tan abierto a equilibrios y a horizontes imposibles como las bóvedas casi ingrávidas de las catedrales góticas, es no solo ignorar la realidad en la que somos y estamos, sino apostar por permanecer en ese Parque Jurásico por el que casi todos los representantes de las religiones se siguen moviendo como Perico por su casa.


El padre Pierre Teilhard de Chardin
No hace falta cuestionar desde su misma base los fundamentos del cristianismo para que un observador imparcial repare sin dificultad alguna en que el Jesús que nos presenta los evangelios es furibundamente anticlerical y que jamás pasó por su cabeza la idea de fundar iglesia alguna, así como de instituir esos rituales mágicos que los creyentes denominan “sacramentos”, por los que la Iglesia intenta mantener el control sobre sus fieles, especialmente aquellos que “imprimen carácter”, es decir, que haga lo que haga, el afectado tiene que apechugar con sus consecuencias mientras viva, lo mismo que tiene que aguantarse por haber nacido rubio o moreno, inteligente o idiota.

Conforme pasan los años y soy mayor, más me escandaliza esa facilidad que tienen muchos seres humanos para resolver las cuestiones esenciales según los dictados de presuntas revelaciones divinas que afectan tanto al orden cósmico como, asombrosamente, a la forma personal de vivir y, de manera muy concreta, a cómo practicar una característica que es común a todo bicho viviente, como es la sexualidad. Como se dice hoy, yo es que alucino. No me cabe duda de que la educación juega un papel esencial en la adquisición de una mentalidad crítica capaz de discernir la realidad de tantas fantasmagorías que hemos heredado de un pasado en el que el libre examen de la realidad, de cualquier realidad, estaba terminantemente proscrito por esa misma Iglesia que en nuestros días, al tiempo que constituye la mayor organización no gubernamental del mundo en favor de los más pobres, desheredados o marginados, sigue defendiendo, sin apearse del burro, las mismas aberraciones teóricas y supersticiones que tanto lastraron el desarrollo de ser humano en cuanto a individuos dotados de razón y, por supuesto, de libertad.

A estas alturas, no cabe negar que la Iglesia lleva dos mil años construyendo y sosteniendo un edificio que cada día se aguanta menos, porque, sencillamente, y por decirlo con absoluta propiedad, supone una afrenta a la racionalidad y al libre albedrío, esos dones especiales que distinguen al hombre de los animales. Dones cuyas consecuencias tú restringes, querido Miguel, o no llevas a su desarrollo lógico, porque, debo decírtelo, te quedas en algo que te afecta a ti, que te molesta a ti y que, por haberlo padecido en tus carnes, te parece vital, sin darte cuenta de que la cuestión del celibato impuesto por la jerarquía eclesiástica es un detalle periférico y hasta anecdótico de la represión general ejercida por la Iglesia contra la sexualidad humana y el placer carnal, degradado bajo el apelativo de “concupiscencia de la carne”.


El Jardín de las Delicias, de El Bosco

Cualquiera puede observar que la cuestión del celibato sacerdotal afecta a muy pocos individuos, mientras que la sexualidad mutilada que la Iglesia propugna como modelo afecta a muchísima gente y ha causado daños e injusticias irreparables a lo largo de la Historia. La postura de la Iglesia radicaliza irreductiblemente el enfrentamiento entre razón y libertad, de una parte, y las normas que la Iglesia intenta colar como “derecho natural”, pese a que su modelo contradiga las exigencias más elementales de la biología, de la sexualidad humana y del erotismo, desprecia los valores de la mayor parte de las civilizaciones conocidas y supone, de hecho, la negación de las aportaciones culturales de Grecia, Roma, el Renacimiento, la Historia del Arte, las Ideas Estéticas y el sursum corda. Vincular la sexualidad y el erotismo a la reproducción, y ésta siempre que sea dentro del matrimonio indisoluble, es una solemne barbaridad que adjudica a la especie humana el determinismo ciego que rige la vida animal y solamente puede ser defendida desde ese miedo a la libertad que tan magníficamente analizara Erich Fromm en un célebre ensayo. Cuando el conocimiento humano es capaz de reconocer, entender y prever el comportamiento de la naturaleza, así como sus posibles impactos sobre la vida, en el desarrollo de la comunidad o en el entorno general, entonces éste se integra y sistematiza en un conjunto de postulados axiomáticos que conforman una disciplina, una cultura y, en última instancia, una ciencia. Sin embargo, la frustración es la consecuencia de que los hechos de la vida real sean ignorados por la sujeción a unas pautas de comportamiento ignorantes de que hay una fuerza vital en el universo que siempre se rebela ante las barreras impuestas para ahormar la realidad con imposiciones basadas en dogmas religiosos, en el peor sentido que se le puede dar a esta palabra.


Auto de fe de la Inquisición. Goya

Por otra parte, admitir que alguien sea moralmente superior por defender un código sexual más restrictivo que otros significaría que el discernimiento de los criterios morales corresponde a la entrepierna, no al intelecto y a la conciencia individual de la persona. Aunque me referiré a este asunto más adelante, de lo ya dicho cabe adivinar cuáles serán mis conclusiones personales acerca del celibato sacerdotal.

La percepción de la dualidad de todas las iglesias en general y de la Católica en particular (las iglesias como cánceres y las iglesias como crisálidas”, a las que se refirió Arnold Toynbee, el gran periodificador de las civilizaciones, carece de remedio. En cualquier orden impuesto, como es, por definición, el religioso, no es posible distinguir entre la posible bondad o maldad de ningún dogma concreto (palabra que utilizo en su acepción más general, como principio básico considerado como cierto e innegable), porque lo malo no está en los dogmas particulares, sino en el carácter dogmático mismo. “Las ideas se tienen, en las creencias se está”, escribió luminosamente Ortega y Gasset. Las ideas son elaboraciones de un saber reflexivo producto del conocimiento, por eso cuando se quiere entender a una persona, su experiencia y su vida, se le suele preguntar cuáles son sus ideas. Con ello intentaremos saber todo lo que en ella aparece como resultado de su cualidad de ser racional, de ser sujeto reflexivo.

Las creencias, por el contrario, suponen un mundo anterior, mucho más primitivo porque no son productos elaborados por nuestra capacidad pensante. Por eso, con las creencias no tenemos nada que hacer porque, simplemente, estamos en ellas. El lenguaje vulgar ha acuñado la expresión “estar en la creencia”. Con estas consideraciones no resulta difícil entender que no es correcto y que hasta puede resultar peligroso confundir ambos conceptos o usarlos como sinónimos, sobre todo en un mundo como el nuestro en el que la reflexión brilla por su ausencia, a pesar de existir unas bases de información como nunca habíamos tenido los seres humanos a nivel individual. En el año que estamos resultaría ridículo proponerse construir un artefacto mecánico impulsado por pedales para llegar a las Luna: el concepto de cohete es algo preliminar e indispensable. Como escribo en mi novela El Fuego de San Telmo, solo la ignorancia, las contradicciones y los miedos llevan a los humanos “a organizarse en sociedades restringidas en las que emboscarse, y desde las que acorazan sus opiniones mediante el simple procedimiento de otorgar a sus criterios la definitiva validación conferida por una divinidad tutelar que los exima de la, para muchos, nefasta manía de pensar. Se trata, en definitiva, de que es el temor a la propia libertad lo que sustenta las religiones institucionalizadas, para las que el hombre es un idiota en permanente minoría de edad y al que hay que proteger de sí mismo”.





Por otra parte, y para agigantar el problema, el principio de excelencia no se rige por letanías igualitarias y, lo que es todavía peor, no será nunca democrático porque siempre resultará incompatible con las creencias de las masas: lo fácil es de práctica universal, mientra que lo difícil cuesta muchísimo trabajo y, por eso mismo, está reservado a los mejores. Es bien sabida la proposición física de que la calidad está reñida con la cantidad y, desde luego, nosotros vivimos totalmente inmersos en el reino de la cantidad. De ahí que la búsqueda de la sabiduría, que en parte es conocimiento y en parte sentimiento, sea recorrer en solitario un camino no trazado y que deberá explorar cada individuo impulsado por sus propios medios, como saben todos los alpinistas aficionados a escalar las alturas y, desde luego, los místicos de todas las religiones. Lo demás me parece superchería o demagogia.

Ante semejante panorama, esa dualidad valorativa que forma parte de mi visión de la Iglesia es irreversible (y siempre lo será por considerarse depositaria de una revelación divina), yo he adoptado una postura absolutamente pragmática. Hace tiempo que me hice la pregunta siguiente: ¿Sería mejor nuestro mundo sin la existencia de la Iglesia? Por muchos motivos que ahora no procede abordar tan detenidamente como me gustaría, llegué a la conclusión de que de ninguna manera sería mejor, sino mucho peor.

Conozco muchísima gente incapaz de reconocer un código ético que no sea cohercitivo y a las que no cabe despojar del impuesto por su religión particular si con ello se consideran más satisfechos o éste les estimula a ser mejores. A fin de cuentas, creo que cualquiera convendrá conmigo, siquiera sea por propia conveniencia, en que resulta mejor para todos los que estamos obligados a convivir que resulta preferible, sobre todo en los tiempos que corren, aceptar un código ético que no tener ninguno: acceder a la práctica de las virtudes por temor al castigo divino y no por amor a las mismas. Por otra parte, es de justicia reconocer las probadas acciones de solícita beneficencia que la Iglesia desarrolla a nivel mundial, que llegan incluso a la abnegación heroica en muchos países y lugares especialmente conflictivos

Existe un segundo motivo que valoro: aunque sea a su pesar, la Iglesia lidera un frente contra la imposición de ese pensamiento único falsamente progresista que, bajo las proclamas de un igualitarismo tan torpe como programado, pugna por instalarse para nivelar nuestras sociedades por su más bajo rasero, el del electroencefalograma plano. Para alguien que considera la libertad individual un valor supremo a defender, resulta deseable que existan alternativas al pensamiento único, cuantas más, mejor. Y a este respecto me da lo mismo que a esa necesaria pluralidad contribuya la Iglesia o el mismísimo demonio.



Por otro parte, y como no hay peor cuña que la de la misma madera, la solidez del cristianismo, en cualquiera de sus divisiones, es la mejor contención posible a la consolidación de las más fanáticas versiones del islamismo en los países occidentales, una plaga que extiende día a día sus redes de intolerancia ante la pasividad de nuestras anestesiadas sociedades que, por comodidad o miedo, prefieren, como ocurre en España, mirar hacia otra parte y no enfrentarse a un problema tan perentorio como peligroso.

Así pues, yo tengo resuelta la cuestión práctica y puedo decir abiertamente cuál es mi actitud exterior ante la Iglesia, la que, en definitiva, es percibida por los demás. Aunque soy consciente de que su doctrina (que no ha cambiado más que en su presentación externa) me condene por herejía recalcitrante al mismísimo infierno y que en tiempos demasiado recientes mi cuerpo habría sido purificado por caritativas hogueras, con el aplauso de sus fieles creyentes, yo acepto a la Iglesia, su libertad de existir y, más todavía, frente a sus vociferantes enemigos, la defiendo y hasta apoyo económicamente como modestamente puedo con mi declaración de la renta, amén de otras aportaciones puntuales, dinerarias y no. Algunas veces me produce verdadero pasmo verme como el único o principal defensor de la Iglesia en círculos en los que los ataques más enconados suelen venir de muchos de los que se consideran sus fieles. Y es que el "fuego amigo" suele provocar daños tan mortales como el producido por los más declarados enemigos.  

Para mi, en este mundo materialista y ramplón hasta la náusea, la Iglesia Católica es un bien a preservar, tanto que formalmente pediría a la Unesco que la declarara Patrimonio de la Humanidad, como esos museos, monumentos o conjuntos naturales que exigen protección a la sociedad civil. No hace falta añadir que mi voluntad nada tiene que ver con que me crea una palabra de sus fundamentos teóricos o conclusiones prácticas, sino que prefiero vincularla a la actitud piadosa de todos los que se apoyan en semejante base para practicar la virtud de la caridad, incluso en naciones donde la Iglesia es excluida o perseguida por credos fanáticos que no han alcanzado, voluntariamente o por causa de las circunstancias históricas, su grado de civilidad. Como ves, querido Miguel, se trata de aplicar el tomismo (o aristotelismo, si lo prefieres) puro y duro: entre dos males siempre es aconsejable elegir el menos malo.


A veces, lo que puede resultar bueno para una mayoría es inaceptable o inadecuado para individuos concretos ubicados en otros parámetros evolutivos. Como sus preceptos no me afectan en absoluto, empezando por el celibato sacerdotal, acepto a la Iglesia tal como es. Me da igual que sus dictados de obligado cumplimiento se llamen dogmas o sean normas imperativas de carácter interno: una organización no sustentadas sobre principios lógicos o racionales tan solo podrá mantenerse respetando escrupulosamente su jerarquía y las normas emanadas de ella, pues resulta evidente que cualquier ladrillo que se destruya dará al traste con el edificio entero. Sin necesidad de incidir en a su pretendido origen divino, la Iglesia ha almacenado tanta hojarasca innecesaria y absurda, desde la virginidad de María Santísima hasta la infabilidad del Papa cuando habla “ex cathedra” sobre fe y costumbres, que a estas alturas le resulta imposible volverse atrás de todo lo que ha hecho o deshecho a lo largo de su historia, que, entre otras cosas, ha consistido en condenar cualquier cosa que a juicio de su jerarquía pudiera atentar contra la integridad de su doctrina, desde la rotación de la Tierra alrededor del Sol al liberalismo, pasando por la evolución de las especies o la masturbación. Por ello, detenerse especialmente en la cuestión del celibato es como contemplarse el ombligo. Con la Iglesia no se puede hacer otra cosa que con las lentejas: que si quieres las comes y si no las dejas. O, dicho de manera más poética con un verso de Juan Ramón Jiménez: ¡No le toques ya más, que así es la rosa!  Y todos sabemos que no hay rosas sin espinas...



Antes que abordar la cuestión sexual, en cuya baja apreciación (al menos en teoría) por parte de la Iglesia es preciso inscribir el problema del celibato sacerdotal, quiero hacerte otra precisión, en este caso filosófica, que no es baladí por sus implicaciones acerca de mi postura favorable a la Iglesia; Una de las constantes de mi vida, desde que era niño, ha sido mi interés por el universo de las formas, concretado muy tempranamente en el estudio de la Historia del Arte, un espacio en el que la Iglesia ha jugado un papel absolutamente decisivo desde hace dos mil años. De ahí que no sea dislocado que yo tenga en cuenta ambas realidades para concretar mi actitud personal frente a la institución eclesial, a pesar de que el capítulo de lo sagrado desborde infinitamente el marco referencial de cualquier creencia institucionalizada y es anterior a la implantación de ninguna de las hoy existentes. Del mismo modo que la necesidad de alimentarse es vital para los seres vivos, desde las amebas unicelulares a los refinados gourmets que se permiten el lujo de comer en los restaurantes aconsejados por la Guía Michelin, las consecuencias biológicas son idénticas: la producción de deshechos en forma de excrementos. Por expeditivo y contundente, no me resisto a apelar a la sabiduría popular que subyace en el castizo dicho de que “como come el mulo, así caga el culo”.

De este modo, y así ha sido percibido por personas mucho más altas y sabias que yo, la estética puede ser, desde Platón, la base de la ética, de cualquier ética arraigada en el hombre, pero casi nunca al revés. Como siempre que se hable de razones filosóficas, hay que volver a los griegos y a Hegel. El paso siguiente es muy fácil de dar: mi reconciliación con la Iglesia viene dada por mi capacidad sincera de incluirla en el Universo del Arte, que es, al mismo tiempo, el del artificio, esto es, el ser un artefacto concebido por el hombre que sirve para incidir en la naturaleza animal o en azar para reconvertir sus fuerzas ciegas en fenomenología humana. Ni más ni menos.

Como señala magistralmente el filósofo Eugenio Trías, la misión principal de la cultura es preservar, acoger, dejar ser a la Obra de Arte (que escribo en mayúsculas por las mismas razones que lo hago con la Iglesia), divulgarla y permitir que se perpetúe en una creatividad que no admite tergiversaciones. La Obra de Arte es el mejor testimonio de que disponemos para nuestro reconocimiento en el mundo. Tiene en la filosofía y en las ciencias (matemáticas, físicas, humanas) el complemento adecuado que nos permite cumplir el imperativo délfico y socrático al que ya me he referido. La obra de Arte se impone, como las divinidades antiguas, con su sola presencia, aunque a veces retrasa su pleno reconocimiento. Constituye algo inesperado y sorprendente, una revelación que nos visita cuando menos lo atendemos; incluso, a veces, cuando ya desesperamos de encontrar su luz en nuestra vida contemporánea. La Obra de Arte es Excepción que terminará convirtiéndose en Regla.



Fotograma de "La chaqueta mecánica"

El mundo es una basura, pero estamos vivos”, dice el recluta Bufón al final de esa magistral película bélica que es La chaqueta metálica, del garn Stanley Kubrick. El mundo está lleno de peligros y de potencias hostiles, pero posee chispazos de verdad que deben ser trascendidos. Y la Obra de Arte, capaz de todas las sublimaciones, con su portentosa fuerza integradora, da exposición y expresión a las contradicciones que anidan en nuestro corazón y en nuestro cerebro. Explorar el corazón de la mente es la tarea esencial de la gran Obra de Arte. La Mente del yo, del nosotros, del cosmos. De la mente humana y también de sus desarreglos, de la imperfección, de la locura, de la megalomanía. Pero también del heroísmo, del sacrificio o del más alto exponente de sobrecogedor altruismo que es la caridad, ese concepto sobrenatural que solamente el cristianismo aporta.

Cuando me enfrento a Las Meninas, no me preocupo por las cualidades humanas de Velázquez, ni me pregunto si fue libertino o un tipo honesto. Cuando me encuentro ante el David o El Juicio Universal de Miguel Ángel, no me importa saber si al artista le gustaban los cuerpos de los muchachos o de las chicas. Si me entrego al placer de contemplar La vocación de Mateo, del Caravaggio, carece de relevancia considerar si su autor fue pendenciero y homicida o un santo varón. Una vez producida, la Obra del Arte deja de pertenecer al artista que la fabricó para convertirse en patrimonio común de la humanidad, de tal modo que no necesita justificaciones, ni, muchísimo menos, retoques, añadidos o mutilaciones. Solo cabe reconocerla, preservarla y respetarla en su integridad. Ante ellas quiero repetir el consejo del poeta: ¡No le toques ya más, que así es la rosa!





La Obra de Arte tiene mucho, muchísimo que ver con las Ideas en el genuino sentido ontológico de ese depósito aluvional de conocimiento que Aldous Huxley llamó Filosofía Perenne, un saber indisolublemente unido a su tronco platónico y hegeliano. En la Obra de Arte se manifiestan tangiblemente, aunque de modo altamente simbólico, esas tan denostadas Ideas, hoy orilladas, al parecer definitivamente, en nuestra cultura materialista. En ella juegan su partida de ajedrez Eros y Tánatos y da noticia de esa partida a Vida o Muerte. En el cerebro están las claves del Juego: allí reside el código secreto de todas las Obras de Arte. Cerebro y corazón definen en forma dinámica lo que somos. Lo mejor de la condición humana halla en las mejores Obras de Arte su adecuación, el ajuste con su espíritu inmortal y, por ende, su reconciliación. Trasciende ampliamente las legítimas aspiraciones de libertad y justicia, elevándolas a forma artística, figura de cultura, configuración de la Idea, porque esta tiene en la filosofía su concepto y en la Obra de Arte su exposición universal.

Casi no hace falta remachar que mi reconciliación con la Iglesia Católica viene dada por mi actitud personal de incluirla, dentro mi particular visión de la estética y del mundo, en el catálogo universal de las Obras de Arte que es menester proteger, respetar y hasta defender con uñas y dientes. Ya conoces la unamuniana historia de "San Manuel Bueno, mártir". Cosa bien distinta es que yo acepte para mi como parte indisoluble de una verdad revelada sus códigos de funcionamiento, que examino con el interés de un antropólogo y contemplo con la pasión de un esteta, aunque, en contrapartida, deba manifestar mi sincera admiración por un credo que defiende el amor al prójimo como valor máximo. La virtud teologal de la caridad es una cualidad cuasi divina, que, por eso mismo, está a un nivel muy superior a esa vaga “solidaridad” política que proclaman tantos idiotas como si fuera el no va más de los valores morales. Ninguna religión, antes o después del cristianismo llegó a tanto.

La Caridad, de William Adolphe Bouguereau

Dicho todo lo que antecede, la Iglesia no impide que me sienta absolutamente libre de restricciones para asumir el riesgo de vivir de acuerdo con mis revelaciones particulares, que el terreno de la praxis poco tienen que ver con las de la Iglesia, que en el asunto de la sexualidad suponen un absoluto disparate y hasta un un atentado contra la biología. Pero claro, para llegar a estas conclusiones es necesario proclamar que las bases de mi actitud ante la vida en general, y ante la sexualidad en particular, son elaboraciones convergentes de mi corazón y de mi cerebro, no exclusivamente de mi entrepierna.

He hablado del riesgo que supone vivir la vida de acuerdo con los códigos éticos elaborados por uno mismo en función de su inalienable libertad, una libertad que siempre deberá ser conquistada, nunca otorgada, como concesión de una gracia derramada por la Iglesia a sus fieles. En todo caso, glorioso riesgo porque, al decir del incurable idealista que fue Hölderlin, donde está el peligro, allí nace lo que nos salva”.

Fiedrich Hölderlin
Como ves, no he perdido mi espíritu de cruzado en pos de los Santos Lugares, aunque, en mi poquedad, yo no vaya a pasar a la historia como Don Pelayo o Ricardo Corazón de León, siempre he luchado por las causas que estimé justas y por las que, bien lo sabes, pagué un altísimo coste personal que soporté porque, como suele decirse, “para que ganen los malos no se necesita más que los buenos no hagan nada”. En fin, no sé, pero cada día comprendo menos las grandes cosas que algún día vislumbré y que hoy me aparecen rodeadas de oscuridad. Tal vez ―ojalá―, esté llegando a la inocencia socrática de saber que no sé nada, esa bendita inocencia a la que se refirió el hombre bueno, y altísimo poeta, que fue don Antonio Machado.

Durante casi toda mi vida he tenido la sensación de que más adelante tendría la ocasión de retomar los asuntos que entonces no acababa de comprender en su totalidad y que con el sosiego de la vejez me iría acercando a la sabiduría. Hoy veo muy borrosos los sueños de entonces y sólo me queda un rescoldo de aquellas ilusiones que espero no queden reducidas a cenizas durante el recorrido (corto ya) que todavía me queda por hacer. Por ahora, como otras muchas veces, imitaré el ejemplo de mi amada Escarlata O’Hara en “Lo que el viento se llevó", cuando en momentos de tormenta interior exclamó la célebre frase: “Ya lo pensaré mañana…” Pero, mientras llegue mi momento final, seguiré viviendo sin rendirme a la mediocridad imperante y sujeto dolorosamente a mi libre albedrío, en el que siempre he intentado asociar la razón con las leyes del corazón a las que se refirió ese raro ejemplar de hombre sabio que fue Blaise Pascal.

Por eso, mi actitud vital encuentra su modesto reflejo en los conocidos versos de Miguel Hernández:

Retoñaran haladas de savias y de otoños
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida
porque soy como el árbol talado que retoño,
aún tengo la vida, aún tengo la vida…





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