LAWRENCE
DE ARABIA,
El día 16 de diciembre
de 2005 se reunió en Ciudad Real el jurado calificador del Premio
Extraordinario de novela “IV Centenario del Quijote”, compuesto
por Antonio Martínez Sarrión, Ángel Caballero Serrano, Belén Ruiz
de Gopegui, Santos Sanz Villanueva y Felipe Pedraza, quienes
otorgaron dicho Premio a mi novela “El octavo pilar. Historia
secreta de Lawrence de Arabia”. Después de vicisitudes que ahora
no creo oportuno reseñar, mi obra fue publicada a los poco meses por
la Editorial Espasa, en una hermosa edición que hoy se encuentra
agotada. El Jurado tuvo en cuenta en su fallo "la indagación en el misterio de la vida y los secretos de la sentimentalidad, a través del famoso aventurero y militar británico T.E. Lawrence, en la línea de la mejor novela histórica, planteando una nueva relectura de la figura del héroe. Estamos ante un relato sutil y subversivo, emocionante y profundamente humano, llamado a levantar polémica entre los numerosos admiradores del mito británico".
En el primero de los
artículos que he venido dedicando al actual conflicto sirio en este
Blog, "Siria: La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad", aludí
a mi novela para resaltar el apasionado amor de Lawrence por Siria, un país a cuya independencia tanto contribuyó, así como a la de otras naciones árabes del Próximo Oriente. Quiero decir con esto que mi interés por Siria viene de lejos, aunque ahora se haya concretado en conocer la verdad de los horrores que la desgraciada nación siria viene padeciendo.
La confirmación de mi interés por Siria la puedo rastrear, al menos, desde que pocos meses antes
de enfrascarme en la escritura de “El octavo pilar” volví a ver
la genial película “Lawrence de Arabia”, que David Lean
dedicó al héroe británico, estrenada en 1962 y que contó con una
mítica interpretación de Peter O´Toole en el papel de Lawrence,
acompañado por un prodigioso elenco en el que cabe mencionar a Omar
Sharif, Anthony Quinn, Sir Alec Guinness, Sir Jack Hawkins, Sir Anthony
Quayle, José Ferrer, Claude Rains, Arthur Kennedy y Fernando Sancho,
entre otros. La película es grandiosa en su ejecución, su carga
dramática resulta épica y cuenta con un ritmo inquietante la
historia de la participación del coronel Thomas Edward Lawrence en la guerra del desierto, aunque no
sea exacta en detalles importantes, a lo que hay que añadir los deslumbrantes escenarios y unos diálogos llenos de poesía, de fuerza y de
vigencia. En todos estos años, el prestigio de la película
“Lawrence de Arabia”, lejos de disminuir, ha ido aumentando hasta
el grado de que The
American Film Institute
la sitúa en el séptimo puesto de las cien mejores películas de
todos los tiempos. Basta escuchar la inolvidable banda sonora que
compuso Maurice Jarre para, cerrando los ojos, imaginar que estamos
al lado del mismísimo Lawrence de Arabia, cabalgando a lomos de camello
por los parajes incomparables de Wadi Rum o Wadi Musa, próximos a esa maravilla absoluta que es Petra, la ciudad de los nabateos tanto tiempo perdida.
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Escena de la voladura del tren cerca de Áqaba rodada en las proximidades de Cabo de Gata (Almería)
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Wadi Rum, en la actual Jordania |
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Entrada a Jordania por la frontera con Israel, situada entre Eilat y Áqaba |
Peter O’Toole, en su
primera gran interpretación cinematográfica, está tan perfecto que
puede decirse que fue el papel de su vida, porque
en él se encuentran, inseparables, la fuerza y la fragilidad, sin
dejarse avasallar nunca por el enorme aparato escenográfico del
filme y mostrando todas sus cualidades interpretativas en cada fotograma. El
particular descenso de Lawrence a los infiernos será el corazón de
la historia, pero el alma sin duda es el desierto y lo árabe, que
más que un fondo o una excusa, constituyen la abstracción y la
parábola de un mundo a la deriva, en el que lo “salvaje” y lo
“civilizado” demuestran que no pueden conciliarse, que el
salvajismo real está en aplastar culturas ancestrales en nombre del progreso y que lo verdaderamente civilizado sería comprender mejor la naturaleza del desierto, porque al menos, como
dice Lawrence, “es limpio”.
Dunas de Merzouga, en Marruecos
El hombre, que en la primera parte de
la película protagonizará una serie de genialidades que le harán perder
la perspectiva de cómo son las cosas y que a su final sufrirá un doloroso correctivo, en la segunda parte del filme comprenderá en sus propias carnes lo que significa creerse un
semidiós o un dios, para caer en el más profundo abismo de dolor
físico, moral y espiritual. Lo fascinante es que cuanto más se
acerca a su condición humana, mortal, más mítico le muestra la
cámara de Lean. Como si por fin, extrayendo su dolorosa y
atormentada humanidad por los poros del fotograma, Lawrence
alcanzara, precisamente, esa condición sobrenatural que tanto se esforzó en aparentar en la vida real. Es como si Lean se hubiera percatado de que sólo aceptando ser patéticos y frágiles, los seres humanos pueden acceder a la
inmortalidad.
Por el decisivo papel
que jugó Lawrence en la actual configuración del mapa del Próximo
Oriente, porque su excepcional y misteriosa personalidad sigue
suscitando el interés derivado de ser una de las grandes figuras de
la Historia Contemporánea Universal y porque, después de revisar el
texto, me he dado cuenta de que conserva su vigencia en razón de los
acontecimientos que desde la mal llamada “primavera árabe”
vienen teniendo lugar en los países del Oriente Próximo, me he
decidido a transcribir en “El Saco del Ogro” el texto que escribí
sobre Lawrence para que me sirviera de apoyatura a la hora de impartir unas
conferencias a las que fui invitado para hablar acerca de tan singular
personaje, así como referirme a los planteamientos que utilicé para
construir mi novela y, desde luego, también a las investigaciones
que tuve que realizar para meterme en la piel de un hombre tan
poliédrico como fue el Thomas Edward Lawrence, el inglés
que llegó a ser el héroe indiscutible de Arabia durante la Primera
Guerra Mundial.
En una posterior entrada
de este Blog, también transcribiré la “Nota del Autor”
que incluyo al final de “El octavo pilar”, para que quienes estas
páginas leyeren sean capaces de comprender por qué comparto
íntegramente lo que una vez dijo de Lawrence el gran André Malroux:
“Lo que me interesa de él, de Lawrence, es que era un hombre que
se cuestionaba el sentido de la vida, pero sin saber en nombre de
qué”. Desde hace tiempo me he
sentido atraído por la relación que existe entre la vida interior
─entre los sueños, las esperanzas y las visiones─ y la acción o
actividad en el mundo “real”. Es el fondo que subyace en muchas
novelas y, desde esta perspectiva, Lawrence es un personaje único y
por lo tanto, absolutamente novelesco y novelable.
Por otra parte, y desde
muy joven, mi interés por la zona geográfica que denominamos, con
cierta imprecisión Oriente Medio, ha sido constante. La gente no se
mata por hambre sino por cultura, por raza, religión o patria, que
son, en definitiva, sus dioses tutelares. Cuando varias religiones
viven hacinadas o superpuestas, esta fricción desarrolla
violentamente las diferencias, en lugar de potenciar las semejanzas:
“matadero de religiones” escribió Aldous Huxley refiriéndose a
Jerusalén. También Albert Eistein sentenció admirablemente
respecto a Israel: “Demasiada historia para tan poca geografía”.
La conflictiva realidad que subyace detrás de estas frases es
extensiva a toda aquella franja de territorios que durante la Edad
Media sirvió de escenario a uno de los enfrentamientos más
singulares de toda la Historia y que, todavía hoy, proyecta su
sombra sobre los acontecimientos del presente: me refiero a la gran
epopeya que fueron las Cruzadas, con el establecimiento del reino cristiano de Jerusalén, su decadencia y su final caída.
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Jerusalén en un grabado de 1853 |
Sin temor a equivocarme,
puedo afirmar que la situación política del Oriente Medio no ha
dejado de ser, desde la época de Lawrence, un semillero de tensiones
sociales, políticas, económicas y religiosas que continúa amenazando la paz mundial. El conflicto palestino-israelí aparece ya
dibujado, con casi todas sus implicaciones globales, durante el
período de la ocupación británica de Palestina, mucho antes de que
la beligerancia nazi desencadenara la II Guerra Mundial. Del mismo
modo, la génesis de los focos de tensión permanente radicados en
los países del Oriente Medio se encuentra en el reparto colonial del
Imperio turco entre Francia y Gran Bretaña. El avispero libanés,
el papel de Egipto, la guerra caliente en Irak, el fanatismo
integrista de la Arabia Saudita y la vinculación de los
nacionalismos árabes con el resurgimiento de la Guerra Santa de
carácter expansionista, derivada de los fundamentos religiosos que
son intrínsecos a la noción misma del Islam, son fenómenos
entrelazados y muy complejos, cuya comprensión se verá
extraordinariamente facilitada con el conocimiento de ese gran mito o
enigma que fue y sigue siendo el coronel Thomas Edward Lawrence, más conocido como “Lawrence de Arabia”.
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Lawrence en su etapa de la RAF |
Thomas Edward Lawrence
es un personaje del que pueden hacerse pocas afirmaciones taxativas.
Es el hombre de las mil caras y de él casi siempre puede decirse una
cosa y la contraria, tanto de los múltiples aspectos de su compleja
personalidad y de su vida privada ─incluyendo la faceta sexual─
como de sus actuaciones militares y políticas durante la rebelión
árabe y sobre todo, después de que ésta acabara. Y esto es así,
entre otras cosas, porque él mismo se encargó con una asiduidad
pasmosa durante toda su vida de convertirse en un enigma viviente. Al
menos, hay que reconocerle el mérito de que lo consiguió.
Verdades y mentiras
En algunas cosas y
aspectos fue un hombre diáfano y hasta preclaro ─diría yo─,
mientras que en otras fue un gran embustero, en todas las acepciones
que este calificativo tiene en nuestra lengua. Lo endiablado del
asunto es que ambas caras aparecen mezcladas en su faceta de actor.
Por encima de cualquier cosa, fue un actor y como tal vivió. Y no
hay que olvidar que los actores siempre necesitan espectadores: aquí
empieza su drama íntimo y también radica la esencia de casi
todas sus contradicciones y de su dolorosa insatisfacción. En sus
escritos abundan las oscilaciones de autoestima, desde las más altas
cotas de egoísmo y confianza hasta los niveles más bajos de
desesperación y menosprecio por sí mismo, sentimientos encontrados,
verdades, mentiras flagrantes y contrastes emocionales que
constituyen los ingredientes característicos de un hombre que vive
en permanente conflicto consigo mismo y con los demás.
Desde estas
perspectivas, “El octavo pilar” es una obra donde la vida de
Lawrence está tratada en toda su tragedia y en ella ofrezco la otra
cara del mito: la de la infelicidad, la de la depresión y la
autodestrucción.
¿Cuánto tiene "El octavo pilar" de Historia y cuánto de novela"?
La respuesta más
precisa y sincera es que no cabe saberlo con exactitud. Sí puedo decir que mi narración
está concebida y escrita como una novela y que, por lo tanto, se
trata de una novela. Pero esta afirmación mía no determina qué
cosas sean verdaderas y cuales no en mi narración. Hay que tener en
cuenta que la Historia es una ciencia y que también comporta un
arte, con el que el escritor enlaza a través de los componentes ficcionales
con los que elabora su propia narración, de tal modo que ésta puede ser más cercana a la verdad del personaje que las aproximaciones elaboradas por los
historiadores más rigurosos. En este sentido, ¿acaso no son Don Quijote o Sancho
más verdaderos que el propio Cervantes?
Si por verdad se
entiende que mi novela se atenga o no a los hechos probados, la respuesta tampoco puede ser concreta. Aunque, en general, puedo afirmar que sí, debemos tener en cuenta que en demasiadas ocasiones Lawrence no
dice toda la verdad o, incluso, que miente profusamente en asuntos muy importantes.
Por otra parte, algunos hechos que pueden resultar claves para
nuestro conocimiento del personaje fueron protagonizados en solitario
y su versión de ellos no pudo ser corroborada por ningún
testimonio ajeno. Encima, estos hechos relevantes están contados por
él mismo y sabemos que su propio relato es contradictorio y
varía en función de sus interlocutores y de las circunstancias. De esto no cabe ninguna
duda.
Tal vez, como conclusión a este asunto, me remito a la opinión de Doctorow, cuando dice que
el historiador da cuenta de los hechos, mientras que el novelista
intenta llegar al fondo de los sentimientos. Por eso, en “El octavo
pilar” no pretendo levantar acta de lo que pasó, sino que busco
llegar a la verdad que subyace en lo que pasó y, desde luego, hasta
en lo que pudo pasar y que nunca sabremos si pasó o no. Cuando me
puse a escribir sobre Lawrence, pese al enmarcamiento histórico del
personaje, yo no sabía a dónde me llevaría el relato. Como ocurre
siempre que uno se mete a escribir ─una novela o lo que fuere─,
fui haciendo descubrimientos a medida que escribía, porque narrar es
viajar de prestado. Lo más importante que descubrí fue que Lawrence
era una persona más enrevesada y escurridiza de lo que yo pensaba y,
desde luego, un hombre absolutamente fascinante.
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Lawrence en una foto próxima a su muerte |
¿Novela histórica?
No creo que el adjetivo
histórico pueda modificar el sustantivo novela. Las novelas son
buenas o malas sin necesidad de encontrar adjetivos que la encasillen
en subgéneros sacados a trasmano. El autor que se sabe responsable
de su compromiso con la búsqueda de la verdad de su proyecto
narrativo huye de definiciones. De otra parte, aunque la novela es en
sí misma un género híbrido, todas las novelas escritas o por
escribir no son más que variaciones de un puñado de arquetipos
literarios. Una escritora de la talla de Marguerite Yourcenar dijo en
una ocasión que ella no establecía diferencia entre novela y
poesía. ¿Hay alguien que se atreva a catalogar como novela
histórica su excepcional obra Memorias
de Adriano?
La respuesta es que no. Cuando una novela roza la excelencia, huye de
cualquier posible clasificación porque se adentra en los inmensos territorios sin cartografiar que componen el alma humana y entra a
formar parte, sin más, del patrimonio común de ese concepto tan
difícil de definir dentro de la literatura, aunque paradójicamente tan
evidente que denominamos “novela”, sin necesidad de mayores
especificaciones.
A la hora de escribir lo
que cuenta, en definitiva, es el acto de sinceridad personal a partir
del cual cada escritor intenta presentar ─con mayor o menor
fortuna─ su desacuerdo con el mundo, con la miseria y las mentiras
que nos rodean por todas partes. La verdad de una novela está en la
propia narración y en los recursos que ha utilizado para
construirla. “Los hombres mueren y
no son felices”, dice el Calígula de Camus. Eso significa que uno
escribe porque sufre y porque no está conforme con muchos aspectos que forman parte de la realidad de nuestro mundo. Coincido con Kafka
en que escribir es un acto de legítima defensa ante las
miserias de la vida. Por otra parte, y en un cierto sentido, la
literatura verdadera se propone como una potencia antagonista, no a
una cierta sociedad sino a la sociedad misma. Porque es cierto que,
como observa el escritor italiano Roberto Calasso, la sociedad se ha
convertido, cualquiera que sea su forma política, en una entidad
omnipotente y casi metafísica en el mundo de hoy. Algo que lo
envuelve todo y por esta razón, algo que lo utiliza todo a su
servicio. Y la literatura es una de las pocas cosas que, a veces,
intenta huir de esa voluntad de control total del individuo a que aspira el poder político.
Las buenas novelas
pretenden ser una representación de la condición humana, que es
enormemente compleja, ambigua y llena de matices. Por eso una de las
cosas más importantes que el escritor ha de conseguir es que sus
personajes presenten conflictos que sean interesantes, que la historia
sea bien entendible, que conmueva, tenga sentido y no sea una simple acumulación
de acontecimientos. Que el relato tenga corazón, para decirlo con
una sola palabra.
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Lawrence en un retrato de Sir Augustus John |
Lawrence en la Rebelión Árabe y en la política británica en el Oriente Próximo.
Como todo en Lawrence,
su actuación fue contradictoria y admite lecturas diversas. Para
empezar hay que decir que la versión que él ofrece de su propio
papel en “Los siete pilares de la sabiduría” está hipertrofiada
por la exageración de mostrarse el ombligo de todo, aunque en el
prólogo intente aparecer modesto en demasía, infravalorándose con
más que dudosa humildad, cosa que repetirá más adelante en
diversas ocasiones. A lo largo de su trayectoria vital alterna esta
actitud displicente con valoraciones gloriosas, aunque, a decir
verdad, en el último tercio de su vida cambió de registro y se negó
seguir representando el papel de héroe que él mismo tanto había luchado por fabricar. Se convirtió en otro, así, simple y
llanamente. Hasta tal extremo fue esto así que cambió su propio nombre
por el de John Hume Ross cuando en septiembre de 1922 se enroló como
cabo segundo en la Royal Air Force, aunque finalmente, después de
reingresar en la RAF, tras su paso por la unidad de tanques, volviera nuevamente a cambiarlo y decidiera llamarse hasta su muerte T. E. Shaw.
En nuestros días existe
una considerable polémica, tanto en el mundo occidental como en el
mundo árabe, a propósito de los logros de Lawrence en la Rebelión
Árabe y de la importancia de la misma. Por razones de orgullo
nacional y religioso (ambas cosas son inseparables en el mundo
musulmán) existe una clara tendencia a no reconocer la importancia
de Lawrence en el planeamiento y conducción de la Rebelión Árabe
contra los turcos durante la Primera Guerra Mundial y la opinión
casi general de los intelectuales árabes es que su lealtad estuvo vinculada a la Gran Bretaña,
situándolo como el último gran eslabón del colonialismo británico
en la zona. Pero esto no se ajusta enteramente a la verdad. En Lawrence todas las cosas son siempre mucho más complejas.
Suleimán Mousa, un
jordano que trabajaba en el Departamento de Prensa e Información de
Ammán, publicó la única biografía de Lawrence realizada por un escritor
árabe. Mousa, acérrimo partidario de las posiciones políticas panarabistas, se propuso demostrar que la Rebelión Árabe fue, sobre
todo, una cuestión árabe, que Lawrence tuvo en ella una actuación
menor y que no reconoció lo suficiente el papel desempeñado por los
líderes y luchadores árabes. Mousa fundamenta su tesis refiriendo
entrevistas con supervivientes que participaron en la rebelión y que
ponen en entredicho las afirmaciones de Lawrence sobre el papel que jugó en el planeamiento de la estrategia militar y hasta llegan a rebatirle
abiertamente cuando asegura que estuvo presente en varios viajes,
batallas e incursiones para dinamitar objetivos turcos. Desde de mi
punto de vista, no cabe duda que Mousa tiene una cierta parte de razón.
Su proyecto político
para el Oriente Medio esta condensado en una carta escrita en
septiembre de 1919 dirigida a G.J. Kidston, un joven funcionario del
Foreign Office con quien congenió durante su estancia en París
durante la Conferencia de Paz: “Ya
sabes cómo ha conseguido Lionel Curtis que todos acepten su
concepción del Imperio, una mancomunidad de pueblos libres. Quería
ampliar esa idea sacándola del molde anglosajón y formar una nueva
nación de gente pensante, que proclamara nuestra libertad, y que
pidiera permiso para entrar en nuestro Imperio. No existe otro camino
final, en mi opinión, para Egipto y la India, y yo lo habría
allanado creando un dominio árabe en el Imperio”. Estas mismas ideas las vuelve a repetir, más resumidamente, al final de “Los
siete pilares de la sabiduría”.
El plan de Lawrence no
deja de ser una quimera que se derrumba frente a la realidad tras la
Conferencia de Paz y la aceptación por Gran Bretaña de las ambiciones
francesas sobre Siria, recogidas en el acuerdo secreto firmado en
1916 entre ambas potencias para repartirse el Imperio otomano, el
denominado plan Sykes-Picot, al que Lawrence se opuso con todas sus
fuerzas, porque, sobre cualquier otra consideración, detestaba a los franceses y odiaba la
presencia francesa en Siria. Más tarde, consumada la ocupación
militar de Damasco por los franceses, colaboró con Winston Churchill
en el Ministerio de Colonias y apoyó la creación de los Estados
independientes de Irak y Transjordania, cuyos tronos fueron
ofrecidos, respectivamente a Faisal y Abdullah, hijos de Hussein, el
emir de la Meca que inició la Rebelión Árabe contra el poder otomano. Todos estas monarquías artificialmente instauradas fueron desmoronándose cuando la
creciente voluntad de independencia frente a los colonialismos británico y francés produjo continuos enfrentamientos que siempre fueron reprimidos por los gobiernos de Londres y París con extrema dureza. La excepción fue el reino
hachemita de Jordania, cuyo trono es ocupado en nuestros días por un descendiente de
Abdullah que tiene su mismo nombre.
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Lawrence es el segundo por la derecha en esta foto de 1919 tomada en Versalles en la que el entonces príncipe Faisal está en primer plano |
En los escritos
políticos de Lawrence, sobre todo en los posteriores a la guerra,
hay indicios de que sus dudas sobre la unidad árabe no sólo guardan
relación con su viabilidad, sino también con la amenaza que
supondría para los intereses británicos que los árabes llegaran a integrarse en una nación poderosa.
Cuando Lawrence abandonó el
Ministerio de Colonias, en julio de 1922, para alistarse en la RAF como
soldado raso con el nombre de John Hume Ross, se desinteresó de
cualquier asunto que tuviera que ver con los árabes o con la política
británica en Oriente Medio que no fuera la terminación de su libro "Los Siete Pilares de la Sabiduría", con el que esperaba encontrar el
reconocimiento literario, ya que, por encima de cualquier otra cosa,
siempre se consideró a sí mismo como un escritor en busca de la gloria en el mundo de las letras. En su obras aparece bien claro que a él le habría gustado pasar a la Historia más como escritor que como guerrero.
Falsedades más comunes acerca de Lawrence.
No es cierto que
Lawrence fuera el diseñador único o principal de la Rebelión
Árabe. Tampoco es verdad que la Rebelión Árabe fuera tan decisiva
para la causa aliada en la Primera Guerra Mundial como muchos han afirmado. Sin ella, la potencia militar británica
hubiera terminado por imponerse y los resultados militares habrían
sido parecidos.
Su celebrado viaje a
Damasco en junio de 1917, por el que fue ascendido y recibió una
importante condecoración, es una invención suya y mi opinión es que no se realizó
jamás. Consultado a este respecto por Robert Graves, amigo,
confidente y uno de sus primeros biógrafos, Lawrence dejó escrita una información polivalente:
“Si lo
deseas, puedes hacer pública que mi reticencia ante esta incursión
hacia el norte es deliberada y que se basa en motivos personales, y
hacer constar tu opinión de que el misterio, y tal vez, las
afirmaciones deliberadamente engañosas o contradictorias, me parece
el mejor modo de ocultar la realidad de lo que sucedió". Tampoco me parece verdad que, como él
mismo cuenta, en noviembre de 1917 fuera capturado en Dar'a por
los turcos, azotado y forzado sexualmente. Hay dos testimonios de
primera mano que niegan autenticidad a este incidente. El primero es
de Richard Meinertzhagen, a quien Lawrence conoció en Oriente Medio
y con quien compartió estancia en el Hotel Continental durante la
Conferencia de Paz de París. Después de haberle prestado crédito,
Meinertzhagen dejó constancia en su "Diario del Oriente Medio" de que,
en su opinión, el incidente de Dar’a era una invención de
Lawrence. El segundo testimonio, inapelable en cualquier caso, es de Bernard Shaw, quien afirma
taxativamente que Lawrence le confesó que su relato sobre ese punto
no era cierto: “Me abstuve de preguntar qué fue lo que en realidad
sucedió, si es que sucedió algo”, añade irónicamente Shaw.
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José Ferrer en el papel del coronel turco que presuntamente forzó
sexualmente a Lawrence |
Tampoco es cierto que
Lawrence conquistara Damasco con sus tropas beduinas, como él mismo
relata y aparece en la película de David Lean. Si echamos mano a la Historia, no hay duda de que tal gloria correspondió a la Brigada 14 de la Caballería Australiana, al mando del general Harry Chauvel.
El mito heroico de Lawrence de Arabia
Se han vertido ríos de
tinta sobre la necesidad que tenía Lawrence de hacer un drama de sí
mismo, de hacerse publicidad mientras que al mismo tiempo la evitaba.
En determinados momentos, el mismo se mostró especialmente crítico
con este aspecto de su personalidad, pero a pesar de sí mismo,
cedía una y otra vez a la invención dramática. En una carta
dirigida en 1921 a su amiga y confidente, la señora Shaw, escribió: “Ninguno
de los críticos (de Rebelión en el desierto, la edición abreviada
de Los Siete Pilares de la Sabiduría) me ha reconocido el mérito de
ser un saco de trucos, un saco demasiado rico y lleno para que lo
controlen”.
Desde nuestra
perspectiva actual, podemos decir que Lawrence quiso ser ─y lo
consiguió─ un héroe modelado de acuerdo con el romanticismo
medieval que se produjo en la época eduardiana. No obstante, también
cabe afirmar que, en última instancia, contribuyó más que nadie a
destruir esa forma de heroísmo y sustituirla por un modelo heroico
más consciente de sí mismo, responsable y realista. Fue un
representante del colonialismo británico en Oriente Medio, pero también se
convirtió en la encarnación misma y portavoz del fin del
imperialismo tradicional. Héroe guerrero y moderno estratega
militar, Lawrence también podría considerarse como una figura que
representara la renuncia a la guerra para la resolución de los
conflictos entre las naciones.
Lawrence emergió de la
Primera Guerra Mundial como un personaje público de primera fila.
Sus apariciones en la Conferencia de Paz de París de 1919, ataviado
con la kefia y el manto beduinos desesperó a los franceses y cautivó
la fantasía popular gracias a que los diarios y los noticieros
cinematográficos se encargaron de divulgar su imagen por en mundo
entero. Sin embargo, el hombre real que fue Lawrence era el polo
opuesto del modelo heroico: indeciso, lleno de ocultaciones y
fingimientos, poco seguro de sus objetivos, con el orgullo corroído
por oleadas de humildad o remordimiento. No es exagerado decir que
Lawrence de Arabia, como héroe, es un actor que representa el papel
de héroe. A partir de entonces, el Lawrence privado, en tanto que
individuo de carne y hueso, y el Lawrence mitológico se enredan en una
relación de amor y odio. A veces parecen coincidir, mientras que otras veces
toman rumbos muy diferentes y hasta antagónicos. Durante la segunda parte de su vida, el
Lawrence real siempre fue el peor crítico del personaje heroico que él mismo había creado. Sin embargo, el mito continuó y él
siguió aportándole gran parte de su contenido.
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Cabeza de Lawrence, por Eric Kennington (1926) |
Lawrence y el sionismo
En diciembre de 1918, un
mes antes que se iniciase la Conferencia de Paz, Lawrence propició
un encuentro en Londres entre Faisal y Chaim Weizmann, jefe del
movimiento sionista, para preparar un modus vivendi para árabes y
judíos en Oriente Medio. Lawrence había conocido a Weizmann en
Palestina al caer Jeruslén, y sentía una gran admiración por él.
A la sazón, con la aprobación del Gobierno británico, reunió a
Faisal y a Weizmann para presentarles el plan para Oriente
Medio que él había preparado y en el que esperaba que los sionistas
jugaran un papel importante.
Weizmann había conocido
a Faisal en Áqaba en junio de 1918 y le manifestó que “si desea
crear un reino árabe próspero y fuerte, somos nosotros los judíos,
y sólo nosotros, quienes estaremos en disposición de ayudarle.
Nosotros podremos prestarle la necesaria colaboración en dinero y
organización. Nosotros seremos sus vecinos y no representaremos
ningún peligro, puesto que no somos ni seremos nunca una gran
potencia”.
Dado que Faisal se encontraba desesperadamente escaso de
dinero, los judíos ofrecieron a Faisal un préstamo y los servicios
de un consejero financiero a cambio de que el príncipe árabe
apoyase en la Conferencia de Paz las pretensiones judías sobre
Palestina, es decir, aceptar la inmigración de colonos judíos y
contar con una adecuada participación en el futuro gobierno árabe,
siempre bajo la supervisión de Gran Bretaña. En resumen: el
Gobierno británico tendría la administración; los sionistas
conseguirían el reconocimiento de su derecho a aposentarse en
Palestina y derecho a expresar sus opiniones en el futuro Gobierno.
Faisal obtendría de los judíos dinero para desenvolverse, consejo
financiero y el apoyo sionista en la Conferencia de Paz de París.
Arnold Toynbee aclara todo esto en un informe oficial dirigido al
Foreign Ofice: “El
doctor Weizmann ha aceptado el principio de que el Estado no será
judío para detrimento de los habitantes de lengua árabe, pero sí
tendrá que ser vigilado por la potencia administradora”.
|
Chaim Weitzman |
El príncipe Faisal, indignado con el
plan Sykes-Picot, se mostró dispuesto a firmar el acuerdo, pero
inmediatamente comenzaron a manifestarse diferencias de
interpretación respecto al contenido de la Declaración Balfour. Los
judíos creyeron que tendrían derecho a crear una patria nacional
que, con el tiempo llegaría a convertirse en un Estado judío,
mientras que Faisal afirmó que “los árabes lucharían con todas
sus fuerzas para impedir que Palestina perteneciese a otro que no
fuese el reino árabe”.
En mayo de 1919 el
enfrentamiento entre Ibn Saud y Hussein para impedir que éste último
se proclamara rey de Arabia entró en una fase de guerra abierta. En
Whitehall la situación era comprometida por el ridículo antagonismo
surgido entre la India Office ─que había financiado y armado a
Ibn Saud─ y el Foreign Office ─que financió y armó a
Abdullah─. El caso es que los wahabitas cayeron sobre las tropas de
Abdullah, después de una acelerada marcha nocturna y degollaron a
casi todo el ejército mientras los hombres dormían, escapándose Abdullah por verdadero milagro. Ibn Saud se disponía a marchar sobre La Meca cuando le
llegó un contundente ultimátum desde el Foreign Office para que
retrocediera, pues de lo contrario Gran Bretaña enviaría la aviación
contra él. Esta eventualidad debilitó mucho la posición de
Lawrence, por lo que él y Faisal soñaron con reconducir la
situación (ante el acuerdo de británicos y franceses) con el
programa de paz norteamericano propuesto por el presidente Wilson. Finalmente, lord
Curzon rechazó el plan consistente en que el sionismo financiara a
los árabes por temor a que los judíos se convirtieran en el factor
político decisivo de todo el Oriente Medio.
Un muchacho llamado Salim Ahmed, apodado Dahoum.
De Dahoum conocemos lo
suficiente como para afirmar que fue un ser muy importante y querido
por Lawrence durante sus años de excavaciones en el yacimiento hitita de Carchemis. Woolley, jefe de la misión arqueológica, escribió
que Dahoum era un chico de “complexión armoniosa y notable belleza”, añadiendo con evidente malicia que el pueblo estaba escandalizado de la relación que
mantenían. El propio Lawrence declara en una nota redactada en
septiembre de 1919 y dirigida a Kidston, la primera motivación que le
impulsó a intervenir tan activamente en el “asunto árabe”:
“Me gustaba
mucho un árabe en concreto y pensé que la libertad para su raza
sería un regalo aceptable”. Más
expresivo es en una nota que escribió por estos mismos días,
refiriéndose a Dahoum: “Le
traje libertad para iluminar sus ojos tristes, pero murió
esperándome. Así que tiré mi don y ahora en lugar alguno hallaré
paz y descanso”.
A este asunto vuelve a
referirse al final de “Los Siete Pilares de la Sabiduría” cuando
afirma que ese motivo “no se menciona en este libro, pero estuvo
presente, creo, en cada hora de aquellos dos años. Las penalidades y
alegrías pueden elevarse como torres, en mi existencia; pero,
refluyendo como el aire, este impulso escondido se reengendró, hasta
convertirse en el elemento más persistente de mi vida, hasta el
final. Y había muerto ya antes de que llegáramos a Damasco”.
Aunque se han producido
no pocas especulaciones, hoy todos sus biógrafos están de acuerdo
en que fue Dahoum ─cuyo nombre verdadero fue Salim Ahmed─ a quien
Lawrence dedicó “Los siete pilares de la sabiduría” bajo las
iniciales S.A. y al que hace referencia el bellísimo poema
amoroso-elegíaco que le sirve de introducción:
Te amaba, y por eso
conduje con mis manos aquellas oleadas de hombres
y tracé con estrellas mi voluntad en el cielo,
para ganar tu
libertad, la valiosa casa sobre siete pilares,
y que tus ojos brillaran, acaso mirándome,
cuando llegáramos.
La muerte pareció
sometérseme durante el camino, hasta que nos acercamos
y te vi a la espera:
Sonreíste entonces,
y ella se adelantó con triste envidia
para llevarte
a su quietud suprema.
Amor, del fatigoso
camino, buscó tu cuerpo a tientas, nuestro premio,
nuestro por un
instante.
Antes que la suave
mano de la tierra explorase tu forma, y engordaran
los ciegos gusanos
con tu sustancia.
Los hombres me
pidieron que alzara nuestra obra, la mansión inviolada,
como recuerdo tuyo.
Más, para hacer el digno monumento, lo convertí en fracaso, lo dejé inacabado: y ahora
reptan diminutos
seres y apañan sus chozas
en la añorada sombra y la ruina
del don que yo te
había destinado.
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Salim Ahmed, a quien apodaban Dahoum |
No obstante, y con
pasmosa asiduidad, Lawrence mismo se encargó, como casi siempre
hizo, de intentar ocultar la verdad, convirtiendo la claridad en
enigma. Así en una nota suya manuscrita que se conserva en la
Universidad de Texas, escribió: “La
dedicatoria del libro va dirigida a un personaje imaginario, sexo
neutro”. En
esta línea, y acaso para frenar especulaciones que ya habían ido
demasiado lejos, su hermano Arnold, después de admitir que S.A. era
Salim, consideró que para Lawrence equivalía a “una
personificación, tanto como una persona, una combinación de lugar,
un símbolo de la vida feliz de la preguerra en Carchemis”.
Desde luego, a mi no me cabe duda de que así sea, pero también
estoy convencido de que es solamente una parte de la verdad. Salim no fue una entelequia, sino un ser
humano real al que Lawrence amó por encima de cualquier connotación y cuya sombra no dejó de acompañarle, para bien o para
mal, durante toda su vida. Pero esa es otra cuestión. El problema
está abierto y seguirá admitiendo nuevas interpretaciones mientras
la figura de Lawrence de Arabia siga interesando. Es decir, mientras
que la Civilización Occidental siga existiendo y no caigamos en esa
barbarie que supone siempre el olvido de nuestras señas de identidad
cultural. Cosa no imposible, tal como van las cosas.
El personaje de Salim
adquiere una importancia capital en mi novela como referente que
vertebra y canaliza en exclusiva los sentimientos amorosos de
Lawrence, ya que podemos afirmar, casi con total certeza, que durante
el resto de su vida no volvió a mantener con nadie una vinculación
afectiva que implicara enamoramiento ni, mucho menos, que supusiera
intercambio sexual. Por eso, su relación con Salim es el eje de mi
historia ya que, cuando el joven beduino muere, pasa a convertirse en
un polo de atracción inasible que va embelleciendo conforme pasan los años y
la infelicidad le lleva a un estado de depresión intermitente del
que solo le librará la muerte.
Que yo presente a Salim como un ser
absolutamente generoso y sin mácula alguna viene derivado tanto de
su condición utópica como del trágico hecho de su muerte tan
precoz, que le libró, en cualquier caso, de caer en las mezquindades
a las que tan dados somos los humanos. Con toda honestidad, debo
advertir que este recurso no es original mío. Lo he tomado de un
ilustre precedente. Ya lo empleó la Yourcenar para caracterizar a
Antinoo, el joven bitinio que fue amante de Adriano y al que
el emperador divinizó, esparciendo su figura idealizada por todos
los rincones del Imperio Romano.
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Bajorrelieve con la figura de Antinoo |
Cuando se alcanza una
cima, la decadencia viene inevitablemente. No hay cosa peor para los
humanos que rozar la estela de un dios. Por eso, la relación de doce
años que Lawrence mantuvo con John Bruce, al que le llevaba
diecisiete años, fue, simplemente, una válvula de escape con la
cual, a través del viejo ceremonial de la flagelación ("el vicio inglés"), conseguir un dudoso tipo de satisfacción sexual que le evitaba caer en
tentaciones peores. Las palizas que recibió (de Bruce y de algunos
otros) actuaron como sustitutivo de la sexualidad verdadera,
ayudándole a evitar las prácticas homosexuales comunes bajo una
falsa máscara de indiferencia o desprecio respecto a las
correspondencias de una sexualidad explícita, en cualesquiera de sus
variantes.
Como apoyatura de esta afirmación puedo citar, entre otras, la amistad tan especial que
mantuvo con Guy, uno de sus compañeros en el cuartel de Farnborough,
donde concluye su primera etapa en la RAF. A este respecto, escribió
Lawrence en una carta dirigida al joven Guy, en la que se refería al
distanciamiento último en la relación que habían mantenido: “Es
el final” quería decir que no nos veríamos en muchísimo tiempo.
Las cartas no funcionan, ni los encuentros casuales, pues pende sobre
ellos la sombra del fin próximo de modo que la alegría es forzada y
la charla estúpida. Tú y yo somos muy dispares y hace falta un
proceso tan lento, favorable y persistente como el comunismo
cuartelario para unirnos cómodamente. Las personas no hacen amistad
hasta que se lo han dicho todo y pueden estar juntas sentadas,
trabajando o descansando una hora seguida sin hablar. Nosotros nunca
llegamos del todo a eso, aunque nos acercamos más cada día (...) y
desde que murió S.A. no he corrido ningún riesgo de que tal cosa
sucediera”.
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Lawrence y Salim en Carchemis |
En cualquier caso,
testimonios de este tipo no autorizan a que su amigo y editor David
Garnett concluyera que: “Lawrence no luchaba por satisfacer el apetito
sexual. En consecuencia, no conocía el amor ni el deseo”. Esta es
una afirmación demasiado tajante con la que, por supuesto, no estoy
de acuerdo: Lawrence no fue un hombre asexuado ni impotente; si su
lucha estuvo en no dar cumplimiento a sus deseos fue porque conocía
perfectamente todas sus implicaciones, aunque su nivel de represión
le llevara a no actuar en consecuencia para lograr su completa satisfacción.
Como confirmación de mi punto de vista, en unas anotaciones que se
han conservado entre sus documentos personales, Lawrence escribió:
“Las mujeres
no me aportan ningún placer. Pero los cuerpos de hombres, en reposo
o en movimiento (sobre todo, los primeros) me resultan atractivos de
forma directa y por regla general”.
Así que, no me parece aventurado concluir a este respecto que todas
las especulaciones que se han hecho o puedan hacerse sobre sus
tendencias sexuales son gratuitas u orientadas a no reconocer su más
que evidente homosexualidad.
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Los hermanos Lawrence |
Tampoco cabe ninguna
duda de que Lawrence, educado en el rigorismo religioso familiar, vivió
con creciente angustia su inestable situación. Los conceptos
victorianos románticos que con tanto fervor había aceptado en su
juventud fueron desmoronándose hasta caer en el más autodestructivo
de los nihilismos. Todo lo relativo a la sexualidad lo incluyó en el
bajo mundo de la animalidad constitutiva y los sentimientos de
culpabilidad se convirtieron en su doble naturaleza. En una carta a
su amigo Lionel Curtis escribió: “Estoy
echado en la cama noche tras noche con esta carnalidad escandalosa
bullendo de un lado al otro del barracón, alimentada por corrientes
de materia fresca de veinte bocas lascivas... y la crudeza de todo
ello tortura mi mente... Todos somos igual de culpables, claro. Tú
no existirías, yo no existiría sin esa carnalidad”. Con
estas premisas, queda suficientemente explicado que vinculara la
sexualidad con el dolor y que canalizara ambas realidades en las
tandas de azotes que su amigo Bruce le proporcionaba con variable periodicidad. Tampoco es de
extrañar que por medio de mecanismos sustitutorios que acabaron
incorporándose a su personalidad, buscara y encontrara en el vértigo de la velocidad algunos de los atractivos que la mayoría de la
gente halla en el intercambio sexual, cualquiera que sea su índole.
Lawrence también temía al poder, aunque no dudara en valerse de la
alta posición de sus amigos para conseguir sus propósitos, como ocurrió con su
obsesión por enrolarse como simple soldado para evitar cualquier
posibilidad de que nadie pensara en él para un puesto de mando: “La
autodegradación es lo que me propongo”, llegó a confesar en una
sus múltiples cartas.
El 13 de mayo de 1935,
Lawrence subió a su motocicleta “George VIII” para recoger el
correo en la oficina postal de Bovington Camp. De vuelta a su casita
campestre de Clouds Hills, para no embestir a dos ciclistas que
aparecieron de pronto en el camino, viró bruscamente, perdió el
equilibrio y fue brutalmente despedido por encima de la máquina. Su
cuerpo sobrevivió cinco días a su conciencia. ¡Ironía de las
cosas! Morir así, en un vulgar accidente de tráfico, después de
haber escapado tantas veces de la muerte: batallas, bombardeos,
torturas de la sed, el hambre, el frío y el sol.
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Moto Brough Superior de Lawrence |
De haber vividos más
años, cabe preguntarse si hubiera llegado a ser capaz de
reconciliarse consigo mismo, mirarse sin temores ante el espejo, como
el día en que se encontró con su amigo Hogarth y le confesó su
amargura y sus sinsabores, su cansancio de esa vida libremente
elegida, de los nervios, del agotamiento físico, de la simulación.
Y por último, librarse de sus miedos. A la soledad, al encuentro
entre un cuerpo que despreciaba y un alma que no se conformaba con su
propio vacío. Miedo al misterio de la nada inaceptable, al silencio
eterno de los espacios infinitos. Miedo a su apetito frustrado de
amor. Sed de posteridad que no se apaga con ningún éxito humano.
Sed de absoluto que sólo se sacia con el fracaso inevitable en que
todo triunfo se disuelve, cuando cada meta alcanzada no es una
llegada gloriosa, sino un nuevo punto de partida hacia quién sabe
qué despojamientos materiales y conquistas interiores, cuya
necesidad y cuyo fin son todavía más impenetrables que el silencio
eterno de esos espacios infinitos ante los cuales la fe misma tiembla
y retrocede.
Al final, creo que los
dioses fueron benévolos con él. No conoció la vejez, que era lo
que más temía de la vida. A los cuarenta y seis años de edad, la
muerte le salió al paso un día cualquiera de un mes de mayo como
tantos otros, en una estrecha carretera de la campiña inglesa que
tanto amó. Como si se tratara de una premonición, cinco años antes
había escrito: “El
sur de Inglaterra tiene algo que me hace decir en cada valle y en
cada risco: ¡Oh, quiero tener un sitio aquí y sentarme en él, y
mirar y mirar!”.
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Vista de Dorset |
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Magdalen College, de donde fue rector su mentor, Hogarth |
Cuando se publicó “El
octavo pilar” pensé que serviría para que sus potenciales
lectores comprendieran un poco mejor esa contradictoria mezcla de
grandeza y servidumbre que llevamos dentro todos los seres humanos cuando caen
las máscaras y se revela lo que verdaderamente importa. La aventura existencial de Lawrence la compartimos los dos, él y yo, durante muchos
meses de dedicación exclusiva a desentrañar los secretos más íntimos de su personalidad. Por eso, en correspondencia, mis
posibles logros serán también suyos.
Voy terminar y quiero
hacerlo con unos versos que parecen hechos para esta ocasión. Fueron
escritos en 1915, pocos meses después de que Lawrence llegara a El
Cairo, por un poeta de Alejandría que murió en otro día de primavera dos años antes que él. Se trata de Konstantino Kavafis y el poema
se titula “Los sabios conocen el futuro”:
Los hombres conocen
las cosas del presente.
Las cosas del futuro
son secreto de los dioses,
únicos poseedores de
todas las luces.
Mas de lo que el
futuro traiga, los sabios
pueden conocer. Su
oído
a veces en horas de
profunda meditación
se alarma. Y de los
extraños acontecimientos en marcha
perciben el sentido
oculto.
Y lo escuchan
piadosos. Mientras en la calle
sordo permanece el
vulgo.
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Iglesia de Moreton
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Tumba de Lawrence, en Moreton |