LOTERÍA
Y MEMORIA
El
problema de las imágenes atraviesa el discurso entero, todos los
discursos. Cuando se nombra una piedra o el mar, aunque no estén las
cosas a la vista de los sentidos, sus imágenes están presentes en
la memoria, imágenes que son a veces la memoria misma, ese hilo
conductor que desde la nada al País de Nunca Jamás, a veces nos
alivia la carga de un tiempo reductor, sin nombre ni voz, sólo
número. Tiempo feroz que se acelera y huye, desvaneciéndose como un
jirón de niebla. Tal como nos desvanecemos nosotros, también tiempo
a fin de cuentas. Somos criaturas del tiempo, sí, pero de un tiempo
rebosado de imágenes, con memoria. Lo que pasa es que la velocidad
que se ha ido apoderando del mundo nos ha instalado en el vértigo y
lo que un día soñamos aprehender se nos esfuma si la memoria nos
traiciona o falla.
Velocidad,
pérdida de las señas de identidad que posibilita todas las
deserciones, todas las traiciones, ese “todo vale” que ha
convertido nuestra escena en un vergonzante Patio de Monipodio, en el
que nos hemos ido transformando casi sin darnos cuenta en el viejo
Scrooge, aquel personaje de Dickens al que le fue dado contemplar en
sueños su acabamiento, sus últimos días, su muerte e incluso su
sepultura, en la que su propio nombre grabado representaba la
conclusión de su tiempo, ese proceso aciago en el que fueron
desapareciendo una tras otra sus más nobles aspiraciones hasta no
quedar otra cosa que afán de ganancias y voracidad. Horrorizado por
la visión, Scrooge quiere de nuevo vivir pasado y presente para
acceder a otro futuro distinto y borrar así la pesadilla que vio
escrita en la lápida. Desesperado, necesita la oportunidad de
construirse una nueva memoria, que es lo mismo que decir una nueva
identidad.
Al
fin y al cabo, tal vez no sea un ejercicio perdido entregarse al arte
de la memoria aprovechando la inevitable evocación que a todos nos
sugiere, al margen de ideas o creencias, las fechas navideñas que se
nos aproximan o el año que se termina y que tan difícil está
resultando para tanta gente, instalados en una crisis que maltrata
nuestra convivencia porque no encontramos la salida y las cosas
pueden ponerse todavía peor.
Cuando
era niño, estos días en los que se anuncian todos los inviernos y
en los que las vacaciones navideñas estaban a la vuelta de la
esquina, eran días de expectación. Al salir de mi diaria clase de
dibujo en el caserón de San Telmo, antigua Escuela de Bellas Artes,
en la plaza de la Constitución, que algunos llamaban de José
Antonio, los altavoces de la tómbola de caridad anunciaban premios
sin fin entre una algarabía de tenderetes que convertían la escena
en un decorado mágico: bayas rojas, hiedras, ramas de pino con piñas
pintadas de purpurina, pastorcitos de barro y un indecible número de
maravillas, entre villancicos y música de zambombas. Compartía con
mis amiguitos, cofrades todos de Peter Pan, aquel arrebatado alboroto
que hoy me atrevería a llamar felicidad. Imágenes y memoria de
aquellos días en los que impregnábamos con nuestra agitación un
aire malagueño que sabía de todas las penurias y miserias de una
posguerra tan pertinaz como la sequía oficialista, en un país de
veinte millones de habitantes y quince millones de pobres.
Y
pese a todo, tiempo de anhelos puros, claridad en las sombras, sol
limpio en el día, voz clara en la calle si pregón de la suerte y de
sus sueños sin nombre:
― ¡El
Gordo…! ¿Quién quiere el Gordo de la Lotería de Navidad?
― Papá,
¿si nos toca el gordo compraremos el coche más grande que haya y
para mí el colt 45 de Texas Bill y una caja de acuarelas…y todos
los tebeos que quiera…?
Todavía
en la cama, despertándome de los sueños sin pesadillas, se abrían
paso las voces mágicas de todas las ilusiones. Las ondas de la radio
concretaban el milagro presentido en la cantinela esperadísima de
los niños del Colegio de San Ildefonso y los millones de pesetas que
caían en un pausado chaparrón sobre el país hambriento y sobre
nuestro subdesarrollo. La modorra se evaporaba como por ensalmo y la
feliz letanía de la Lotería de Navidad era lo único que importaba,
lo único real. Aquella mañana era distinta a todas. El pulso del
barrio se detenía aguardando el gran chupinazo del Gordo o, al
menos, la cercana caída de alguna “pedrea”. Lo improbable rozaba
lo cotidiano, los sueños limaban sus bordes y se mezclaban con el
aire que respirábamos, imagen real e imagen virtual se juntaban en
una promiscuidad casi obscena que no por efímera resultaba menos
fascinante, porque durante la mañana entera todos formábamos parte
de un milagro.
Es
inútil negarlo. Confesemos que la gran puesta en escena de la
Lotería de Navidad forma parte de nuestros mejores recuerdos, que
sus imágenes son parte de nuestra memoria colectiva y de toda una
mitología de la felicidad en la que el enriquecimiento súbito y
limpio viola las leyes del tiempo y su miserable entropía. Y que
por todo ello, también forma parte todavía de nuestras esperanzas
secretas en esta época de crisis radical de todo y casi todos.
Tiempo así recobrado y recobrada memoria ahora que está tan de moda
entonar la Canción del Olvido y no recordar que somos quienes somos.
Podremos
o no recuperar el tiempo perdido siguiendo las huellas de guijarros
blancos en el bosque tenebroso de nuestro momento presente, como
hiciera Pulgarcito. Pero muchos de nosotros somos incapaces de
extraviar deliberadamente la memoria reencontrada. Pulgarcito siempre
regresa. Como una sombra fijada a nuestra piel.
Quizás,
ante tanta velocidad innecesaria, ante tanto extravío irresponsable,
sea preciso sosegarse, detenerse al filo del camino e intentar en la
moviola del tiempo un cierto regreso a los orígenes de nuestras
ilusiones para no perder definitivamente el sentido utópico de la
ilusión misma. Es necesario abrir una pausa para recuperar la
fascinación por el milagro, dejarse seducir por la seducción y
seducir lo que resulte seducible, sin forzar tanto la marcha de
nuestra maquinaria porque acabará hecha añicos. Hay tiempo para
todo, incluso para que los tiempos se junten. Las cosas serán
alcanzables o no, pero, desde luego, nunca a cualquier precio o caiga
quien caiga.
El
Gordo de Navidad representaba para nosotros, ahora podemos saberlo,
la plenitud sin precio, la riqueza blanca no conseguida a cambio de
claudicaciones vergonzantes. Lo contrario, precisamente, de ese
dinero negro de la corrupción que hoy enturbia nuestra vida social y
nuestra economía del valor, porque conculca la imagen de lo valioso
en sí, que es el hombre mismo, ese ser tan contradictorio y
descubridor de universos, hoy en vías de extinción. La lotería
como reivindicación y símbolo del azar. De lo improbable en
nosotros.
Para
ser fieles a la memoria y a falta de realizar los sueños, tarea
imposible, hay que tratar de salvarlos contra viento y marea, jugando
en el sentido amplio y fuerte del término. No tanto buscando un
sentido al mundo o de la vida como participando en sus juegos. Jugar
el juego y ser jugados por él. Juego que, inevitablemente, por estas
fechas, no puede menos que llamarse Lotería de Navidad.
Lotería
y memoria, juego y utopía, felicidad virtual, realidad del sueño
que guarda, siquiera sea por unos momentos, la esperanza. Hasta que
el juego se juegue y nos juegue. Porque el juego sigue y nosotros
seguiremos en él. Ya vendrá el “Niño” con su repesca de la
suerte. Y yo que seguiré jugando mientras Dios lo quiera,
adquiriendo boletos de la suerte por buscador impenitente de esa
felicidad en la que ya ni creo. Pero a estas alturas, ya sabemos que
se trata de otra cosa. De salvar las imágenes del tiempo y su
memoria como cosas constitutivas de nuestra propia mismidad
personalizada.
En
todo caso, seguiremos apostando. Números, números de la suerte.
¿Será el Gordo? A lo mejor…
© Copyright José Baena Reigal
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