domingo, 7 de mayo de 2023

 

       

            Para deslumbrar a los bárbaros




Alucinante, distópico o extemporáneo son algunos de los muchos adjetivos que cabe emplear para adjetivar la espectacular coronación de Carlos III. Buena parte de nosotros ha visto alguna añeja imagen de la coronación hace setenta años de Isabel II, su longeva madre. Pero, aun así, y en lo que a mí respecta, no podía imaginar hasta que extremo los británicos del año 2023 serían capaces de rebobinar la historia para ofrecernos un ceremonial litúrgico tomado de la Iglesia Católica Romana del siglo XVI, cuando Enrique VIII se nombró a sí mismo cabeza de la Iglesia Anglicana, sustituyendo el cesaropapismo romano por el nacional catolicismo en su intransigente versión anglosajona y protestante. Los esplendorosos dorados del ajuar eclesiástico, cetros, báculos, coronas, terciopelos, capas pluviales y armiños parecían sacados de los mosaicos bizantinos de San Vital de Rávena, diseñados para mostrar a la posteridad la gloria de la corte de Justiniano, en el momento más esplendoroso del Imperio Bizantino.

Sin cuestionar la belleza del escenario o la suntuosidad del espectáculo retransmitido ayer por la BBC, ver mezcladas la simbología religiosa medieval con la música de Handel, la marcha de Elgar, “Pompa y circunstancia” con el góspel negro y la trompetería kitsch de las películas de romanos, producía un cierto efecto narcotizador, de tal modo que en algún instante cabía confundir la coronación de Carlos III en la Abadía de Westminster con su canonización postmorten en el Palmar de Troya. Las rituales invocaciones a la fe cristiana, la unción divina con los santos óleos, la lectura de la epístola de San Pablo por un primer ministro de religión hinduista, la Espada del Estado portada por Penny Mordaunt, líder de la Cámara de los Comunes y, como remate, la figura teocrática del rey, revestida con más oro que el sarcófago de Tutankamón, constituyeron un palimpsesto de difícil digestión en nuestros días, cuando la decadencia del Reino Unido, simple prolongación ectoplasmática del Imperio Americano, tan solo es comparable a la ruina económica europea, que la guerra con Ucrania acelera de forma irreversible cada día que pasa sin que a nadie parezca afectarle. En su conocido poema, Konstantino Kavafis quiso expresar que la ostentosa exhibición de sus lujos podía servir de diversión a la clase gobernante y hasta de ofrecida carnaza para engatusar a los esperados bárbaros. Hoy, con la barbarie ya plenamente instalada en la ciudadela, los versos de Kavafis siguen vigentes: el mismo juego de abalorios sirve como distracción y brebaje anestésico a una sociedad que ha perdido su sombra y carece de convicciones para empezar a buscarla. Acaso porque, como advirtió Jean-François Revel, la mentira es la principal fuerza que mueve al mundo. O la posverdad. Y que así seguirá siendo.


    ¿Por qué nuestros dos cónsules y pretores salieron

    hoy con rojas togas bordadas;

    por qué llevan brazaletes con tantas amatistas

    y anillos engastados y esmeraldas rutilantes;

    por qué empuñan hoy preciosos báculos

    en plata y oro magníficamente cincelados?

    Porque los bárbaros llegarán hoy

    y espectáculos así deslumbran a los bárbaros.







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