La amenaza islamista en Siria y Egipto, dos historias paralelas (2)
William
Faulkner escribió una vez que el pasado todavía está sucediendo.
Puede que esto ocurra siempre y en todas partes, pero en el Oriente
Próximo es particularmente cierto. Aunque las imágenes de los
muertos y heridos despanchurrados entre los escombros de las ciudades
sirias o los vídeos con las más repulsivas imágenes de ejecuciones
y degollaciones salvajes realizadas por los yihadistas al grito de
Allahu Akbar! (الله
أكبر)
sacudan de vez en cuando las redes sociales, vetadas en las pantallas
de las televisiones occidentales para que no perturben nuestras
digestiones, los gobiernos de Estados Unidos y de sus aliados de la
OTAN siguen empeñados en negar la realidad, sencillamente porque la
verdad de lo que viene ocurriendo en Siria es indecible y, encima,
porque la capacidad de los seres humanos para hacer daño es atávica
y, según parece, carece de principio ni fin. El resultado es que la
espiral del terrorismo islamista se ha convertido en un hecho con el
que debemos convivir cada día. Según parece, es el precio colectivo
que todos debemos pagar para que el Gran Juego no se interrumpa.
¿Pero
qué es o en qué consiste el Gran Juego?, cabe preguntarse. La
respuesta aparece en la Wikipedia: Originariamente, el Gran Juego fue
el término utilizado para describir la rivalidad entre el Imperio
ruso y la Gran Bretaña en su lucha por el control de Asia Central y
el Cáucaso durante el siglo XIX. El término fue acuñado por Arthur
Conolly, agente del Servicio de inteligencia británico y
popularizado por el escritor Rudyard Kipling, en su novela Kim,
publicada en 1901: “Solamente
cuando todo el mundo muera acabará el Gran Juego”,
escribió Kipling. Pero hoy en día esta expresión, popularizada por
Brzezinski para explicar el orden mundial postsoviético, es
utilizada por los especialistas internacionales para referirse a la
actuación de las grandes potencias en las regiones conflictivas del
planeta y más específicamente, el juego secreto de acciones y
reacciones que lleva a cabo Estados Unidos para convertirse en el
único Imperio Global del siglo XXI, frente a los intereses de las
otras dos grandes potencias mundiales: Rusia y China.
Desde
este punto de vista, el dolor humano y las destrucciones masivas
ocasionadas por las guerras locales y el terrorismo mundial son,
simplemente, los “daños colaterales” que debemos soportar para
que el Gran Juego prosiga hasta que todos seamos esclavos o hasta que
este mundo reviente. Por eso, el holocausto sirio es, desde esta
perspectiva, un capítulo irrelevante sobre el que lo mejor para
nuestras conciencias es pasar página, por utilizar esa fea expresión
hoy tan de moda.
Aclarado
lo que antecede, intentaré avanzar en esta segunda entrega de “El islamismo en Siria y Egipto, dos historias paralelas”, en los
acontecimientos recientes que han jalonado la Historia Contemporánea
de estas dos importantes naciones mediterráneas para, finalmente,
rematar el análisis con unas conclusiones aproximadas que sirvan
para explicar el dramático presente y alumbrar tanto como sea
posible el inmediato futuro, que a tenor de lo que está sucediendo, se nos presenta especialmente tenebroso. Como escribió,
Goethe:
“Los grandes acontecimientos venideros proyectan su sombra por
anticipado”.
Comenzaré
este repaso histórico diciendo que la historia del Egipto actual se
inicia cuando los “Oficiales Libres” toman el poder el 23 de
julio de 1953 y, tras deponer al nefasto rey Faruk, instauran la
República egipcia el 18 de junio de 1953, siguiendo el ejemplo de Turquía, en donde treinta años antes un líder militar, nacionalista y laicista radical puso fin a trece siglos de califato universal. En 1923 Kemal Mustafá (también llamado Ataturk, "padre de los turcos") tomó el poder en el Imperio otomano, abolió la institución del califato e instauró la república. Aquella decisión fue técnicamente un golpe de Estado y de haber sido tomada en siglos anteriores, le hubieran declarado apóstata y hasta le habría costado la vida. Sin embargo, a comienzos del siglo XX surgió con fuerza la era del nacionalismo moderno y la religión quedó relegada a un segundo plano incluso entre la mayor parte de las élites revolucionarias del mundo árabe. Se erradicó la institución supraestatal del califato, que ningún otro gobierno musulmán o árabe se ha atrevido a restaurar desde entonces.
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Kemal Ataturk |
Este avatar histórico es de suma importancia, porque si el califato se hubiera revitalizado se habría convertido en un nuevo superestado, con autoridad superior a la la soberanía todos los gobiernos árabes o musulmanes. El enigma crucial por resolver es quién tiene valor de declararse nuevo califa en el siglo XXI, con la fragmentación derivada de la consolidación de los estados nacionales, sus intereses enfrentados y las enormes diferencias existentes entre sunitas y chiitas, reabiertas por los abismos de sangre ahondados cada día con los atentados terroristas llevados a cabo por grupos violentos nacidos recientemente al amparo del islamismo y que se mueven dentro de esa matriz común que denominamos Al-Qaeda, una entelequia que como el ectoplasma de los espiritistas tiene la virtud de no existir, pero que se materializa cuando es convocada por los numerosos grupos violentos que pululan en ese potaje venenoso que es el yihadismo y que se cuece a fuego lento al calor de las mezquitas o de las innumerables organizaciones de todo tipo alimentadas por el maná abundante procedente del wahabismo saudita.
Los problemas teóricos y prácticos planteados por la disolución del califato y las ideas de unidad supranacional que representaba parecieron resueltos con el resurgimiento de las doctrinas panarabistas, defensoras de colocar al Estado al margen de la religión y las leyes de él emanadas por encima de la legislación islámica. En Egipto el hombre fuerte de este movimiento, convertido en aclamado líder, fue Gamal
Abdel Nasser, quien opta por rechazar la vuelta
a la experiencia del multipartidismo para instaurar un régimen de
partido único, defiende la modernización de Egipto, inicia una ambiciosa reforma agraria y negocia con
Londres un tratado por el que las tropas británicas se retirarán a
los dieciocho meses: después de setenta y cinco años de ocupación
extranjera, Egipto es de nuevo un país soberano, convirtiéndose en
centro del mundo árabe y meca del nacionalismo revolucionario,
desempeñando un papel decisivo en las revoluciones que sacuden las
naciones de Oriente Próximo entre 1956 y 1967.
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El presidente Gamal Abdel Nasser |
En el interesantísimo vídeo, cuyo enlace inserto a continuación, el presidente Nasser pide durante una conferencia la colaboración de los Hermanos Musulmanes, a quienes recuerda que la libertad conquistada por las mujeres egipcias para no llevar obligatoriamente el velo no tiene vuelta atrás, algo inimaginable ahora, ¡cincuenta años después!
Desde
su subida al poder, Nasser había tratado de mantener buenas
relaciones con los Estados Unidos, a quienes intentó comprar armas,
ante el creciente temor israelí de que la retirada de las tropas
británicas del Canal de Suez convirtiera a Egipto en la Prusia del
nacionalismo árabe. Al no conseguir las armas que necesitaba, puesto
que los norteamericanos exigían para ello que Egipto se integrase
con Gran Bretaña y los Estados Unidos en una alianza contra la Unión
Soviética, Nasser las compró a Checoeslovaquia, intentando que este
hecho no significase una ruptura Washington, algo que consiguió, ya
que la propia CIA informó que este hecho no debería verse como un
acto de hostilidad, de modo que tres meses más tarde, en diciembre
de 1955, el presidente Eisenhower manifestó su apoyo al gobierno
egipcio para colaborar en la financiación de la presa de Asuán, el
gran sueño de Nasser.
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El curso del Nilo desde la presa de Asuán |
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El Lago Nasser desde Abú Simbel |
La
situación cambió bruscamente al año siguiente, después de que
Egipto iniciara sus relaciones diplomáticas con la China comunista.
El Departamento de Estado recomendó que no se diese a Nasser apoyo
alguno, pues toda ayuda debería estar ligada a “cierto grado de
cooperación respecto a los objetivos básicos de los Estados
Unidos”, de modo que tanto americanos como británicos anunciaron
en julio de 1956 que retiraban la promesa de financiar la presa de
Asuán, y el Banco Mundial se negó a conceder el crédito solicitado
a una operación que por su elevado coste podía sobrepasar la
capacidad del gobierno egipcio para devolverlo, sin darse cuenta de
que el prestigio de Nasser dependía de la construcción de una obra
que se había convertido en la gran esperanza colectiva de los
egipcios.
Nasser
replicó a los cinco días, el 26 de julio, con la nacionalización
de la compañía del canal de Suez, con la intención de destinar los
ingresos del tráfico marítimo en las obras de Asuán. Se trataba de
un acto legítimo, puesto que la compañía era legalmente egipcia, a
lo que hay que añadir el anuncio de que el gobierno egipcio
compensaría a los accionistas. La nacionalización supuso un gesto
de autoridad y de independencia que disparó el prestigio de Nasser
no solo entre los egipcios, sino en todo el mundo árabe, aunque
resultó de escasa trascendencia real, puesto que los ingresos del
canal eran insuficientes para financiar el enorme coste de Asuán.
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El USS Forrestal cruzando el Canal de Suez |
Los
británicos no solamente estaban preocupados por la libertad de paso por
el canal de Suez, que Nasser no iba a dificultar, dado que necesitaba
perentoriamente los ingresos de su tráfico, sino que mantenían
temores insensatos de que Egipto pudiese aproximarse a los
soviéticos e, incluso, basándose en informes falsos, que ya había
optado por el “socialismo popular” (en otras palabras, el
comunismo) en Egipto como parte de su trato con los checos. Era un
disparate, puesto que Nasser no dejó nunca de perseguir a los
comunistas egipcios, pero sirvió para que el premier británico, Sir
Anthony Eden, que había alentado ya diversos planes para asesinar a
Nasser, se forjara la fantástica idea de una conspiración de los
rusos para apoderarse del Oriente Próximo y de sus recursos
petrolíferos en unos momentos en los que la situación de la
economía británica era desastrosa, hasta el extremo de que corría
peligro el valor de la libra esterlina, algo que los británicos
consideraban “cuestión de vida o muerte”. Una consideración de
importancia fundamental cabe hacer aquí y que habrá de tenerse en
cuenta de manera obsesiva para todos los acontecimientos que abordaré
en esta entrega: Donde
el petróleo está en juego, no hay otras razones que valgan.
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Sir Anthony Eden |
Los
franceses, por su parte, además de intereses económicos, estaban
preocupados por el apoyo que Egipto prestaba a los insurrectos
argelinos, uno de los mayores problemas que entonces tenía Francia. En cuanto a los
israelíes, su valoración era que Nasser mantenía el estado de
guerra entre ambos países, lo que les hacía temer un ataque egipcio
por sorpresa contra su territorio, aparte del apoyo que los egipcios prestaban al terrorismo palestino.
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La campaña de Suez de 1956 |
Estas
fueron las causas que decidieron el ataque conjunto de Gran Bretaña,
Francia e Israel contra el Egipto de Nasser, que se materializó el
día 31 de octubre de 1956, cuando a las seis de la tarde los aviones
británicos empezaron a bombardear El Cairo y, en colaboración con
los franceses, destruyeron la mayor parte de los aviones militares
egipcios. La insensatez de la operación fue denunciada
inmediatamente en las Naciones Unidas, en donde los norteamericanos,
que no fueron informados previamente del ataque, presionaron
duramente para detener la invasión, temiendo que el pujante nacionalismo
árabe cayera en brazos de la Unión Soviética. Por esta causa, forzaron un alto
el fuego que obligaba a la retirada de las tropas ocupantes del
territorio egipcio. Para evitar que franceses y británicos vetaran
esta resolución de la ONU, Eisenhower amenzó incluso con
expulsar a Francia y Gran Bretaña de la OTAN, y presionó a Eden, condicionando a la
aceptación por su parte de un alto el fuego inmediato el préstamo
de mil millones de dólares del Fondo Monetario Internacional que
Gran Bretaña necesitaba para evitar el desplome de la libra
esterlina.
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Soldados israelíes en un patrullera improvisada |
Con
la fracasada intervención de Suez se abre una nueva época en la
que, tras la dimisión de Eden y su sucesión por MacMillan, se
recompusieron las relaciones entre británicos y norteamericanos
sobre la base de la sumisión de los primeros a los designios del
Pentágono y de la Secretaría de Estado norteamericana, una
situación de vasallaje que se manifiesta hoy en el caso sirio y que ya se
evidenció cuando Tony Blair secundó sin titubear el plan bélico de
Bush respecto a Irak, una decisión que terminó con su prestigio y
su carrera política cuando se supo que las armas de destrucción
masiva de Sadam Hussein eran una mentira tan colosal como la de
atribuir ahora a Siria la utilización de gas sarin contra su propia
población.
La
aventura de Suez supuso el inicio del proceso por el que Gran
Bretaña y Francia perderían sus colonias africanas y asiáticas,
así como su papel relevante en el Oriente Próximo, que pasó, hasta
el día de hoy, a manos norteamericanas. Tampoco los soviéticos
demostraron estar a la altura de las circunstancias, ya que no
pudieron impedir la derrota militar de Nasser, cuyo liderazgo salió milagrosamente reforzado por su habilidad de transformar la derrota militar en una victoria política.
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Nasser en la cima de su popularidad |
En
la década que siguió a la crisis de Suez, Israel y sus vecinos
árabes se embarcaron en una carrera armamentística sin precedentes,
preparándose unos y otros para el siguiente e inevitable envite
bélico. Los Estados Unidos comenzaron a aventajar a Francia (que
suministró los técnicos y el material preciso para convertir a
Israel en potencia atómica) en el papel de principal proveedor de
pertrechos bélicos a Israel, mientras que Gran Bretaña
proporcionó armas a los jordanos y los soviéticos fortalecían los
arsenales bélicos de Siria y Egipto, una carrera en la que se
dilucidaba el control del Oriente Próximo, cuestión de
importancia trascendental para las grandes potencias.
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El presidente Eisenhower |
Los
efectos de los planes de Eisenhower sobre esta zona candente quedaron
todavía más al descubierto con su actuación en Siria, donde la
CIA, que había respaldado la toma del poder por el coronel Hosni
Zaim, promocionó ahora a otro militar, el coronel Adib Shishaki,
quien fue derrocado en febrero de 1954 por un nuevo golpe militar
organizado por el Baaz (Renacimiento), un partido nacionalista
panárabe que había sido fundado en Siria en 1947. Un año después
del episodio de Suez, en 1957, Eisenhower y MacMillan, preocupados
por el hecho de que sirios y egipcios pudiesen desestabilizar Líbano
y Jordania, planearon provocar disturbios en el interior de Siria e
incidentes armados en sus fronteras, con el fin de justificar que los
ejércitos de Jordania, Líbano e Irak invadiesen el país.
Como
se ve, la larga mano de los Estados Unidos, que hoy maneja la
agresión a Siria bajo la ya increíble justificación de la “defensa
humanitaria”, cuenta con precedentes históricos demostrables.
Ahora, al igual que entonces, la política norteamericana en esta
parte del mundo consiste en una sucesión ininterrumpida de los
mismos errores, cegados los políticos de Washington por la defensa a
ultranza de sus intereses geoestratégicos, consistentes en controlar
en solitario el Próximo Oriente y, cómo no, sus inmensas reservas
petroleras y de gas natural. Cualquier otra consideración les
importa bien poco, aunque para conseguir sus objetivos sea preciso
sacrificar vidas inocentes y devastar naciones enteras, como ha
ocurrido recientemente en Libia y ahora mismo está sucediendo en la
guerra delegada con la que EE.UU. pretende someter a Siria e
incorporarla, como estado-vasallo, a los designios de la Pax
Americana, basada en el poderío económico, tecnológico y militar
de los Estados Unidos y en su alianza con las monarquías feudales petroislámicas más alejadas de los derechos humanos que existen en el planeta:
Arabia Saudita y los Emiratos Árabes. La Historia nos enseña que
algo muy semejante ocurrió en la Antigüedad, cuando la poderosa Roma
se valió de los pueblos bárbaros asentados en sus fronteras para
contener las avalanchas de los nuevos bárbaros asiáticos, que no
cesaban de acudir atraídos por la prosperidad romana. Y ya sabemos
cómo concluyó la aventura y los siglos de oscuridad que fue preciso
remontar cuando los bárbaros terminaron asentándose en la capital
de los césares, poniendo fin al Imperio Romano de Occidente.
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La invasión de los bárbaros, cuadro de Ulpiano Checa |
Volviendo
a Siria y al año 1957, queda por reseñar que el plan de invasión
norteamericano fracasó entonces porque el agente de la CIA encargado
de promover los disturbios, que había sido enviado a Damasco como
secretario adjunto de la embajada norteamericana, fracasó en su
misión: los hombres a los que pretendió comprar, después de
quedarse con el dinero, denunciaron públicamente que un agente
americano había pretendido sobornarles. Por eso la operación se desestimó
y su consecuencia más inmediata fue favorecer la alianza de Siria
con Egipto, que culminó con la creación de la RAU en 1958, un
desafío superior a todo cuanto Nasser hubiera podido imaginar jamás
y que fracasó pronto. El ejército sirio detestaba aceptar las
órdenes de los oficiales egipcios, los hombres de negocios sirios
vieron socavada su posición social a consecuencia de la imposición
de los decretos socialistas que transferían la propiedad de sus
compañías, hasta entonces privadas, a manos del Estado y las élites
sirias se sintieron humilladas al ser excluidas del juego político
en su propia nación. El golpe de gracia vino en en agosto de 1961,
cuando Nasser decidió prescindir por completo del Gobierno regional
sirio y regir el país por medio de un gabinete más amplio radicado
en El Cairo.
Estas
circunstancias y el creciente descontento popular empujaron a los
militares sirios a organizar un golpe de mano para cortar las
amarras con el país del Nilo y recuperar el control nacional,
expulsando del país al mariscal Abdel Al-Hakim Amer, delegado de
Nasser, y deportando a todos los egipcios residentes en suelo
sirio, es decir, unos seis mil soldados, cinco mil funcionarios
públicos y una cifra de trabajadores temporales situada entre los
diez mil y veinte mil individuos.
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Mariscal Abdel Al-Hakim Amer |
Tras
este golpe contra su liderazgo, Nasser optó por encauzar la
revolución egipcia por la senda del socialismo árabe, tal como fue
consagrado en la Carta Nacional de 1962, un documento que trataba de
tejer un proyecto político con los mimbres del islam, el
nacionalismo árabe y el socialismo, en un intento de establecer los
ideales precisos para reorganizar la sociedad árabe en su conjunto,
lo que sirvió para desunir todavía más al mundo árabe, que se
dividió entre los que aceptaron el liderazgo occidental (Marruecos,
Jordania, Arabia Saudita, Túnez y Líbano, que fueron considerados
“moderados”) y los que se alinearon con Moscú para seguir su
modelo económico y social dirigido por el Estado, llamados
“progresistas” por los partidos de izquierda y “radicales”
por las fuerzas liberales: Egipto, Siria, Irak, a los que se
incorporaron más tarde Argelia, Libia, cuando culminaron con éxito
sus procesos revolucionarios, y Yemen, después de que un golpe de
mano militar derrocara en septiembre de 1962 la monarquía y quedara
instituida la República Árabe del Yemen, dando paso a un
enfrentamiento entre Arabia Saudita, que respaldaba a la familia real
destronada, y Nasser, que consideraba todo ello como parte de una
batalla de gran envergadura entre los progresistas y los
reaccionarios del mundo árabe. A partir de 1962 las tropas egipcias
comenzaron a inundar Yemen, llegando a desplegar setenta mil soldados
en 1965, lo que representaba casi la mitad del ejército egipcio.
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Mapa de Yemen |
Yemen
fue el Vietnam de Egipto. Las tropas egipcias se enfrentaban a un
conjunto de guerrilleros tribales que combatían en un entorno
perfectamente conocido, de modo que en el transcurso de los cinco
años que duraron los enfrentamientos, el ejército egipcio perdió
más de diez mil hombres, entre soldados y oficiales. Hasta el último
momento Nasser se empeñó en ganar una guerra que constituía más
una operación política que militar, sin darse cuenta el impacto
negativo que el descalabro del Yemen iba a ejercer en la capacidad
del ejército egipcio para hacer frente a su amenaza más inmediata:
Israel.
La
guerra era inevitable porque tanto Israel como los estados árabes
que lo rodeaban se sentían insatisfechos con el equilibrio alcanzado
y no estaban dispuestos a pensar siquiera en la posibilidad de la
paz sobre la base de ese estado de cosas. Los árabes mantenían una
postura tan irreconciliable con Israel que se negaban a referirse por
su nombre al país y preferían hablar de “entidad sionista”.
Tras haber perdido dos guerras frente al ejército israelí, en 1948
y 1956, los árabes estaban decididos a equilibrar la balanza.
La
historia de la génesis y desarrollo del conflicto, que ha pasado a
la Historia bajo la denominación de “Guerra de los Seis Días”
es la de un un completo e inenarrable disparate cometido por Nasser
que pormenorizadamente describe Eugene Rogan, profesor de la
Universidad de Oxford, en su imprescindible libro "Los árabes".
Resumidamente,
cabe decir que Nasser organizó, alertado por informaciones falsas,
una parafernalia bélica sin precedentes para amenazar a Israel y
hacerle creer que su ejército suponía una verdadera amenaza, en un
despliegue propagandístico muy similar a la “Madre de todas las
Batallas” que utilizó Sadam Hussein y que luego se reveló como un
inmenso tigre de papel. El último acto de su escalada de
despropósitos fue exigir al Secretario General de las Naciones
Unidas, U Thant, que las tropas de paz de las UNEF interpuestas entre
las líneas egipcias y las israelíes en el Sinaí procedieran a
retirarse, cosa que terminaron de hacer el 31de mayo de 1967,
culminado su amenaza a Israel con el cierre del estrecho de Tiran,
tanto a los barcos israelíes como a los petroleros que pretendían
recalar en el puerto israelí de Eilat. Con este acto Nasser acertó
en su propósito de provocar el conflicto armado, ya que, tal como
preveía, Israel juzgó inmediatamente que esta amenaza a la
viabilidad de sus rutas marítimas constituía, de facto, una
declaración de guerra.
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U Thant, Secretario General de la ONU |
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Tropas de la UNEF, cuyos soldados son conocidos como los Cascos Azules |
La
inmensa campaña propagandística desplegada por Egipto hizo que la
opinión pública árabe se hallara impaciente por que empezaran las
hostilidades y ver cómo Israel encajaba una derrota definitiva. La
movilización televisada de las tropas egipcias había elevado
todavía más las expectativas de victoria, y todo el mundo pensaba
que el ajuste de cuentas estaba al caer, mientras que en Israel
provocó una crisis que llevó a su primer ministro, Levi Eshkol, a
agotar todas las vías diplomáticas antes que arriesgarse a una
guerra abierta con Egipto y sus aliados árabes. Pero el pueblo
egipcio y todo el mundo árabe habían respondido con entusiasmo a la
propaganda de Nasser, creían en su liderazgo, confiaban en su
capacidad para llevar el timón y estaban seguros de que asentaría
un golpe tremendo a Israel, teniendo en cuenta, además, que también
contaba con la colaboración de los ejércitos, magníficamente
equipados, de Siria y Jordania. Lo que estaba en juego era la
credibilidad de Nasser y el liderazgo sobre los árabes que él mismo
se había encargado de proclamar.
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Los prisioneros egipcios fueron devueltos en cuanto terminó la guerra |
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Soldados egipcios prisioneros: el amargo sabor de la derrota |
Lo
que vino a continuación es sobradamente conocido. Mientras se producía
el ataque aéreo, que destruyó la mayor parte de la aviación
egipcia en el suelo, los altos mandos militares egipcios volaban
sobre el Sinaí para inspeccionar las posiciones de su ejército, lo
que dio lugar a que los radares egipcios estuvieran desactivados. Más
que derrota, la retirada de las tropas egipcias constituyó una
verdadera desbandada. También los blindados jordanos y sirios
fueron machacados por la aviación israelí, que había eliminado los
efectivos aéreos de ambos países en sus propias bases. La única
esperanza de sirios y jordanos estuvo en que las Naciones Unidas
decretasen un alto el fuego que les permitiera conservar sus
posiciones anteriores al conflicto. Sin embargo, éste llegó
demasiado tarde para Jordania. La Ciudad Vieja de Jerusalén caería
durante la mañana del 7 de junio, y las posiciones que todavía
conservaban los jordanos en el resto de Cisjordania habrían de
desplomarse antes de que los israelíes aceptaran interrumpir las
hostilidades y dejaran de acosarles. El 8 de junio, Siria y Egipto
acatarían igualmente el alto el fuego, cesando así las acciones
contra Israel, pero los israelíes aprovecharon la ventaja que tenían
y atacaron Siria, ocupando los Altos del Golán antes de poner fin a
la guerra de los Seis Días, el 10 de junio de 1967.
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Transporte de cohetes israelíes en la Guerra de los Seis Días |
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Soldados israelíes del frente Sur reciben paquetes de sus familias |
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Soldados israelíes escuchan las órdenes para la jornada al sexto día de la guerra |
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Columna motorizada israelí |
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Tanques israelíes en las cercanías de Gaza el día 6 de junio de 1967 |
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Soldados israelíes con sus mascotas en el Negev |
A
pesar de la gran mentira que luego se fabricó para justificar ante
el mundo árabe la apabullante derrota, conviene dejar reseñado que
ni Estados Unidos ni la Unión Soviética participaron en el
conflicto, pese a que sus predilecciones estaban enfrentadas. Alekséi
Kosyguin, el líder soviético, se comunicó con el presidente
norteamericano Lyndon B. Johnson el 5 de junio para pedirle que usara
su influencia para detener el enfrentamiento, que preocupaba al
mandatario americano porque sabía que si Israel salía derrotada
tendría que acudir en su auxilio y con ello pondría en peligro su
reelección en unos momentos en los que su interés principal era
Vietnam, por eso respiró aliviado cuando vio que los israelíes
triunfaban.
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El presidente Lyndon Johnson |
A Kosygin se le acabó la paciencia en la mañana del 10
de junio, cuando vio el ataque israelí a Siria temió que las tropas
israelíes llegaran hasta Damasco, de modo que volvió a usar la
línea reservada para anunciar a Johnson que si Israel no cesaba su
ataque a Siria en las próximas horas, la Unión Soviética se vería
obligada a tomar decisiones por su cuenta, “incluyendo las de
carácter militar”.
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El presidente ruso Alekséi Kosygin |
“Fue
una suerte que las hostilidades en los Altos del Golán acabasen
antes de que finalizase aquel día”, escribió en sus memorias el
entonces director de la CIA, Richard Helms. Pero en realidad no hubo
tal suerte. Más tarde se supo que Johnson pidió al embajador
israelí en Washington el cese inmediato de las hostilidades:
“El gobierno de los Estados Unidos no desea que la guerra termine
como consecuencia de un ultimátum soviético. Esto sería desastroso
para el futuro, no solo de Israel, sino de todos nosotros. La
responsabilidad de actuar ahora es vuestra”.
El gobierno israelí tomó en cuenta las razones de Johnson y le
hicieron caso. Esto fue todo.
El
shock que esta nueva derrota significó para los países árabes tuvo
como inmediata consecuencia la ejecución en Egipto de su máximo
responsable militar, el general Amir, acusado de traición. En el
caso sirio, la conmoción produjo una crisis política que fue
rematada por el golpe militar de 1970, que llevó al poder a Hafez
Al-Assad, un miembro de la minoría alauita, que se mantendría
largamente al frente del país gracias a la creación, a través de
la Constitución de 1973, de un régimen presidencialista de carácter
laico que ponía en sus manos todos los resortes del poder, empezando por las Fuerzas Armadas.
Anonadados
por sus pérdidas, los egipcios recurrieron a la fantasía para ganar
tiempo, iniciando al comienzo del enfrentamiento, cuando ya habían
perdido toda su fuerza aérea, una campaña de desinformación
emitida por radio y reproducida por toda la prensa controlada por el
gobierno, lo que hizo creer al mundo árabe que Israel estaba al
borde de la derrota absoluta. Para desviar sus responsabilidades ante el fracaso, los
egipcios tramaron la
gran mentira
de justificar su derrota por la connivencia entre Estados Unidos e
Israel. El primer día de la guerra, la emisora gubernamental “La
Voz de los Árabes” lanzó la acusación de que “los Estados
Unidos son el enemigo. Los Estados Unidos constituyen la fuerza
hostil que que se halla detrás de Israel. Oh, árabes, los Estados
Unidos son adversarios de todos los pueblos, exterminando toda toda
vida y derramando su sangre, los Estados Unidos son la entidad que os
impide aniquilar a Israel”. De hecho, Nasser se pondría en
contacto con el rey Hussein de Jordania con el fin de que sus declaraciones públicas concordaran y echar la culpa de la victoria israelí
a una conspiración anglo-estadounidense, más justificable ante el mundo árabe que la humillante realidad de haber sido vencidos por Israel.
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Nasser y el rey Hussein de Jordania |
En una indiscreta
conversación telefónica interceptada por la inteligencia israelí,
Nasser se muestra encantado de que Hussein acepte el trato. “Yo
haré una declaración ̶ explica
Nasser ̶ ,
tú también harás otra, y luego nos arreglaremos para que los
sirios hagan igualmente un anuncio similar. La cuestión es lanzar la
idea de que hay aparatos norteamericanos y británicos que
intervienen en la guerra y de que parten de sus portaviones para
combatirnos. Todos insistiremos en ese punto”.
El hecho de que Gran Bretaña y Francia hubieran combatido junto a
Israel en la guerra que les enfrentó a Egipto cuando la crisis de
Suez contribuiría a dar credibilidad a las acusaciones de
conspiración. Además, había otra razón más poderosa: fuese o no
cierta, esa explicación era mejor para salvar la propia autoestima
árabe que aceptar la infamante derrota causada por el
ejército israelí.
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El puente Allenby destruido por las tropas jordanas en su retirada |
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Los soldados israelíes contemplan la Ciudad Vieja de Jerusalén |
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Soldados israelís ante el Muro Occidental el 7 de junio de 1967 |
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Descansando ante el Muro recién conquistado |
La
derrota de 1967 convirtió Egipto en un país vencido, parcialmente
ocupado y aplastado por el peso de la guerra, una situación ante la
que Nasser fue incapaz de reaccionar. Anuar el-Sadat, que le
sustituyó a su muerte en 1970, eligió una orientación distinta a
la de su predecesor. Será necesario su relativo y largamente
preparado éxito en la guerra de octubre de 1973, llamada del Yom
Kipur, para que se sintiera fuerte e impusiera la “infitab”
(apertura), que le lleva a la alianza económica y militar con
Estados Unidos, cuyo frutos fueron los acuerdos de Camp David, con
los que Egipto consolida la paz, recupera el Sinaí y consigue una
importante ayuda americana, aunque nada de eso sirvió para enderezar
la difícil situación que atravesaba la economía egipcia cuando El-Sadat fue abatido por el atentado que acabó con su vida en 1981,
durante una parada militar. Su verdugo fue un islamista llamado
Khalid Al-Islambuli, que gritó tras el magnicidio: “He matado al
faraón, y no temo a la muerte”. Su acto, ahora podemos saberlo,
sirve para ilustrar gráficamente que un nuevo paradigma se abriría
paso en el mundo árabe: la visión fanática y totalitaria del poder religioso del
islam representada por la Sociedad de los Hermanos Musulmanes.
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El presidente egipcio Anuar el-Sadat |
La
muerte de el-Sadat supuso el cierre definitivo del largo declive de
la ideología panarabista de Nasser, basada en la laicidad del Estado
y en las reformas económicas socialistas de corte soviético, que
habían servido de motor a los pueblos árabes inspirando
revoluciones y consolidando regímenes presidencialistas sostenidos
por los ejércitos nacionales. La nueva etapa que entonces se abrió
en todo el mundo árabe vino determinada por la revolución que en 1979 derrocó en Irán a la monarquía de Mohamed Reza Pahlevi, a quien los Estados Unidos dejaron caer, después de una alianza de casi cuarenta años, sin percatarse de que su final supondría la conquista del Estado por el poder carismático y fanático de un clérigo chiita, el
ayatolá Jomeini. La misma actitud que recientemente han mostrado con su fiel aliado Hosni Mubarak, cuya deposición ha supuesto para Egipto, como pasó en Irán, la apertura de la caja de truenos del islamismo, en este caso sunita, que tanto da y cuyo estruendo ensangrentado amenaza con hacer saltar todas las costuras del mundo árabe. Jugar a aprendices de brujo en el Próximo Oriente arrastra siempre las mismas consecuencias. Pero, según parece, Washington sigue sin enterarse: basta con mirar el panorama sirio, cuyo contagio a Egipto, vía Hermandad Musulmana, era más que previsible. Sin contar el explosivo Líbano, en donde los atentados terroristas del radicalismo suní ha dejado un nuevo reguero de sangre hace menos de quince días, con el atentado perpetrado en Beirut ante las oficinas de Hezbolá, la variante islamista del chiismo, con más de veinte muertos, todos civiles libaneses, en un claro intento de desestabilizar el precario equilibrio del país y arrastrarlo a un enfrentamiento similar al que sigue asolando a la vecina Siria .
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Foto oficial del sha Reza Palevi y su familia el día de su coronación imperial |
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El ayatolá Jomeini |
El
impacto de la revolución iraní conmovió algo más que los mercados
del petróleo. La caída del sha de Persia, uno de los autócratas
que más tiempo llevaban instalados en el poder en el Oriente
Próximo, respaldado por uno de los ejércitos más poderosos de la
región y que además contaba con el pleno apoyo de los Estados
Unidos, hizo que los políticos árabes se pusieran alertas y tomaran
nota del profundo cambio que esa situación implicaba. Los
gobernantes árabes, cada vez más preocupados, comenzaron a observar
con miedo creciente la presencia de los grupos islamistas, que se cobijaban y actuaban a través de cofradías más o menos
secretas en la penumbra de las mezquitas, dentro de sus propias
fronteras: “¿Existe el peligro de que la revolución iraní alcance
a Egipto?”, recuerda haber preguntado a un periodista egipcio
Butros Gali, el diplomático también egipcio que ocupó el cargo de
Secretario General de las Naciones Unidas entre enero de 1992 y
diciembre de 1996. “La revolución iraní es una enfermedad que
Egipto no puede contraer”, le tranquilizó el reportero. Irán era
un Estado chiita, mientras que Egipto y los estados árabes
profesaban con abrumadora mayoría el islam sumnita. Además, Egipto
contaba con otra protección frente al contagio, la que le brindaba
la presencia de otro estado islámico: el Reino de Arabia Saudita.
Los acontecimientos iban a revelar muy pronto que el periodista se
equivocaba. En la década que estaba a punto de iniciarse, la oleada
islamista iba a alzarse y a convertirse en el más peligroso reto
para todos los líderes políticos del mundo árabe, empezando
precisamente por los de Arabia Saudita, como se demostró en
noviembre de 1979, cuando los miembros de una organización hasta
entonces desconocida llamada “Movimiento de los Revolucionarios
Musulmanes” ocupó la Gran Mezquita de La Meca, centro neurálgico
del islam.
Una
nueva generación estaba accediendo a posiciones de poder en el mundo
árabe, una generación que no creía ya en la vieja retórica del
nacionalismo árabe. Sus dirigentes estaban desencantados con sus
dirigentes políticos, al ver que tanto los reyes como los
presidentes árabes se construían fastuosos palacios y derrochaban
con ostentación y desvergüenza sus caprichos multimillonarios con
el dinero obtenido mediante prácticas corruptas y no tenían
inconveniente en dar prioridad a su poder personal, postergando el
bien común de los árabes cuyo destino les había sido confiado. A
los integrantes de la nueva generación no les gustaba ni el
comunismo ni el ateísmo de la Unión Soviética. Creían además, y
en esto no les faltaba la razón, que los Estados Unidos no eran sino
una nueva potencia imperial centrada en la máxima del divide y
vencerás, fomentando el enfrentamiento entre los estados árabes y
anteponiendo sus intereses geoestratégicos y su sed de petróleo a
cualquiera otra consideración de orden moral.
La
lección que habían extraído de la revolución iraní se resumía
en una convicción: la de que la fortaleza del islam superaría al
empuje de todos sus enemigos juntos. Unidos en las eternas verdades
de su religión, los musulmanes podían derribar a los autócratas en
el poder y plantar cara a las superpotencias. Incluso más todavía,
utilizar cuando y donde fuera necesario elecciones democráticas para
instalarse en el poder: para ellos la democracia puede ser una vía
de acceso al poder, pero una vía de un solo sentido y en la que no
hay retorno, porque la soberanía de Alá, tal como la ejercen sus
representantes ungidos, no es rechazable. Su política electoral ha
sido resumida por la tradición clásica en el lema: “Un hombre
(solamente hombres, no mujeres), un voto, pero una sola vez”. La
misma que usó Adolf Hitler para encaramarse en el poder y desde él
eliminar cualquier vestigio de oposición para convertirse en el dueño
absoluto de Alemania. El mismo camino seguido por los Hermanos Musulmanes a través de su brazo secular, el Gobierno de Mohamed Mursi, en esta nueva intentona de conquistar el Estado egipcio para desde él extender la yihad y que, bajo
una inmensa presión popular, ha cortado por lo sano el ejército
egipcio.
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Partidarias del depuesto presidente Mursi se manifiestan en El Cairo |
Como
el comunismo y el fascismo, que fueron los grandes enemigos de la "modernidad” dentro de Occidente, el islamismo, enemigo exterior
e interior gracias a la inmigración masiva, también se sirve de los
productos más desarrollados de la modernidad occidental, pero con el
propósito de destruir completamente su espacio político. La guerra
del terror islamista es una guerra a la
polis
en su doble sentido: la polis
como ciudad, y la polis
como espacio donde se desarrolla la acción política. El terrorismo islamista (basta comprobar la genealogía de cada
atentado criminal que han cometido) se sirven de la creación
tecnológica producida por la modernidad occidental, pero para
destruir las condiciones que hicieron posible esa modernidad.
Si
los islamistas aciertan en sus cálculos y tienen éxito en su asalto
al poder de las naciones musulmanas, un negro futuro aguarda al
mundo. Porque, queramos o no admitirlo, una ideología mucho más
poderosa y totalitaria que el nazismo actúa para conquistar el poder
mundial. Un reto que los países occidentales no han entendido y con
el que los Estados Unidos juegan para provecho exclusivo de los
intereses inconfesables que imponen sus criterios a los sucesivos
gobiernos de Washington, se apellide Bush el inquilino de la Casa
Blanca, o sea su seguidor Barak Hussein Obama, “el Pacífico”,
cuyos méritos para que le concedieran el Premio Nobel de la Paz
permanecen tan inéditos como cuando fue elegido presidente de los
Estados Unidos, hace ya casi cinco años.
© Copyright José Baena Reigal
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El presidente Barak Hussein Obama |
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