lunes, 5 de agosto de 2013


La amenaza islamista en Siria y Egipto, dos historias paralelas (2)



William Faulkner escribió una vez que el pasado todavía está sucediendo. Puede que esto ocurra siempre y en todas partes, pero en el Oriente Próximo es particularmente cierto. Aunque las imágenes de los muertos y heridos despanchurrados entre los escombros de las ciudades sirias o los vídeos con las más repulsivas imágenes de ejecuciones y degollaciones salvajes realizadas por los yihadistas al grito de Allahu Akbar! (الله أكبر) sacudan de vez en cuando las redes sociales, vetadas en las pantallas de las televisiones occidentales para que no perturben nuestras digestiones, los gobiernos de Estados Unidos y de sus aliados de la OTAN siguen empeñados en negar la realidad, sencillamente porque la verdad de lo que viene ocurriendo en Siria es indecible y, encima, porque la capacidad de los seres humanos para hacer daño es atávica y, según parece, carece de principio ni fin. El resultado es que la espiral del terrorismo islamista se ha convertido en un hecho con el que debemos convivir cada día. Según parece, es el precio colectivo que todos debemos pagar para que el Gran Juego no se interrumpa.

¿Pero qué es o en qué consiste el Gran Juego?, cabe preguntarse. La respuesta aparece en la Wikipedia: Originariamente, el Gran Juego fue el término utilizado para describir la rivalidad entre el Imperio ruso y la Gran Bretaña en su lucha por el control de Asia Central y el Cáucaso durante el siglo XIX. El término fue acuñado por Arthur Conolly, agente del Servicio de inteligencia británico y popularizado por el escritor Rudyard Kipling, en su novela Kim, publicada en 1901: “Solamente cuando todo el mundo muera acabará el Gran Juego”, escribió Kipling. Pero hoy en día esta expresión, popularizada por Brzezinski para explicar el orden mundial postsoviético, es utilizada por los especialistas internacionales para referirse a la actuación de las grandes potencias en las regiones conflictivas del planeta y más específicamente, el juego secreto de acciones y reacciones que lleva a cabo Estados Unidos para convertirse en el único Imperio Global del siglo XXI, frente a los intereses de las otras dos grandes potencias mundiales: Rusia y China.


Desde este punto de vista, el dolor humano y las destrucciones masivas ocasionadas por las guerras locales y el terrorismo mundial son, simplemente, los “daños colaterales” que debemos soportar para que el Gran Juego prosiga hasta que todos seamos esclavos o hasta que este mundo reviente. Por eso, el holocausto sirio es, desde esta perspectiva, un capítulo irrelevante sobre el que lo mejor para nuestras conciencias es pasar página, por utilizar esa fea expresión hoy tan de moda.

Aclarado lo que antecede, intentaré avanzar en esta segunda entrega de “El islamismo en Siria y Egipto, dos historias paralelas”, en los acontecimientos recientes que han jalonado la Historia Contemporánea de estas dos importantes naciones mediterráneas para, finalmente, rematar el análisis con unas conclusiones aproximadas que sirvan para explicar el dramático presente y alumbrar tanto como sea posible el inmediato futuro, que a tenor de lo que está sucediendo, se nos presenta especialmente tenebroso. Como escribió, Goethe: “Los grandes acontecimientos venideros proyectan su sombra por anticipado”.

Comenzaré este repaso histórico diciendo que la historia del Egipto actual se inicia cuando los “Oficiales Libres” toman el poder el 23 de julio de 1953 y, tras deponer al nefasto rey Faruk, instauran la República egipcia el 18 de junio de 1953, siguiendo el ejemplo de Turquía, en donde treinta años antes un líder militar, nacionalista y laicista radical puso fin a trece siglos de califato universal. En 1923 Kemal Mustafá (también llamado Ataturk, "padre de los turcos") tomó el poder en el Imperio otomano, abolió la institución del califato e instauró la república. Aquella decisión fue técnicamente un golpe de Estado y de haber sido tomada en siglos anteriores, le hubieran declarado apóstata y hasta le habría costado la vida. Sin embargo, a comienzos del siglo XX surgió con fuerza la era del nacionalismo moderno y la religión quedó relegada a un segundo plano incluso entre la mayor parte de las élites revolucionarias del mundo árabe. Se erradicó la institución supraestatal del califato, que ningún otro gobierno musulmán o árabe se ha atrevido a restaurar desde entonces.

Kemal Ataturk
Este avatar histórico es de suma importancia, porque si el califato se hubiera revitalizado se habría convertido en un nuevo superestado, con autoridad superior a la la soberanía todos los gobiernos árabes o musulmanes. El enigma crucial por resolver es quién tiene valor de declararse nuevo califa en el siglo XXI, con la fragmentación derivada de la consolidación de los estados nacionales, sus intereses enfrentados y las enormes diferencias existentes entre sunitas y chiitas, reabiertas por los abismos de sangre ahondados cada día con los atentados terroristas llevados a cabo por grupos violentos nacidos recientemente al amparo del islamismo y que se mueven dentro de esa matriz común que denominamos Al-Qaeda, una entelequia que como el ectoplasma de los espiritistas tiene la virtud de no existir, pero que se materializa cuando es convocada por los numerosos grupos violentos que pululan en ese potaje venenoso que es el yihadismo y que se cuece a fuego lento al calor de las mezquitas o de las innumerables organizaciones de todo tipo alimentadas por el maná abundante procedente del wahabismo saudita.

Los problemas teóricos y prácticos planteados por la disolución del califato y las ideas de unidad supranacional que representaba parecieron resueltos con el resurgimiento de las doctrinas panarabistas, defensoras de colocar al Estado al margen de la religión y las leyes de él emanadas por encima de la legislación islámica. En Egipto el hombre fuerte de este movimiento, convertido en aclamado líder, fue Gamal Abdel Nasser, quien opta por rechazar la vuelta a la experiencia del multipartidismo para instaurar un régimen de partido único, defiende la modernización de Egipto, inicia una ambiciosa reforma agraria y negocia con Londres un tratado por el que las tropas británicas se retirarán a los dieciocho meses: después de setenta y cinco años de ocupación extranjera, Egipto es de nuevo un país soberano, convirtiéndose en centro del mundo árabe y meca del nacionalismo revolucionario, desempeñando un papel decisivo en las revoluciones que sacuden las naciones de Oriente Próximo entre 1956 y 1967.


El presidente Gamal Abdel Nasser
En el interesantísimo vídeo, cuyo enlace inserto a continuación, el presidente Nasser pide durante una conferencia la colaboración de los Hermanos Musulmanes, a quienes recuerda que la libertad conquistada por las mujeres egipcias para no llevar obligatoriamente el velo no tiene vuelta atrás, algo inimaginable ahora, ¡cincuenta años después!



Desde su subida al poder, Nasser había tratado de mantener buenas relaciones con los Estados Unidos, a quienes intentó comprar armas, ante el creciente temor israelí de que la retirada de las tropas británicas del Canal de Suez convirtiera a Egipto en la Prusia del nacionalismo árabe. Al no conseguir las armas que necesitaba, puesto que los norteamericanos exigían para ello que Egipto se integrase con Gran Bretaña y los Estados Unidos en una alianza contra la Unión Soviética, Nasser las compró a Checoeslovaquia, intentando que este hecho no significase una ruptura Washington, algo que consiguió, ya que la propia CIA informó que este hecho no debería verse como un acto de hostilidad, de modo que tres meses más tarde, en diciembre de 1955, el presidente Eisenhower manifestó su apoyo al gobierno egipcio para colaborar en la financiación de la presa de Asuán, el gran sueño de Nasser.


El curso del Nilo desde la presa de Asuán
El Lago Nasser desde Abú Simbel



La situación cambió bruscamente al año siguiente, después de que Egipto iniciara sus relaciones diplomáticas con la China comunista. El Departamento de Estado recomendó que no se diese a Nasser apoyo alguno, pues toda ayuda debería estar ligada a “cierto grado de cooperación respecto a los objetivos básicos de los Estados Unidos”, de modo que tanto americanos como británicos anunciaron en julio de 1956 que retiraban la promesa de financiar la presa de Asuán, y el Banco Mundial se negó a conceder el crédito solicitado a una operación que por su elevado coste podía sobrepasar la capacidad del gobierno egipcio para devolverlo, sin darse cuenta de que el prestigio de Nasser dependía de la construcción de una obra que se había convertido en la gran esperanza colectiva de los egipcios.

Nasser replicó a los cinco días, el 26 de julio, con la nacionalización de la compañía del canal de Suez, con la intención de destinar los ingresos del tráfico marítimo en las obras de Asuán. Se trataba de un acto legítimo, puesto que la compañía era legalmente egipcia, a lo que hay que añadir el anuncio de que el gobierno egipcio compensaría a los accionistas. La nacionalización supuso un gesto de autoridad y de independencia que disparó el prestigio de Nasser no solo entre los egipcios, sino en todo el mundo árabe, aunque resultó de escasa trascendencia real, puesto que los ingresos del canal eran insuficientes para financiar el enorme coste de Asuán.


El USS Forrestal cruzando el Canal de Suez

Los británicos no solamente estaban preocupados por la libertad de paso por el canal de Suez, que Nasser no iba a dificultar, dado que necesitaba perentoriamente los ingresos de su tráfico, sino que mantenían temores insensatos de que Egipto pudiese aproximarse a los soviéticos e, incluso, basándose en informes falsos, que ya había optado por el “socialismo popular” (en otras palabras, el comunismo) en Egipto como parte de su trato con los checos. Era un disparate, puesto que Nasser no dejó nunca de perseguir a los comunistas egipcios, pero sirvió para que el premier británico, Sir Anthony Eden, que había alentado ya diversos planes para asesinar a Nasser, se forjara la fantástica idea de una conspiración de los rusos para apoderarse del Oriente Próximo y de sus recursos petrolíferos en unos momentos en los que la situación de la economía británica era desastrosa, hasta el extremo de que corría peligro el valor de la libra esterlina, algo que los británicos consideraban “cuestión de vida o muerte”. Una consideración de importancia fundamental cabe hacer aquí y que habrá de tenerse en cuenta de manera obsesiva para todos los acontecimientos que abordaré en esta entrega: Donde el petróleo está en juego, no hay otras razones que valgan.


Sir Anthony Eden

Los franceses, por su parte, además de intereses económicos, estaban preocupados por el apoyo que Egipto prestaba a los insurrectos argelinos, uno de los mayores problemas que entonces tenía Francia. En cuanto a los israelíes, su valoración era que Nasser mantenía el estado de guerra entre ambos países, lo que les hacía temer un ataque egipcio por sorpresa contra su territorio, aparte del apoyo que los egipcios prestaban al terrorismo palestino.


La campaña de Suez de 1956

Estas fueron las causas que decidieron el ataque conjunto de Gran Bretaña, Francia e Israel contra el Egipto de Nasser, que se materializó el día 31 de octubre de 1956, cuando a las seis de la tarde los aviones británicos empezaron a bombardear El Cairo y, en colaboración con los franceses, destruyeron la mayor parte de los aviones militares egipcios. La insensatez de la operación fue denunciada inmediatamente en las Naciones Unidas, en donde los norteamericanos, que no fueron informados previamente del ataque, presionaron duramente para detener la invasión, temiendo que el pujante nacionalismo árabe cayera en brazos de la Unión Soviética. Por esta causa, forzaron un alto el fuego que obligaba a la retirada de las tropas ocupantes del territorio egipcio. Para evitar que franceses y británicos vetaran esta resolución de la ONU, Eisenhower amenzó incluso con expulsar a Francia y Gran Bretaña de la OTAN, y presionó a Eden, condicionando a la aceptación por su parte de un alto el fuego inmediato el préstamo de mil millones de dólares del Fondo Monetario Internacional que Gran Bretaña necesitaba para evitar el desplome de la libra esterlina.

Soldados israelíes en un patrullera improvisada

Con la fracasada intervención de Suez se abre una nueva época en la que, tras la dimisión de Eden y su sucesión por MacMillan, se recompusieron las relaciones entre británicos y norteamericanos sobre la base de la sumisión de los primeros a los designios del Pentágono y de la Secretaría de Estado norteamericana, una situación de vasallaje que se manifiesta hoy en el caso sirio y que ya se evidenció cuando Tony Blair secundó sin titubear el plan bélico de Bush respecto a Irak, una decisión que terminó con su prestigio y su carrera política cuando se supo que las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein eran una mentira tan colosal como la de atribuir ahora a Siria la utilización de gas sarin contra su propia población.

La aventura de Suez supuso el inicio del proceso por el que Gran Bretaña y Francia perderían sus colonias africanas y asiáticas, así como su papel relevante en el Oriente Próximo, que pasó, hasta el día de hoy, a manos norteamericanas. Tampoco los soviéticos demostraron estar a la altura de las circunstancias, ya que no pudieron impedir la derrota militar de Nasser, cuyo liderazgo salió milagrosamente reforzado por su habilidad de transformar la derrota militar en una victoria política.


Nasser en la cima de su popularidad

En la década que siguió a la crisis de Suez, Israel y sus vecinos árabes se embarcaron en una carrera armamentística sin precedentes, preparándose unos y otros para el siguiente e inevitable envite bélico. Los Estados Unidos comenzaron a aventajar a Francia (que suministró los técnicos y el material preciso para convertir a Israel en potencia atómica) en el papel de principal proveedor de pertrechos bélicos a Israel, mientras que Gran Bretaña proporcionó armas a los jordanos y los soviéticos fortalecían los arsenales bélicos de Siria y Egipto, una carrera en la que se dilucidaba el control del Oriente Próximo, cuestión de importancia trascendental para las grandes potencias.
El presidente Eisenhower

Los efectos de los planes de Eisenhower sobre esta zona candente quedaron todavía más al descubierto con su actuación en Siria, donde la CIA, que había respaldado la toma del poder por el coronel Hosni Zaim, promocionó ahora a otro militar, el coronel Adib Shishaki, quien fue derrocado en febrero de 1954 por un nuevo golpe militar organizado por el Baaz (Renacimiento), un partido nacionalista panárabe que había sido fundado en Siria en 1947. Un año después del episodio de Suez, en 1957, Eisenhower y MacMillan, preocupados por el hecho de que sirios y egipcios pudiesen desestabilizar Líbano y Jordania, planearon provocar disturbios en el interior de Siria e incidentes armados en sus fronteras, con el fin de justificar que los ejércitos de Jordania, Líbano e Irak invadiesen el país.

Como se ve, la larga mano de los Estados Unidos, que hoy maneja la agresión a Siria bajo la ya increíble justificación de la “defensa humanitaria”, cuenta con precedentes históricos demostrables. Ahora, al igual que entonces, la política norteamericana en esta parte del mundo consiste en una sucesión ininterrumpida de los mismos errores, cegados los políticos de Washington por la defensa a ultranza de sus intereses geoestratégicos, consistentes en controlar en solitario el Próximo Oriente y, cómo no, sus inmensas reservas petroleras y de gas natural. Cualquier otra consideración les importa bien poco, aunque para conseguir sus objetivos sea preciso sacrificar vidas inocentes y devastar naciones enteras, como ha ocurrido recientemente en Libia y ahora mismo está sucediendo en la guerra delegada con la que EE.UU. pretende someter a Siria e incorporarla, como estado-vasallo, a los designios de la Pax Americana, basada en el poderío económico, tecnológico y militar de los Estados Unidos y en su alianza con las monarquías feudales petroislámicas más alejadas de los derechos humanos que existen en el planeta: Arabia Saudita y los Emiratos Árabes. La Historia nos enseña que algo muy semejante ocurrió en la Antigüedad, cuando la poderosa Roma se valió de los pueblos bárbaros asentados en sus fronteras para contener las avalanchas de los nuevos bárbaros asiáticos, que no cesaban de acudir atraídos por la prosperidad romana. Y ya sabemos cómo concluyó la aventura y los siglos de oscuridad que fue preciso remontar cuando los bárbaros terminaron asentándose en la capital de los césares, poniendo fin al Imperio Romano de Occidente.


La invasión de los bárbaros, cuadro de Ulpiano Checa

Volviendo a Siria y al año 1957, queda por reseñar que el plan de invasión norteamericano fracasó entonces porque el agente de la CIA encargado de promover los disturbios, que había sido enviado a Damasco como secretario adjunto de la embajada norteamericana, fracasó en su misión: los hombres a los que pretendió comprar, después de quedarse con el dinero, denunciaron públicamente que un agente americano había pretendido sobornarles. Por eso la operación se desestimó y su consecuencia más inmediata fue favorecer la alianza de Siria con Egipto, que culminó con la creación de la RAU en 1958, un desafío superior a todo cuanto Nasser hubiera podido imaginar jamás y que fracasó pronto. El ejército sirio detestaba aceptar las órdenes de los oficiales egipcios, los hombres de negocios sirios vieron socavada su posición social a consecuencia de la imposición de los decretos socialistas que transferían la propiedad de sus compañías, hasta entonces privadas, a manos del Estado y las élites sirias se sintieron humilladas al ser excluidas del juego político en su propia nación. El golpe de gracia vino en en agosto de 1961, cuando Nasser decidió prescindir por completo del Gobierno regional sirio y regir el país por medio de un gabinete más amplio radicado en El Cairo.

Estas circunstancias y el creciente descontento popular empujaron a los militares sirios a organizar un golpe de mano para cortar las amarras con el país del Nilo y recuperar el control nacional, expulsando del país al mariscal Abdel Al-Hakim Amer, delegado de Nasser, y deportando a todos los egipcios residentes en suelo sirio, es decir, unos seis mil soldados, cinco mil funcionarios públicos y una cifra de trabajadores temporales situada entre los diez mil y veinte mil individuos.


Mariscal Abdel Al-Hakim Amer

Tras este golpe contra su liderazgo, Nasser optó por encauzar la revolución egipcia por la senda del socialismo árabe, tal como fue consagrado en la Carta Nacional de 1962, un documento que trataba de tejer un proyecto político con los mimbres del islam, el nacionalismo árabe y el socialismo, en un intento de establecer los ideales precisos para reorganizar la sociedad árabe en su conjunto, lo que sirvió para desunir todavía más al mundo árabe, que se dividió entre los que aceptaron el liderazgo occidental (Marruecos, Jordania, Arabia Saudita, Túnez y Líbano, que fueron considerados “moderados”) y los que se alinearon con Moscú para seguir su modelo económico y social dirigido por el Estado, llamados “progresistas” por los partidos de izquierda y “radicales” por las fuerzas liberales: Egipto, Siria, Irak, a los que se incorporaron más tarde Argelia, Libia, cuando culminaron con éxito sus procesos revolucionarios, y Yemen, después de que un golpe de mano militar derrocara en septiembre de 1962 la monarquía y quedara instituida la República Árabe del Yemen, dando paso a un enfrentamiento entre Arabia Saudita, que respaldaba a la familia real destronada, y Nasser, que consideraba todo ello como parte de una batalla de gran envergadura entre los progresistas y los reaccionarios del mundo árabe. A partir de 1962 las tropas egipcias comenzaron a inundar Yemen, llegando a desplegar setenta mil soldados en 1965, lo que representaba casi la mitad del ejército egipcio.


Mapa de Yemen

Yemen fue el Vietnam de Egipto. Las tropas egipcias se enfrentaban a un conjunto de guerrilleros tribales que combatían en un entorno perfectamente conocido, de modo que en el transcurso de los cinco años que duraron los enfrentamientos, el ejército egipcio perdió más de diez mil hombres, entre soldados y oficiales. Hasta el último momento Nasser se empeñó en ganar una guerra que constituía más una operación política que militar, sin darse cuenta el impacto negativo que el descalabro del Yemen iba a ejercer en la capacidad del ejército egipcio para hacer frente a su amenaza más inmediata: Israel.

La guerra era inevitable porque tanto Israel como los estados árabes que lo rodeaban se sentían insatisfechos con el equilibrio alcanzado y no estaban dispuestos a pensar siquiera en la posibilidad de la paz sobre la base de ese estado de cosas. Los árabes mantenían una postura tan irreconciliable con Israel que se negaban a referirse por su nombre al país y preferían hablar de “entidad sionista”. Tras haber perdido dos guerras frente al ejército israelí, en 1948 y 1956, los árabes estaban decididos a equilibrar la balanza.

La historia de la génesis y desarrollo del conflicto, que ha pasado a la Historia bajo la denominación de “Guerra de los Seis Días” es la de un un completo e inenarrable disparate cometido por Nasser que pormenorizadamente describe Eugene Rogan, profesor de la Universidad de Oxford, en su imprescindible libro "Los árabes".




Resumidamente, cabe decir que Nasser organizó, alertado por informaciones falsas, una parafernalia bélica sin precedentes para amenazar a Israel y hacerle creer que su ejército suponía una verdadera amenaza, en un despliegue propagandístico muy similar a la “Madre de todas las Batallas” que utilizó Sadam Hussein y que luego se reveló como un inmenso tigre de papel. El último acto de su escalada de despropósitos fue exigir al Secretario General de las Naciones Unidas, U Thant, que las tropas de paz de las UNEF interpuestas entre las líneas egipcias y las israelíes en el Sinaí procedieran a retirarse, cosa que terminaron de hacer el 31de mayo de 1967, culminado su amenaza a Israel con el cierre del estrecho de Tiran, tanto a los barcos israelíes como a los petroleros que pretendían recalar en el puerto israelí de Eilat. Con este acto Nasser acertó en su propósito de provocar el conflicto armado, ya que, tal como preveía, Israel juzgó inmediatamente que esta amenaza a la viabilidad de sus rutas marítimas constituía, de facto, una declaración de guerra.




U Thant, Secretario General de la ONU

Tropas de la UNEF, cuyos soldados son conocidos como los Cascos Azules

La inmensa campaña propagandística desplegada por Egipto hizo que la opinión pública árabe se hallara impaciente por que empezaran las hostilidades y ver cómo Israel encajaba una derrota definitiva. La movilización televisada de las tropas egipcias había elevado todavía más las expectativas de victoria, y todo el mundo pensaba que el ajuste de cuentas estaba al caer, mientras que en Israel provocó una crisis que llevó a su primer ministro, Levi Eshkol, a agotar todas las vías diplomáticas antes que arriesgarse a una guerra abierta con Egipto y sus aliados árabes. Pero el pueblo egipcio y todo el mundo árabe habían respondido con entusiasmo a la propaganda de Nasser, creían en su liderazgo, confiaban en su capacidad para llevar el timón y estaban seguros de que asentaría un golpe tremendo a Israel, teniendo en cuenta, además, que también contaba con la colaboración de los ejércitos, magníficamente equipados, de Siria y Jordania. Lo que estaba en juego era la credibilidad de Nasser y el liderazgo sobre los árabes que él mismo se había encargado de proclamar.


Los prisioneros egipcios fueron devueltos en cuanto terminó la guerra

Soldados egipcios prisioneros: el amargo sabor de la derrota

Lo que vino a continuación es sobradamente conocido. Mientras se producía el ataque aéreo, que destruyó la mayor parte de la aviación egipcia en el suelo, los altos mandos militares egipcios volaban sobre el Sinaí para inspeccionar las posiciones de su ejército, lo que dio lugar a que los radares egipcios estuvieran desactivados. Más que derrota, la retirada de las tropas egipcias constituyó una verdadera desbandada. También los blindados jordanos y sirios fueron machacados por la aviación israelí, que había eliminado los efectivos aéreos de ambos países en sus propias bases. La única esperanza de sirios y jordanos estuvo en que las Naciones Unidas decretasen un alto el fuego que les permitiera conservar sus posiciones anteriores al conflicto. Sin embargo, éste llegó demasiado tarde para Jordania. La Ciudad Vieja de Jerusalén caería durante la mañana del 7 de junio, y las posiciones que todavía conservaban los jordanos en el resto de Cisjordania habrían de desplomarse antes de que los israelíes aceptaran interrumpir las hostilidades y dejaran de acosarles. El 8 de junio, Siria y Egipto acatarían igualmente el alto el fuego, cesando así las acciones contra Israel, pero los israelíes aprovecharon la ventaja que tenían y atacaron Siria, ocupando los Altos del Golán antes de poner fin a la guerra de los Seis Días, el 10 de junio de 1967.


Transporte de cohetes israelíes en la Guerra de los Seis Días

Soldados israelíes del frente Sur reciben paquetes de sus familias

Soldados israelíes escuchan las órdenes para la jornada al sexto día de la guerra
Columna motorizada israelí


Tanques israelíes en las cercanías de Gaza el día 6 de junio de 1967


Soldados israelíes con sus mascotas en el Negev

A pesar de la gran mentira que luego se fabricó para justificar ante el mundo árabe la apabullante derrota, conviene dejar reseñado que ni Estados Unidos ni la Unión Soviética participaron en el conflicto, pese a que sus predilecciones estaban enfrentadas. Alekséi Kosyguin, el líder soviético, se comunicó con el presidente norteamericano Lyndon B. Johnson el 5 de junio para pedirle que usara su influencia para detener el enfrentamiento, que preocupaba al mandatario americano porque sabía que si Israel salía derrotada tendría que acudir en su auxilio y con ello pondría en peligro su reelección en unos momentos en los que su interés principal era Vietnam, por eso respiró aliviado cuando vio que los israelíes triunfaban.


El presidente Lyndon Johnson

A Kosygin se le acabó la paciencia en la mañana del 10 de junio, cuando vio el ataque israelí a Siria temió que las tropas israelíes llegaran hasta Damasco, de modo que volvió a usar la línea reservada para anunciar a Johnson que si Israel no cesaba su ataque a Siria en las próximas horas, la Unión Soviética se vería obligada a tomar decisiones por su cuenta, “incluyendo las de carácter militar”.


El presidente ruso Alekséi Kosygin

“Fue una suerte que las hostilidades en los Altos del Golán acabasen antes de que finalizase aquel día”, escribió en sus memorias el entonces director de la CIA, Richard Helms. Pero en realidad no hubo tal suerte. Más tarde se supo que Johnson pidió al embajador israelí en Washington el cese inmediato de las hostilidades: “El gobierno de los Estados Unidos no desea que la guerra termine como consecuencia de un ultimátum soviético. Esto sería desastroso para el futuro, no solo de Israel, sino de todos nosotros. La responsabilidad de actuar ahora es vuestra”. El gobierno israelí tomó en cuenta las razones de Johnson y le hicieron caso. Esto fue todo.

El shock que esta nueva derrota significó para los países árabes tuvo como inmediata consecuencia la ejecución en Egipto de su máximo responsable militar, el general Amir, acusado de traición. En el caso sirio, la conmoción produjo una crisis política que fue rematada por el golpe militar de 1970, que llevó al poder a Hafez Al-Assad, un miembro de la minoría alauita, que se mantendría largamente al frente del país gracias a la creación, a través de la Constitución de 1973, de un régimen presidencialista de carácter laico que ponía en sus manos todos los resortes del poder, empezando por las Fuerzas Armadas.

Anonadados por sus pérdidas, los egipcios recurrieron a la fantasía para ganar tiempo, iniciando al comienzo del enfrentamiento, cuando ya habían perdido toda su fuerza aérea, una campaña de desinformación emitida por radio y reproducida por toda la prensa controlada por el gobierno, lo que hizo creer al mundo árabe que Israel estaba al borde de la derrota absoluta. Para desviar sus responsabilidades ante el fracaso, los egipcios tramaron la gran mentira de justificar su derrota por la connivencia entre Estados Unidos e Israel. El primer día de la guerra, la emisora gubernamental “La Voz de los Árabes” lanzó la acusación de que “los Estados Unidos son el enemigo. Los Estados Unidos constituyen la fuerza hostil que que se halla detrás de Israel. Oh, árabes, los Estados Unidos son adversarios de todos los pueblos, exterminando toda toda vida y derramando su sangre, los Estados Unidos son la entidad que os impide aniquilar a Israel”. De hecho, Nasser se pondría en contacto con el rey Hussein de Jordania con el fin de que sus declaraciones públicas concordaran y echar la culpa de la victoria israelí a una conspiración anglo-estadounidense, más justificable ante el mundo árabe que la humillante realidad de haber sido vencidos por Israel. 


Nasser y el rey Hussein de Jordania

En una indiscreta conversación telefónica interceptada por la inteligencia israelí, Nasser se muestra encantado de que Hussein acepte el trato. “Yo haré una declaración  ̶ explica Nasser ̶ , tú también harás otra, y luego nos arreglaremos para que los sirios hagan igualmente un anuncio similar. La cuestión es lanzar la idea de que hay aparatos norteamericanos y británicos que intervienen en la guerra y de que parten de sus portaviones para combatirnos. Todos insistiremos en ese punto”. El hecho de que Gran Bretaña y Francia hubieran combatido junto a Israel en la guerra que les enfrentó a Egipto cuando la crisis de Suez contribuiría a dar credibilidad a las acusaciones de conspiración. Además, había otra razón más poderosa: fuese o no cierta, esa explicación era mejor para salvar la propia autoestima árabe que aceptar la infamante derrota causada por el ejército israelí.


El puente Allenby destruido por las tropas jordanas en su retirada

Los soldados israelíes contemplan la Ciudad Vieja de Jerusalén

Soldados israelís ante el Muro Occidental el 7 de junio de 1967


Descansando ante el Muro recién conquistado

La derrota de 1967 convirtió Egipto en un país vencido, parcialmente ocupado y aplastado por el peso de la guerra, una situación ante la que Nasser fue incapaz de reaccionar. Anuar el-Sadat, que le sustituyó a su muerte en 1970, eligió una orientación distinta a la de su predecesor. Será necesario su relativo y largamente preparado éxito en la guerra de octubre de 1973, llamada del Yom Kipur, para que se sintiera fuerte e impusiera la “infitab” (apertura), que le lleva a la alianza económica y militar con Estados Unidos, cuyo frutos fueron los acuerdos de Camp David, con los que Egipto consolida la paz, recupera el Sinaí y consigue una importante ayuda americana, aunque nada de eso sirvió para enderezar la difícil situación que atravesaba la economía egipcia cuando El-Sadat fue abatido por el atentado que acabó con su vida en 1981, durante una parada militar. Su verdugo fue un islamista llamado Khalid Al-Islambuli, que gritó tras el magnicidio: “He matado al faraón, y no temo a la muerte”. Su acto, ahora podemos saberlo, sirve para ilustrar gráficamente que un nuevo paradigma se abriría paso en el mundo árabe: la visión fanática y totalitaria del poder religioso del islam representada por la Sociedad de los Hermanos Musulmanes.


El presidente egipcio Anuar el-Sadat

La muerte de el-Sadat supuso el cierre definitivo del largo declive de la ideología panarabista de Nasser, basada en la laicidad del Estado y en las reformas económicas socialistas de corte soviético, que habían servido de motor a los pueblos árabes inspirando revoluciones y consolidando regímenes presidencialistas sostenidos por los ejércitos nacionales. La nueva etapa que entonces se abrió en todo el mundo árabe vino determinada por la revolución que en 1979 derrocó en Irán a la monarquía de Mohamed Reza Pahlevi, a quien los Estados Unidos dejaron caer, después de una alianza de casi cuarenta años, sin percatarse de que su final supondría la conquista del Estado por el poder carismático y fanático de un clérigo chiita, el ayatolá Jomeini. La misma actitud que recientemente han mostrado con su fiel aliado  Hosni Mubarak, cuya deposición ha supuesto para Egipto, como pasó en Irán, la apertura de la caja de truenos del islamismo, en este caso sunita, que tanto da y cuyo estruendo ensangrentado amenaza con hacer saltar todas las costuras del mundo árabe. Jugar a aprendices de brujo en el Próximo Oriente arrastra siempre las mismas consecuencias. Pero, según parece, Washington sigue sin enterarse: basta con mirar el panorama sirio, cuyo contagio a Egipto, vía Hermandad Musulmana, era más que previsible. Sin contar el explosivo Líbano, en donde los atentados terroristas del radicalismo suní ha dejado un nuevo reguero de sangre hace menos de quince días, con el atentado perpetrado en Beirut ante las oficinas de Hezbolá, la variante islamista del chiismo, con más de veinte muertos, todos civiles libaneses, en un claro intento de desestabilizar el precario equilibrio del país y arrastrarlo a un enfrentamiento similar al que sigue asolando a la vecina Siria .  
   
Foto oficial del sha Reza Palevi y su familia el día de su coronación imperial

El ayatolá Jomeini

El impacto de la revolución iraní conmovió algo más que los mercados del petróleo. La caída del sha de Persia, uno de los autócratas que más tiempo llevaban instalados en el poder en el Oriente Próximo, respaldado por uno de los ejércitos más poderosos de la región y que además contaba con el pleno apoyo de los Estados Unidos, hizo que los políticos árabes se pusieran alertas y tomaran nota del profundo cambio que esa situación implicaba. Los gobernantes árabes, cada vez más preocupados, comenzaron a observar con miedo creciente la presencia de los grupos islamistas, que se cobijaban y actuaban a través de cofradías más o menos secretas en la penumbra de las mezquitas, dentro de sus propias fronteras: “¿Existe el peligro de que la revolución iraní alcance a Egipto?”, recuerda haber preguntado a un periodista egipcio Butros Gali, el diplomático también egipcio que ocupó el cargo de Secretario General de las Naciones Unidas entre enero de 1992 y diciembre de 1996. “La revolución iraní es una enfermedad que Egipto no puede contraer”, le tranquilizó el reportero. Irán era un Estado chiita, mientras que Egipto y los estados árabes profesaban con abrumadora mayoría el islam sumnita. Además, Egipto contaba con otra protección frente al contagio, la que le brindaba la presencia de otro estado islámico: el Reino de Arabia Saudita. Los acontecimientos iban a revelar muy pronto que el periodista se equivocaba. En la década que estaba a punto de iniciarse, la oleada islamista iba a alzarse y a convertirse en el más peligroso reto para todos los líderes políticos del mundo árabe, empezando precisamente por los de Arabia Saudita, como se demostró en noviembre de 1979, cuando los miembros de una organización hasta entonces desconocida llamada “Movimiento de los Revolucionarios Musulmanes” ocupó la Gran Mezquita de La Meca, centro neurálgico del islam.


Una nueva generación estaba accediendo a posiciones de poder en el mundo árabe, una generación que no creía ya en la vieja retórica del nacionalismo árabe. Sus dirigentes estaban desencantados con sus dirigentes políticos, al ver que tanto los reyes como los presidentes árabes se construían fastuosos palacios y derrochaban con ostentación y desvergüenza sus caprichos multimillonarios con el dinero obtenido mediante prácticas corruptas y no tenían inconveniente en dar prioridad a su poder personal, postergando el bien común de los árabes cuyo destino les había sido confiado. A los integrantes de la nueva generación no les gustaba ni el comunismo ni el ateísmo de la Unión Soviética. Creían además, y en esto no les faltaba la razón, que los Estados Unidos no eran sino una nueva potencia imperial centrada en la máxima del divide y vencerás, fomentando el enfrentamiento entre los estados árabes y anteponiendo sus intereses geoestratégicos y su sed de petróleo a cualquiera otra consideración de orden moral.

La lección que habían extraído de la revolución iraní se resumía en una convicción: la de que la fortaleza del islam superaría al empuje de todos sus enemigos juntos. Unidos en las eternas verdades de su religión, los musulmanes podían derribar a los autócratas en el poder y plantar cara a las superpotencias. Incluso más todavía, utilizar cuando y donde fuera necesario elecciones democráticas para instalarse en el poder: para ellos la democracia puede ser una vía de acceso al poder, pero una vía de un solo sentido y en la que no hay retorno, porque la soberanía de Alá, tal como la ejercen sus representantes ungidos, no es rechazable. Su política electoral ha sido resumida por la tradición clásica en el lema: “Un hombre (solamente hombres, no mujeres), un voto, pero una sola vez”. La misma que usó Adolf Hitler para encaramarse en el poder y desde él eliminar cualquier vestigio de oposición para convertirse en el dueño absoluto de Alemania. El mismo camino seguido por los Hermanos Musulmanes a través de su brazo secular, el Gobierno de Mohamed Mursi, en esta nueva intentona de conquistar el Estado egipcio para desde él extender la yihad y que, bajo una inmensa presión popular, ha cortado por lo sano el ejército egipcio.

Partidarias del depuesto presidente Mursi se manifiestan en El Cairo

Como el comunismo y el fascismo, que fueron los grandes enemigos de la "modernidad” dentro de Occidente, el islamismo, enemigo exterior e interior gracias a la inmigración masiva, también se sirve de los productos más desarrollados de la modernidad occidental, pero con el propósito de destruir completamente su espacio político. La guerra del terror islamista es una guerra a la polis en su doble sentido: la polis como ciudad, y la polis como espacio donde se desarrolla la acción política. El terrorismo islamista (basta comprobar la genealogía de cada atentado criminal que han cometido) se sirven de la creación tecnológica producida por la modernidad occidental, pero para destruir las condiciones que hicieron posible esa modernidad.

Si los islamistas aciertan en sus cálculos y tienen éxito en su asalto al poder de las naciones musulmanas, un negro futuro aguarda al mundo. Porque, queramos o no admitirlo, una ideología mucho más poderosa y totalitaria que el nazismo actúa para conquistar el poder mundial. Un reto que los países occidentales no han entendido y con el que los Estados Unidos juegan para provecho exclusivo de los intereses inconfesables que imponen sus criterios a los sucesivos gobiernos de Washington, se apellide Bush el inquilino de la Casa Blanca, o sea su seguidor Barak Hussein Obama, “el Pacífico”, cuyos méritos para que le concedieran el Premio Nobel de la Paz permanecen tan inéditos como cuando fue elegido presidente de los Estados Unidos, hace ya casi cinco años.

©  Copyright José Baena Reigal


El presidente Barak Hussein Obama





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