LA ESPAÑA DE HOY VISTA
POR
DON SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL
¿Progresamos? No,
retrocedemos. En demasiados asuntos cruciales estamos como antes de
la Guerra Civil. Vean este texto de un hombre no político. Parece
escrito ahora mismo. Pero no, ¡data de 1934! Su autor es D. Santiago
Ramón y Cajal, Premio Nobel de Medicina, a quien hoy nadie se atrevería
a llamar “facha”. No cabe duda de que estamos ante el científico
español más importante de todos los tiempos, que situó en lo más alto el nombre
de España en una época en que la ciencia española estaba en
pañales. Pero Ramón y Cajal no solamente destacó en la histología:
sus innovaciones en la fotografía o su obra literaria suelen pasar
desapercibidas frente a su excepcional producción científica, lo que constituye una pérdida lamentable para todos los españoles.
El testimonio que
transcribo a continuación está recogido en su libro “El Mundo a
los ochenta años”. Lean, lean y pásmense:
“En la Facultad de Medicina de Barcelona, todos los profesores, menos dos, son catalanes nacionalistas; por donde se explica la emigración de catedráticos y de estudiantes, que no llega hoy, según mis informes, al tercio de los matriculados en años anteriores. Casi todos los maestros dan la enseñanza en catalán con acuerdo y consejo tácitos del consabido Patronato, empeñado en catalanizar a todo trance una institución costeada por el Estado.
A guisa de
explicaciones del desvío actual de las regiones periféricas, se han
imaginado varias hipótesis, algunas con ínfulas filosóficas. No
nos hagamos ilusiones. La causa real carece de idealidad y es
puramente económica. El movimiento desintegrador surgió en 1900, y
tuvo por causa principal, aunque no exclusiva, con relación a
Cataluña, la pérdida irreparable del espléndido mercado colonial.
En cuanto a los vascos, proceden por imitación gregaria.
Resignémonos los idealistas impenitentes a soslayar raíces raciales
o incompatibilidades ideológicas profundas, para contraernos a
motivos prosaicos y circunstanciales.
¡Pobre Madrid, la
supuesta aborrecida sede del imperialismo castellano! ¡Y pobre
Castilla, la eterna abandonada por reyes y gobiernos! Ella, despojada
primeramente de sus libertades, bajo el odioso despotismo de Carlos
V, ayudado por los vascos, sufre ahora la amargura de ver cómo las
provincias más vivas, mimadas y privilegiadas por el Estado, le
echan en cara su centralismo avasallador.
No me explico este
desafecto a España de Cataluña y Vasconia. Si recordaran la
Historia y juzgaran imparcialmente a los castellanos, caerían en la
cuenta de que su despego carece de fundamento moral, ni cabe
explicarlo por móviles utilitarios. A este respecto, la amnesia de
los vizcaitarras es algo incomprensible. Los cacareados Fueros, cuyo
fundamento histórico es harto problemático, fueron ratificados por
Carlos V en pago de la ayuda que le habían prestado los vizcaínos
en Villalar, ¡estrangulando las libertades castellanas! ¡Cuánta
ingratitud tendenciosa alberga el alma primitiva y sugestionable de
los secuaces del vacuo y jactancioso Sabino Arana y del descomedido
hermano que lo representa!
La lista interminable
de subvenciones generosamente otorgadas a las provincias vascas
constituye algo indignante. Las cifras globales son aterradoras. Y
todo para congraciarse con una raza que corresponde a la magnanimidad
castellana (los despreciables “maketos”) con la más negra
ingratitud.
A pesar de todo lo
dicho, esperamos que en las regiones favorecidas por los Estatutos,
prevalezca el buen sentido, sin llegar a situaciones de violencia y
desmembraciones fatales para todos. Estamos convencidos de la
sensatez catalana, aunque no se nos oculte que en los pueblos
envenenados sistemáticamente durante más de tres decenios por la
pasión o prejuicios seculares, son difíciles las actitudes
ecuánimes y serenas.
No soy adversario, en
principio, de la concesión de privilegios regionales, pero a
condición de que no rocen en lo más mínimo el sagrado principio de
la Unidad Nacional. Sean autónomas las regiones, mas sin comprometer
la Hacienda del Estado. Sufráguese el costo de los servicios
cedidos, sin menoscabo de un excedente razonable para los
inexcusables gastos de soberanía.
La sinceridad me
obliga a confesar que este movimiento centrífugo es peligroso, más
que en sí mismo, en relación con la especial psicología de los
pueblos hispanos. Preciso es recordar –así lo proclama toda
nuestra Historia– que somos incoherentes, indisciplinados,
apasionadamente localistas, amén de tornadizos e imprevisores. El
todo o nada es nuestra divisa. Nos falta el culto de la Patria
Grande. Si España estuviera poblada de franceses e italianos,
alemanes o británicos, mis alarmas por el futuro de España se
disiparían. Porque estos pueblos sensatos saben sacrificar sus
pequeñas querellas de campanario en aras de la concordia y del
provecho común”.
También me parece justo
destacar las palabras que pronunció en el paraninfo de la
Universidad de Madrid con ocasión del homenaje que le dedicaron
profesores y alumnos cuando le fue concedida por la Reina Regente,
Dª. María Cristina, la Gran Cruz de Alfonso XII y nombrado
consejero de Instrucción pública.
“Me dirijo a
vosotros, los jóvenes, los hombres del mañana. En estos últimos
luctuosos tiempos la patria se ha achicado; pero vosotros debéis
decir: “A patria chica, alma grande”. El territorio de España ha
menguado; juremos todos dilatar su geografía moral e intelectual.
Combatamos al
extranjero con ideas, con hechos nuevos, con invenciones originales y
útiles. Y cuando los hombres de las naciones más civilizadas no
puedan discurrir ni hablar en materias filosóficas, científicas,
literarias o industriales, sin tropezar a cada paso con expresiones o
conceptos españoles, la defensa de la patria llegará a ser cosa
superflua; su honor, su poderío y su prestigio estarán firmemente
garantizados, porque nadie atropella a lo que ama, ni insulta o
menosprecia lo que admira y respeta. He nombrado a la patria y deseo
que, en tan solemne ocasión, sea ésta la última palabra de mi
desaliñado discurso. Amemos a la patria, aunque no sea más que por
sus inmerecidas desgracias. Porque “el dolor une más que la
alegría”, ha dicho Renan. Inculquemos reiteradamente a la juventud
que la cultura superior, la producción artística y científica
originales constituyen labor de elevado patriotismo. Tan digno de loa
es quien se bate con el fusil como el que esgrime la pluma del
pensador, la retorta o el microscopio. Honremos al guerrero que nos
ha conservado el solar fundado por nuestros mayores. Pero
enaltezcamos también al filósofo, al literato, al jurista, al
naturalista y al médico, que defienden y afirman enérgicamente en
el noble palenque de la cultura internacional el sagrado depósito de
nuestra tradición intelectual, de nuestra lengua y cultura, en fin,
de nuestra personalidad histórica y moral, tan discutida y a veces
tan agraviada por los extraños”.
¿Existe alguien en la
universidad española de hoy que se atreva a hablar en estos términos de
España? Que la respuesta que se la dé cada cual. La mía es, desde
luego, un “no” como una casa. Hablar de España como la patria
común de todos los españoles no está dentro de los cánones de lo
que hoy viene considerándose como “lo políticamente correcto”.
¿O me equivoco?
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Monumento a D. Santiago Ramón y Cajal en el
madrileño Parque del Retiro |
Don Santiago Ramón y
Cajal dejó de existir en las primeras horas de la noche del 17 de
octubre de 1934 y su muerte produjo un tremendo impacto, no sólo en
los círculos universitarios y científicos, sino en todos los
sectores de la sociedad española, que ya vivía bajo los efectos de
las grandes revueltas que marcaron los años finales de II República,
de tal manera que junto a la noticia de su fallecimiento, los
periódicos incluyen también la de la sublevación de Asturias.
Afortunadamente, no llegó a presenciar la contienda civil entre los
españoles
El entierro fue el día
18 a las cuatro. Una tarde plomiza, que entristecía más aún el
ambiente, fue testigo de una de las mayores manifestaciones de duelo
popular vivido en la capital de España. El pueblo de Madrid, de ese
Madrid que tanto quiso Cajal, estaba allí, al lado de los restos del
maestro. Faltaba la representación oficial, porque su españolidad a
ultranza no gustaba a los jerarcas de las izquierdas encaramados en
los poderes republicanos. El presidente de la República se limitó a
enviar un representante y el del Gobierno delegó en el Ministro de
Instrucción Pública para hacer llegar el pésame a la familia.
Nadie más con representación oficial acudió al entierro del gran
genio aragonés y español hasta el tuétano de los huesos. No
obstante, al año siguiente, en 1935, por decisión de las mismas
autoridades gubernamentales que ignoraron su entierro, la imagen de
Ramón y Cajal apareció entronizada en los billetes de cincuenta
pesetas acuñados por el Banco de España. La desvergüenza y el
descarado oportunismo de los políticos españoles, como puede verse,
viene de antiguo.