viernes, 8 de febrero de 2013


      TRILOGÍA DE MARRUECOS

              II. VERDE QUE TE QUIERO VERDE

        
Flor de acanto
Necrópolis de Chellah. Rabat 

Madraza Bou Inania. Fez

Patio del Palacio Bahia. Marrakech

        Verde que te quiero verde.
        Verde viento. Verdes ramas.
        El barco sobre la mar
        y el caballo en la montaña.

Estos célebres cuatro versos, que como aldabonazos se repiten en el Romance Sonámbulo cuando el poema adquiere su secuencia dramática, sirven a Federico García Lorca para caracterizar la vida en sus facetas más misteriosas y obsesionantes, valiéndose del color verde, que es el más abundante en la naturaleza, sugiriéndonos la frescura que va asociada a las plantas y a los árboles.

El jardin florido de Chez Kamal. Sefrou

Necrópolis de Chellah. Rabat
Las ruinas de Chellah están consideradas como las más bellas de Marruecos

Acantos florecidos en las ruinas de Chellah

Bosque de cedros gigantescos cerca de Azrou

Monos en libertad en el bosque de Azrou

He querido iniciar con estos versos del inmortal poeta granadino esta segunda entrada de mi “Trilogía de Marruecos” porque el color verde constituye casi una obsesión marroquí, que se manifiesta tanto en la eclosión íntima de sus jardines como en el verdor tímido de las plantas humildes que sobreviven en las dunas de Merzouga, en la omnipresente yerbabuena que se ofrece a la mirada del viajero en mercados y zocos, en los palmerales innumerables que jalonarán nuestro viaje, en los huertos volcados sobre las áridas torrenteras de los pueblos bereberes, que arrancados con el esfuerzo de generaciones a la verticalidad de los farallones que cierran los abruptos desfiladeros, mitigan el hambre antigua de estos campesinos laboriosos gracias a sus pobres cosechas de hortalizas y frutales. También de este color suelen ser las puertas, rejas y ventanas que perfilan su verde contra los muros ocres de las antiguas kasbahs y hasta de color verde es la estrella que sobre un fondo rojo sangre conforma la bandera del Reino de Marruecos.

Soldado de la Guardia Real con gorro verde. Plaza de La Tour Hassan. Rabat

Jardin Majorelle. Marrakech

Plaza Sidi Benissa. Sefrou

El viajero que cruce el Estrecho de Gibraltar esperando encontrarse con un paisaje desértico se equivoca, porque las tierras del Rif muestran un verde tan intenso como el que dejamos en las bellas sierras gaditanas, aunque conforme descendemos hacia el Sur, el verde se refugia en los jardines de algunas ciudades privilegiadas, como Marrakech, en los patios interiores salpicados de flores, en los pequeños huertos domésticos arañados al ocre dominante y, sobre todo, en los enormes palmerales que rodean las kasbahs del Atlas o que emergen junto a los cauces de torrenteras y ríos, acompañando su curso con su esbeltez arborescente, de la que cuelgan esos dátiles que se ofrecen tentadoramente a la vista en los tenderetes de los zocos y que, por su riqueza en azúcar, constituyen un alimento básico en todos los países del Magreb, que etimológicamente significa "el lugar por donde se pone el sol".

Llanura cultivada en el alto Dadés

Contraste de verdes y ocres en el Valle del Dadés

Olivos y palmeras junto a la kasbah de Tinghir

Eclosión vegetal en los huertos de Tinghir

Trigales en los alrededores de Tinghir

Haciendo la colada en el río. Tinghir

Más que un color, el verde representa la quintaesencia de la naturaleza y podíamos decir que hasta una ideología, un estilo de vida, tanto que en nuestros días supone conciencia medioambiental, amor a la naturaleza y, al mismo tiempo, rechazo hacia una sociedad dominada por la tecnología. Desde el punto de vista cromático, el verde es un pigmento, mezcla de azul y amarillo, pero que por el simbolismo elemental que incorpora, se considera como un color psicológicamente primario porque modula la transición y comunicación entre los dos grandes grupos de colores: cálidos y fríos.

El verde es un color de extremo equilibrio, porque esta compuesto por los colores de la emoción (amarillo = cálido) y del buen juicio (azul = frío) y por su situación transicional en el espectro cromático. Tal vez para dar razón al proverbio que dice "dime de qué presumes y te diré de lo que careces", el color verde suele ser el favorito de los neuróticos, porque produce sensación de reposo en los estados de ansiedad. No es coincidencia que el verde presente en los semáforos indica paso libre, así como en los rótulos que indican las salidas de emergencia, así como en las telas usadas en los quirófanos y batas del personal quirúrgico por razones funcionales: además de su efecto sedante, en la vestimenta de los cirujanos tienen la ventaja de que sobre este color la sangre parece marrón y resulta menos impresionante.

Reja sobre fondo verde. Mausoleo de Muley Ismail. Meknés

Pabellón del Jardin Majorelle. Marrakech

Estanque del Jardin Majorelle

Alberca para el riego. Jardin Majorelle

Nenúfares en el Jardin Majorelle

Desde otra perspectiva, el color verde aparece asociado con la locura, algo que cuadra bien con Marruecos que, por encima de sus encantos fascinantes, es un país lleno de locos de todas clases, algunos absolutamente incatalogables y hasta geniales. Acaso por motivos analógicos, y en contraposición a lo saludable, el verde es también símbolo de lo venenoso, sobre todo el verde luminiscente hecho con limaduras de cobre, que era el color usado por los pintores y el mismo tipo de verde del que suelen ser las tejas de los edificios tradicionales de Marruecos, el llamado “verde de cobre”, que, debido a su procedencia es tan tóxico como suelen ser los insectos, batracios y reptiles de este color. También el verde es el color de los seres horripilantes y de las criaturas mitológicas que infunden miedo. El verde, color de la vida, combinado con el negro, forma el acorde cromático de la destrucción. Tal vez no sea coincidencia que las enseñas de todas las organizaciones terroristas nacidas en el mundo musulmán sean verdinegras.

Por encima de otros detalles pintorescos o anecdóticos, es una gran verdad que Marruecos es un país capaz de desequilibrar al más pintado, lo que, lejos de representar un contratiempo, supone una experiencia catártica de primer orden para los viajeros procedentes de los países occidentales por la experiencia vital que produce adentrarse en un mundo con coordenadas tan poco acordes con nuestra mentalidad. En Marruecos todo resulta excesivo, hasta la amabilidad, que puede hacernos desconfiar por resultarnos abrumadora en muchas ocasiones.

Muchacho cantor en la kasbash de los Oudayas. Rabat

Ensalada verde en Chez Kamal. Sefrou

Palacio Bahia. Marrakech

Jardines en el Palacio Bahia

Si los toques verdes de puertas, ventanas y otros detalles del mobiliario urbano nos llaman la atención por su insolencia colorista, la iluminación verde que las mezquitas lucen por la noche roza lo extravagante, una característica que es compartida en todo el mundo musulmán, ya que el verde es el color tradicional del Islam, por eso es el segundo color nacional de Marruecos que ondea en su bandera por todas partes: una estrella verde de cinco puntas sobre fondo rojo, en la que la estrella simboliza la vida, las sabiduría y la salud, mientras que el rojo es un homenaje a los descendientes de Mahoma, el profeta del Islam.

Cactus en el Jardin Majorelle. Marrakech

Puesto de zumos y helados en Risani

Ventana abierta a la medina de Risani

Conforme nos adentramos en las regiones más secas o declaradamente desérticas, el verde escasea, aunque siempre asome en los arenales, pero reaparece triunfal en cuanto puede para mostrar al viajero el milagro de la vida en los sitios más insospechados, una vida jubilosa de su simple existencia, que estalla como erupciones verdes en los oasis del desierto para deslumbranos con sus chaparrones de esmeraldas brotadas de la aridez.

Milagro vegetal en las dunas de Merzouga

Palmeras en una ribera próxima a Midelt

Estanque en los jardines de Ifrane

El famoso león de los jardines de Ifrane

Impresionantes ruinas de la ciudad romana de Volubilis

Naranjos junto a la muralla del Palacio Real de Meknés

Cuando el viajero regresa de Marruecos perdura en la retina un revoltijo de colores ardientes enmarcados en un palimpsesto que abarca la esencialidad multiforme de una vida que asoma su bullicio por todas partes en una confusión fascinante que nada tiene que ver con el flujo controlado del pensamiento, sino más bien con la aceptación de las propias contradicciones asumidas y estalladas al fin. Olores, sabores fuertes y un mar de colores entre los que el verde aporta esa paz vegetal que tranquiliza el alma y, al mismo tiempo, la seducción convertida en veneno de una memoria ancestral que nos invitará inevitablemente a repetir otra nueva experiencia viajera para comprobar que nuestros recuerdos de Marruecos no son un espejismo brotado milagrosamente en el corazón de la aridez africana. Sí: Verde que te quiero verde / Verde viento. Verdes ramas / El barco sobre la mar / y el caballo en la montaña.

Bouganvilla en el Palacio Bahia de Marrakech


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